Los libros, mis amigos
¡Verdadera democracia y dictadura brutal!
Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Maurice Joly, Seix Barral, Barcelona 1977, pp. XVII-XXIII; Prólogo de Jean Francois Revel.
Por: Herbert Mujica Rojas
“Debemos felicitarnos de que el Diálogo de Maurice Joly haya sido descubierto y exhumado en 1948 y no en el curso de la década del sesenta. En Francia, bajo De Gaulle, por cierto hubiéramos corrido el peligro de que el hallazgo fuese considerado una superchería, tan numerosos son los pasajes del texto que pueden aplicarse a repúblicas como la gaullista. En 1948, nadie hubiera podido ver en la obra otra cosa que una curiosidad histórica, un ejemplo particularmente interesante de esta crítica embozada, alusiva, que los escritores franceses del Segundo Imperio elevaron a la categoría de género literario. Presentaba para los especialistas de aquel período —y sólo el especialista podía apreciarla en detalle- una excelente pintura y un minucioso análisis de los métodos de poder empleados por Napoleón III, aunque en verdad la pintura sólo era válida para éste. El lector de 1948 no podía atribuir alcance general de teoría política a ese régimen cuyas piezas Maquiavelo va ensamblando gozoso ante los ojos de un Montesquieu horrorizado y deslumbrado. Evidentemente, sólo la destreza del polemista conseguía vestir con apariencia de teoría y generalidad a lo que era la sátira de un caso único.
En la actualidad, las cosas han cambiado y se impone una nueva lectura del texto. No cabe duda de que el Maquiavelo “infernal” de Maurice Joly se revela como un verdadero teórico. Expone y desarrolla la idea de un despotismo moderno, no comprendido en ninguna de esas categorías dentro de las cuales la historia del siglo XX nos ha enseñado a distribuir los diversos tipos de regímenes posibles, y menos aún en las categorías de Montesquieu.
El problema propuesto consiste en saber cómo puede injertarse un poder autoritario en una sociedad acostumbrada de larga data a las instituciones liberales. Se trata de definir un “modelo” político que difiera de la verdadera democracia y de la dictadura brutal. Por su parte Montesquieu, el Montesquieu a quien Joly va a pescar a los infiernos, sostiene la tesis del continuo progreso de la democracia, de la liberalización y legalización crecientes de las instituciones y costumbres que harán imposible el retorno a ciertas prácticas. (¡Ay!, cuántas veces hemos escuchado ese “imposible” optimista… y cuántas veces, a quienes me aseguran que las cosas ya nunca volverán a ser como eran antes, desearía responderles: “Tiene usted razón”; serán peores”.) A ello contesta Maquiavelo que existe otra cosa o que es posible concebir otra cosa en materia de despotismo que no sea el despotismo “oriental”. Y así como el despotismo “oriental”, desde la muerte de Stalin, ha demostrado ser viable en forma colegiada y sin culto de la personalidad, al cual se lo creía ligado; así el despotismo moderno, cuya teoría elabora Joly, parece viable independientemente del “poder personal” al que nosotros espontáneamente lo vinculamos. En Francia, ha sobrevivido a De Gaulle. Que el autoritarismo sea personal o colegiado es una cuestión secundaria; lo que importa es la confiscación del poder, los métodos que es preciso seguir para que dicha confiscación sea tolerada —por los ciudadanos integrantes del grupo de aquellas sociedades que pertenecen históricamente a la tradición democrática occidental.
