Mircea Eliade interpreta los grandiosos monumentos megalíticos como una respuesta al mito indonesio: si nuestra vida es como la de los cereales, a través de la muerte se alcanza la fortaleza y la perennidad. Se regresa a la tierra para compartir el destino de las semillas, que se pudren y renacen; pero los muertos son místicamente asociados a los bloques de piedra y se hacen indestructibles como las rocas.
El culto megalítico a los muertos parece implicar la fe en la supervivencia del espíritu así como la confianza en el poder de los antepasados que nos pueden proteger durante nuestro camino. El concepto de los antepasados luchando al lado de los vivos es fundamental para comprender las concepciones existenciales de la mayor parte de las culturas. En las grandes religiones se ha camuflado, de una u otra forma, pero se mantiene con la supuesta mediación de los santos y de los espíritus buenos que luchan con los demonios; en una inútil pretensión de superar el enigma del bien y del mal. En los cultos animistas es universal el trato familiar con los antepasados; también en las grandes tradiciones de Oriente. Entre judíos, cristianos y mahometanos es fácil seguir esa relación para ayudar a los espíritus a superar las penas de las diversas concepciones de purgatorios.
El culto megalítico de los muertos implicaba ceremonias (procesiones, danzas,) ofrendas (alimentos, bebidas, fuego), sacrificios ofrecidos en las inmediaciones y banquetes rituales en las tumbas. Algunos menhires se erigieron separados de las sepulturas lo que permite suponer que fueran “sustitutivos del cuerpo” a los que se incorporaban las almas. Como dice H. Kirchner “un sustitutivo en piedra venía a ser un cuerpo para la eternidad”.
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