Revista Paula, Santiago de Chile, 12 de noviembre de 2007
El periodista Marcelo Mendoza, quien encontró el año pasado la lista de los diez mil libros robados a Perú durante la Guerra del Pacífico, y publicó a partir de ella un contundente reportaje en el desaparecido Diario Siete, atestigua aquí que ocultó una valiosa información: que él hojeó dentro de la Biblioteca Nacional, en Santiago, algunos de esos libros. Aquí relata la trastienda personal de esa historia.
1. Algunos libros notables
En febrero de 1998 me introduje en la búsqueda de los más preciados tesoros bibliográficos de la Biblioteca Nacional, en Santiago de Chile. Fui contratado para hacer la investigación y el guión de una exposición que se hizo en abril de ese año en la Estación Mapocho para la Cumbre de las Américas, cita a la que vinieron todos los Presidentes del continente, menos Fidel Castro.
Para un fetichista de libros raros y poco vistos como yo, fue un placer y una obsesión explorar la Sala Medina de la Biblioteca. Una oportunidad irrepetible para revisar volúmenes guardados en bóveda —inaccesibles al público— que contenían las claves para dar contenidos a la exposición. José Toribio Medina, aunque nació en Chile, fue un bibliófilo extraterrestre que se pasó la vida recolectando los impresos principales de la memoria americana, libros únicos que dejó al morir en ese famoso salón de señoriales escaparates de roble americano ubicados en el segundo piso de la Biblioteca Nacional y que hoy constituye una de las tres bibliotecas de y sobre América más importantes del mundo.
A pesar de su ateísmo, Gonzalo Catalán, encargado de dicha sala en tiempos de la Cumbre, poseía una religiosidad monacal para entender las entrelíneas de estos impresos valiosos y yo compartía su deslumbramiento. Pese a que él fumaba como murciélago –y yo le iba en zaga– mientras revisábamos incunables (un pecado mortal para la bibliofilia), pasábamos cada hoja como quien toca y protege a una enamorada.
Durante las dos últimas semanas de febrero de ese año sucedió que me quedé solo con esos objetos de deseo: todos los funcionarios que atienden la Sala Medina salieron de vacaciones, menos un auxiliar —el Flaco—, quien me proveía de los libracos que, según catálogo o tincada, yo le pedía. A veces no aparecían, lo que indicaba robo interno o que estaban mal guardados y, por lo tanto, llevaban años ocultos e inútiles.
Me quedaba encerrado hasta después de las diez de la noche, cuando sólo había un guardia nocturno en todo el recinto y sin atender advertencias de apariciones de monjas sin cabeza en ese lugar que antes fue convento de Las Clarisas, en compañía de antiguos y polvorosos impresos, algunos cuyas páginas pegadas confirmaban que nadie jamás los había leído. Hojeé Las siete partidas de Alfonso El Sabio, incunable de 1490; La nave de los locos, también del siglo XV, con grabados de Durero; rarezas como el Arte de imprimir con añil, un ejemplar pequeñísimo editado por un franciscano en Guatemala en el siglo XVII, del que no existe otro en el mundo y que se transformó en mi predilecto; los primeros impresos de México y Perú, entre los años 1545 y 1585, libros religiosos de buena factura, bien conservados, a dos colores (negro y rojo), con tapas de cuero de cabra y escritos con letra gótica. Varios tenían anotaciones de distintas épocas. Y vi que algunas de esas joyitas tenían una clave secreta: el sello de la Biblioteca Pública de Lima bordeando el escudo de Perú. Eran parte del tesoro escondido en bóveda que, pese a su valor, permanecía invisible e ignoto.
Con los libros con timbre peruano en mis manos tuve la evidencia de un ocultamiento feroz. Verifiqué que a otros volúmenes les habían arrebatado las primeras páginas, probablemente porque delataban la misma procedencia. Aquellos libros bastardos quedaron descartados para la exhibición.
La escena de Fujimori encontrándose en su recorrido por la exposición en la Estación Mapocho con algunos de los más valiosos libros robados a su patrimonio nacional por las tropas chilenas era bochornosa. La muestra se llamó Memoria americana: algunos libros notables. El nombre fue preciso: los otros libros notables que no se exhibieron tenían el sello de la Biblioteca de Lima y atestiguaban el saqueo.
2. El saqueo
El ejército chileno tomó posesión de Lima en enero de 1881. El coronel Pedro Lagos eligió la Biblioteca de Lima como cuartel. Al percatarse de que en la bóveda se atesoraba la más valiosa colección de libros de Latinoamérica, se ejecutó el saqueo, que ocurrió de tres maneras: el robo oficial por orden del gobierno chileno, el saqueo informal de soldados y el apoderamiento hecho por oficiales y particulares chilenos.