Estos métodos, la descripción que de ellos hace Joly, no pueden dejar de sacudir a un francés políticamente fogueado por la Quinta República. ¿Acaso no nos hallamos en un terreno conocido cuando leemos que el despotismo moderno se propone “no tanto violentar a los hombres como desarmarlos, no tanto combatir sus pasiones políticas como borrarlas, menos combatir sus instintos que burlarlos, no simplemente proscribir sus ideas sino trastocarlas, apropiándose de ellas? El primer cuidado que debe tener un régimen de derecha aggiornato es, en efecto, envolver la confiscación del poder en un ropaje de fraseología liberal. Joly percibe con clarividencia el papel que un régimen semejante asigna a la técnica de manipulación de la opinión pública. A esta opinión —y de paso ¿cómo no reconocer también aquí tantos procederes familiares?—, a esta opinión “es preciso aturdirla, sumirla en la incertidumbre mediante asombrosas contradicciones, obrar en ella incesantes distorsiones, desconcertarla mediante toda suerte de movimientos diversos…” ¿Cómo no identificar también una táctica clásica en nuestros tiempos cuando Joly hace que Maquiavelo aconseje al déspota moderno que multiplique las declaraciones izquierdizantes sobre política exterior con el objeto de ejercer más fácilmente la opresión en lo interno? Fingirse progresista platónico en el exterior, mientras en el país explota el terror a la anarquía, el miedo al desorden, cada vez que un movimiento reivindicativo traduce alguna aspiración de cambio………
Teórico avant la lettre de los mass media, nuestro Maquiavelo Segundo Imperio subraya con fuerza “el importante papel que, en materia de política moderna, está llamado a desempeñar el arte de la palabra”. Indica cómo se debe diseñar la fisonomía —“la imagen”, diríamos nosotros— del príncipe: insistir en la impenetrabilidad de sus designios, en su poder de simulación, en el misterio de su “verdadero” pensamiento. De este modo, la versatilidad del jefe, al amparo de su mutismo, parece profundidad, y su oportunismo enigmático sabiduría; se olvidan los mediocres resultados de su accionar por medio de palabras pomposas, pues se termina por no distinguir una cosa de otra.
El artículo esencial de esta técnica para manejar la opinión pública se refiere por supuesto a las relaciones entre el poder y la prensa. También en este caso Joly percibe claramente que el despotismo moderno no debe de ninguna manera suprimir la libertad de prensa, lo cual sería una torpeza, sino canalizarla, guiarla a la distancia, empleando mil estratagemas, cuya enumeración constituye uno de los más sabrosos capítulos del Diálogo entre Maquiavelo y Montesquieu. La más inocente de tales artimañas es, por ejemplo, la de hacerse criticar por uno de los periódicos a sueldo a fin de mostrar hasta qué punto se respeta la libertad de expresión. A la inversa de lo que ocurre en el despotismo oriental, conviene al despotismo moderno dejar en libertad a un sector de la prensa (suscitando, empero, una saludable propensión a la autocensura por medio de un depurado arte de la intimidación); y, en otro sector, el Estado mismo debe hacerse periodista. Visión profética, tanto más si se tiene en cuenta que Joly no pudo prever la electrónica, ni que llegaría el día en que el Estado podría apropiarse del más influyente de todos los órganos de prensa de un país: la radio-televisión.
Uno de los pilares del despotismo moderno es, entonces, la subinformación que, por un retorno del efecto sobre la causa, cuanto mayor es, menos la perciben los ciudadanos. Todo el arte de oprimir consiste en saber cuál es el umbral que no conviene trasponer, ya sea en el sentido de una censura demasiado conspicua como en el de una libertad real. Y, por añadidura, el potentado puede contar con una certeza de que difícilmente la masa ciudadana se indigna por un problema de prensa o de información. Sabe que en lo íntimo el periodista es entre ellos más impopular que el político que lo amordaza. Y bien lo hemos podido comprobar nosotros mismos en París, en 1968, ante la indiferencia con que la opinión pública abandonó a los huelguistas de la televisión francesa a las represalias del poder.
Se trata de la destrucción de los partidos políticos y de las fuerzas colectivas, de quitar prácticamente al Parlamento la iniciativa con respecto a las leyes y transformar el acto legislativo en una homologación pura y simple, de politizar el papel económico y financiero del Estado a través de las grandes instituciones de crédito, de utilizar los controles fiscales, ya no para que reine la equidad fiscal sino para satisfacer venganzas partidarias e intimidar a los adversarios, de hacer y deshacer constituciones sometiéndolas en bloque al referéndum, sin tolerar que se las discuta en detalle, de exhumar viejas leyes represivas sobre la conservación del orden para aplicarlas en general fuera del contexto que les dio nacimiento (por ejemplo, una guerra extranjera terminada hace rato), de crear jurisdicciones excepcionales, cercenar la independencia de la magistratura, definir el “estado de emergencia”, fabricar diputados “incondicionales” 1, bloquear la ley financiera por el procedimiento de la “depresupuestación” (si el vocablo no existe, existe el hecho), promover una civilización policial, impedir a cualquier precio la aplicación del hábeas corpus; nada de todo esto omite este manual del déspota moderno sobre el arte de transformar insensiblemente una república en un régimen autoritario o, de acuerdo con la feliz fórmula de Joly, sobre el arte de “desquiciar” las instituciones liberales sin abrogarlas expresamente. La operación supone contar con el apopo popular y que el pueblo (lo repito por ser condición indispensable) esté subinformado; que, privado de información, tenga cada vez menos necesidad de ella, a media que le vaya perdiendo el gusto.
