Por: Wilfredo Pérez Ruiz (*)
Cuando enfrentamos el dilema de exponer en público debemos determinar entre dos opciones: la disertación hablada o redactada. Uno y otro tienen sus características y, además, matices positivos y negativos. Al elegir la que protagonizaremos recomiendo tantear la más oportuna para el tópico, el acontecimiento, el contexto y el público.
El discurso es un género considerado como una herramienta del proceso de socialización encaminada a entretener, seducir, impresionar y/o conmover a través de ideas, preceptos y sentimientos. De allí la necesidad de definir con claridad el impacto que anhelamos generar. En tal virtud, son factores claves en su éxito saber el tema, precisar el objetivo, elaborar un esquema, ensayar y conocer la audiencia.
El discurso oral añade a la riqueza del contenido los atributos verbales y gestuales del conferencista. Es importante la preparación intelectual y comprometernos emocionalmente para lograr persuadir a los concurrentes. Si hablamos desprovistos de solidez, sólo estaremos transfiriendo información; lo que disminuirá la calidad de la predica y su ascendencia. Sugiero utilizar la mente, el corazón y el cuerpo para asegurar irradiar entusiasmo e identificación. Recuerde: para convencer, se debe estar convencido.
Éste tiene los siguientes e interesantes pormenores: hace uso de la materia fónica al transmitirse por el canal auditivo; es propicio para propagar la interacción social; suele estar menos sujeto a reglas y, por lo tanto, su estructura es sencilla (dependiendo la extensión); coexisten aspectos paralingüísticos (intensidad, timbre, ritmo); facilita mayor naturalidad y la introducción de elementos imprevistos en el esbozo original.
El secreto para una excelsa alocución consiste en practicar con constancia, disciplina y aprovechar cada oportunidad a su alcance para compartir, dialogar, dar sus puntos de vista, reflexionar, formular proposiciones, etc. Todo ello fortalecerá su autoestima y destreza interpersonal. Es terminante comprender su aporte en el afianzamiento de la memoria y la formación de esquemas mentales.
Por su parte, el discurso escrito es producido con la debida prolijidad lingüística y anticipación; reprime la espontaneidad; es un código, no se aprende de forma instintiva; planifica con exactitud su duración y la reacción que se pretende concebir; se origina en un diseño y suele estar más elaborado; reúne criterios más rígidos; lo único válido es lo apuntado y emplea con restricción el lenguaje somático. Tenga en cuenta que puede crear una subjetiva primera impresión de desconocimiento, precariedad, carencia de destreza para sustentar la cuestión asignada y que su intervención será prolongada y fatigosa; la esfera comunicacional es más reducida y la gente sospechará que otro lo escribió. ¡Recuerde!
Éste es beneficioso en eventos en los que debe entregarse a los participantes su texto por disposición de los organizadores. Ofrece la virtud de no dejarse llevar por la euforia y el estado anímico. Se concibe con antelación cada vocablo que, a su vez, obedece a un proceso minucioso de planeamiento y revisión. Someta al juicio crítico de otros su texto en el afán de prever su connotación.
Un par de requisitos que incontables veces se omiten: es imperativo su lectura impecable, inmejorable pronunciación y respetar la construcción gramatical. Observo discursos deslucidos como resultado de su deficiente leída. Puede acaecer lo contrario: uno sencillo adquiere realce al pronunciarse con prestancia. Estamos frente a un continuo descuido que, incluso, pasa inadvertido en quienes pretenden utilizarlo para sortear el apremio.
Eludo recomendar su uso y discrepo con quienes argumentan “carecer de capacidades como expositor” -como escucho con frecuencia- para apelar a éste. Si es posible, evite leer y elija el discurso oral: viabiliza que su cuerpo acompañe el ritmo de sus mensajes, impresiones y manifestaciones sensitivas. Su aplicación promueve el desarrollo de la personalidad, de las inteligencias múltiples y, por cierto, proyecta una innegable y sobresaliente imagen individual. Hablar lo entrenará para impulsar su locuacidad, dimensión expositiva e influencia colectiva.
Ambos poseen coincidencias: demandan la absoluta obligación de exhibir un boceto, propuestas, etc.; es importante incorporar una conclusión o las ideas centrales que se dejarán en la audiencia; demostrar solvencia, seguridad y aplomo; la cultura general contribuirá a alcanzar una intervención singular que incluya el sobrio arte de la retórica. Un asunto escasamente contemplado: mirar a los asistentes y exteriorizar plena adhesión con lo emitido por el tono de voz.
Jamás descuide la trascendencia de su expresión anatómica. Aconsejo aprovechar este magnífico mecanismo de comunicación que, al mismo tiempo, debe guardar coherencia con sus palabras, a fin de consolidar y ratificar lo revelado. El discurso libera, integra, socializa y recrear la grandeza creadora del hombre. Brinda la maravillosa oportunidad de ejercitar la palabra como medio activo, intenso e insustituible en la relación humana y en la expansión del pensamiento. Por último, recapacitemos acerca de la profundidad y vigencia de la frase del filósofo e historiador escocés Thomas Carlyle: “Los discursos que no conducen a alguna manera de acción más vale no pronunciarlos”.
(*) Docente, consultor en organización de eventos, protocolo, imagen profesional y etiqueta social. http://wperezruiz.blogspot.com/