El notable bibliófilo Ricardo Palma se hizo cargo de la biblioteca cuando las tropas chilenas abandonaron Lima. En un informe al gobierno peruano describió: “Biblioteca no existe, pues de los 56.127 volúmenes que ella contuvo sólo he encontrado 738”. Una de las obras que se salvó fue Opus pulcherrimux chiromantie, incunable de 1499, un rarísimo libro esotérico de quiromancia donado por José de San Martín, que fue quien creó la Biblioteca de Lima. Según escribió entonces Palma, rescató el volumen “de manos de un soldado chileno”.
El historiador limeño Pedro Guibovich me narró por mail una experiencia personal que da cuenta de la memoria arrebatada. Estudioso de la Colonia, requería leer el muy escaso libro Discurso sobre sí en un concurso de opositores, de Juan Espinosa Medrano, gran predicador y hombre de letras que vivió en el Cusco en la segunda mitad del siglo XVII y a quien Guibovich ha dedicado muchos años de estudio.
Ese libro estaba en la Biblioteca de Lima antes de la guerra, pero había desaparecido. Supuso que podía encontrarse en Chile, así que cuando un conocido suyo —también historiador— viajó a Chile, le pidió que preguntara en nuestra biblioteca por el impreso. Y estaba, pero no lo dejaron verlo. A cambio, le entregaron una fotocopia del texto. “Excepto de la página donde aparecía el sello de la Biblioteca de Lima”, describe Guibovich.
Sin embargo, los libros son sólo una parte: en nuestro Archivo Nacional se hallan importantes documentos y manuscritos también saqueados en la ocupación de Lima, algunos sobre la Inquisición peruana, por ejemplo.
3. El inventario de Domeyko
A fines de marzo de 2006 una nota sacada de Internet apareció en mi escritorio de Diario Siete: “al inaugurar el moderno edificio de la Biblioteca de Perú, Sinesio López, su director, se quejó de que el gobierno chileno no les hubiera devuelto todavía los libros robados en 1881, siendo que estaba convenido. ¿Cómo? ¿Chile se había comprometido a devolver libros? ¿Había reconocido el saqueo y que se guardaban libros malhabidos en la Biblioteca Nacional? ¿Cuándo?”
En efecto, dos años antes, Perú pidió a Chile la devolución de bienes culturales arrebatados en la Guerra del Pacífico. Así fue como se creó una comisión confidencial en la Cancillería chilena para pesquisar cuáles de esos bienes se hallaban aún en nuestro territorio. Nadie conocía los resultados de esa comisión, que actuaba de forma ultrareservada. Recordando mis noches en la Sala Medina, planteé el tema en la pauta del diario. La incombustible sed por desentrañar tramas ocultas de Mónica González, nuestra directora, llevó a que me pusiera a investigar sobre los libros que reclamaba Sinesio López en Lima.
Las imágenes de aquellos volúmenes en mis manos en el verano de 1998 reaparecieron, pero sabía que era imposible volver a verlos. Intenté que fuentes de Cancillería contaran algo. Nada. Los historiadores a quienes recurrí decían ignorar el asunto. Sin embargo, hubo uno que me dio un nombre. Rafael Sagredo, el actual conservador de la Sala Medina, a quien conozco de hace años, me nombró a Ignacio Domeyko, el sabio polaco que fue rector de la Universidad de Chile en tiempos de la Guerra del Pacífico.
Siguiendo la pista de Sagredo revisé los dos tomos de las Memorias de Domeyko en la propia Biblioteca Nacional. Hallé un parrafito donde éste expresa su pesar porque “el gobierno chileno ordenó trasladar de Lima a Santiago la Biblioteca Nacional […], así como gabinetes, el observatorio, el instrumental quirúrgico y los laboratorios químicos no menos estropeados en el saqueo”. Y se queja de que todo ello había llegado a la universidad y de que lo hubieran designado para catalogar el botín. “Esta misión fue para mí de lo más desagradable y antipática, pues me recordaba lo que habían hecho los rusos con muchas bibliotecas y colecciones de la Universidad de Vilna”. Domeyko mandó hacer un minucioso inventario de los objetos traídos y publicó su lista en los diarios del gobierno. “Para que se viera el poco provecho que aportó al país ese robo y cuánto contribuirá para excitar animosidades entre dos naciones hermanas”, escribió en sus memorias.
¿Diarios de gobierno? ¿El Ferrocarril, El Mercurio? ¿El Diario Oficial? ¿Cómo el gobierno iba a publicar en el Diario Oficial el inventario de lo saqueado a Perú?
Luego de no encontrar absolutamente nada en El Ferrocarril, ni en El Mercurio, comencé a revisar el Diario Oficial pero, como Domeyko no habló de fechas, la tarea era oprobiosa. Varios días después, ya a punto de abandonar, lo hallé. Era la apoteosis del formalismo chileno: entre el lunes 22 y el miércoles 24 de agosto de 1881 el Diario Oficial reprodujo el inventario de lo robado. Bajo el título “Lista de libros traídos del Perú” se desglosa lo saqueado que llegó a Valparaíso en 103 grandes cajones y 80 bultos. Venían allí más de 10 mil volúmenes, colecciones mineralógicas, esqueletos, animales disecados, instrumentos de química y farmacia, astronomía y física, preparaciones anatómicas y otros objetos. Entre ellos, un esqueleto de un niño de 12 a 15 años y una caja con dos ejemplares de labios leporinos, según lo publicado.
Al leer la lista de los libros comprobé que había tenido algunos de esos volúmenes en mis manos en 1998: el extraordinario tomo de Teatro del mundo i del tiempo, de Giovanni Galluci (de 1611), el Compendio de las crónicas, de Garibay (de 1628), la edición original de Historia del Perú, de Garcilaso de la Vega (de 1617), la Crónica del Rei don Rodrigo (edición gótica de Toledo de 1549), el Cronicon francorum, de Aimondi (de 1603) y la Histoire general de voyages (17 volúmenes, de 1747).
Publiqué el reportaje “La verdad del saqueo a la Biblioteca de Lima” el 23 de abril de 2006 en Diario Siete, a menos de un mes de que el periódico desapareciera. No conté en esa nota mi personal relación con los libros expoliados, porque aquel dato entonces era secundario dada la trascendencia y abundancia informativa del valioso hallazgo encontrado en un microfilm de la Biblioteca Nacional. El diario La República, de Lima, lo reprodujo en portada y así fue como en Perú tuvieron la evidencia del saqueo 125 años después.
Periodistas de distintos medios peruanos me preguntaban por la reacción en Chile: casi ninguna, les dije. Sólo Nivia Palma, recién nombrada directora de la Dibam, había estado a la altura, encomendándole a la historiadora Ximena Cruzat un informe comparativo entre el inventario de Domeyko y lo que en efecto se conservaba en la principal biblioteca de Chile y las más de 300 que dependen de la Dibam en el país.
4. La traición
Volví en esos días a la Biblioteca Nacional y el clima era espeso: yo no era bien visto por ahí. Me sentí un poco traidor. Para decir la verdad, cuando hace nueve años tuve en mis manos libros con el sello peruano, mi avaricia fetichista de impresos polvorosos me llevó a lamentar la pérdida que significaría devolverlos a su legítimo dueño, pues eran piezas insustituibles. Fui cómplice del secreto al permitir el descarte de los libros marcados para la exposición en la Estación Mapocho durante la Cumbre. Ser cómplice de ladrones y de robos, e incluso llegar a ser ladrón, es algo mucho más familiar de lo que se cree. Yo fui uno de esos.
Sin embargo, cuando hallé la evidencia en el Diario Oficial se me hizo impresentable seguir en complicidad con ese acto de piratería. En marzo de este año el poeta y transcriptor Andrés Ajens hizo circular una carta pública exigiendo la devolución de los libros, que firmé junto a unos 50 ciudadanos de Perú, Bolivia y Chile. Un par de semanas después Nivia Palma, directora de Bibliotecas, Archivos y Museos, en un gesto noble, anunció que cerca de cuatro mil libros por fin serían devueltos. Hubo jolgorio en Lima: creían imposible que la memoria arrebatada podría devolvérseles y se impresionaban por el coraje de la chilena para desmentirlo. En Chile alguna gente —historiadores y políticos decimonónicos— se mordían la lengua de indignación.
El historiador Claudio Rolle también reconoce haber sido cómplice de un delito en 1989. Como yo, trabajó en una exposición sobre el bicentenario de la Revolución Francesa en la que se exhibió la edición original de la Enciclopedia de Diderot. Como tenía el timbre de la Biblioteca de Lima, se expuso con las páginas abiertas para ocultar la infamia. Para Rolle, lo más vergonzante es que todos estos libros han sido muy poco utilizados por los investigadores. “Los libros saqueados no son vistos como libros sino como un botín, y eso los volvió invisibles. En las distintas administraciones de la Biblioteca Nacional ha habido mala conciencia y han ocultado lo que saben. Por eso el gesto de Nivia Palma es muy valorable, pues con él se enfrenta a los Villalobos de este mundo”. Rolle se refiere a Sergio Villalobos, Premio Nacional de Historia y exdirector de la Dibam, quien dijo públicamente a propósito de esta controversia lo siguiente: “A los peruanos lo único que hay que devolverle son los saludos”.
Mariella Patriau, periodista peruana de Panamericana Televisión, estuvo recientemente en Chile para hacer un reportaje llamado “Lo que Chile se llevó”. Me preguntó, como si fuera gran cosa, qué me hizo revelar este ocultamiento de más de un siglo que ahora abría la posibilidad de recuperar la memoria y el patrimonio de su pueblo. Le dije que, al contrario de lo que ella podía pensar, lo hacía como un desesperado intento por recobrar nuestro alicaído patrimonio moral que, en mi caso, años antes, no había estado a la altura.
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