Por consiguiente, la dictadura puede afirmarse con fuerza a través del rodeo de las relaciones públicas. Pero, claro está, cuando se torna necesario, parafraseando una expresión de Clausewitz, el mantenimiento del orden no es otra cosa que las relaciones públicas conducidas por otros medios. Las diferentes controversias acerca de la dictadura, el “fascismo”, etc., son vanas y aproximativas si se reduce la esencia del régimen autoritario únicamente a ciertas formas de su encarnación histórica. Pretender que un detentador del poder no es un dictador porque no se asemeja a Hitler equivale a decir que la única forma de robo es el asalto, o que la única forma de violencia es el asesinato. Lo que caracteriza a la dictadura es la confusión y concentración de poderes, el triunfo de la arbitrariedad sobre el respeto a las instituciones, sea cual fuere la magnitud de tal usurpación; lo que la caracteriza es que el individuo no está jamás al abrigo de la injusticia cuando sólo la ley lo ampara. No se trata sólo de los medios para alcanzar tales resultados. Es evidente que esos medios no pueden ser los mismos en todas partes. Las técnicas de la confiscación del poder en las modernas sociedades industriales de tradición liberal, donde el espíritu crítico es por lo demás una tradición que hay que respetar, un academicismo casi, donde existe una cultura jurídica, no pueden ajustarse al modelo del despotismo ruso o libio. Más aún, la confiscación del poder, cuando se realiza en tiempos de paz y prosperidad, no puede asemejarse, ni por su intensidad ni su estilo, a una dictadura, instaurada a continuación de una guerra civil, en un país económicamente atrasado y sin tradiciones de libertad.
Lo que Maurice Joly aporta, entonces, a la ciencia política, es la definición exacta y la descripción minuciosa de un régimen muy particular: el de la democracia desvirtuada, llamada cesarismo por los antiguos. Pero este es un cesarismo moderno, que luce el ropaje del sistema político nacido de Montesquieu; un cesarismo de levita, por así decir, o, lo que es igual, con disfraz de teatro.
La democracia desvirtuada tiene sus propias características. En estos tiempos en que, en aras a la invectiva, o por no desesperar o para ahorrarse el esfuerzo de analizar, se confunden los conceptos, conviene subrayar el hecho que este régimen no es el totalitarismo ni tampoco el autoritarismo de las dictaduras clásicas.
Al origen del cesarismo se halla, desgraciadamente, la voluntad popular. Como escribió un gran historiador de Roma, Jeróme Carcopino, “es propio del cesarismo apoyarse justamente en la voluntad de aquellos a quienes aniquila políticamente”. Napoleón III, cuyo savoir-faire estudia Maurice Joly, perpetró sin dudas un golpe de Estado. Pero no hay que olvidar que ya antes había sido elegido, con gran mayoría de votos, presidente de la Segunda República francesa: ¡el primer jefe de Estado de la historia europea, elegido por sufragio universal directo! Y, que después de su golpe de Estado, se sirvió, regularmente, y con invariable éxito del plebiscito.
Es precisamente con un indiscutible apoyo popular que los monarcas elegidos reducen a la impotencia a sus adversarios. Y digo impotencia, y no silencio. La intención y la astucia de los agentes de este tipo de régimen son el crear una mezcla de democracia y dictadura al que yo aplico el neologismo de “democradura” 2, que designa el uso abusivo del principio de la mayoría. Este régimen no es ni totalitarismo ni dictadura clásica, como tampoco el totalitarismo es sinónimo de dictadura clásica”. 3
El totalitarismo exige mucho más del ciudadano que, a su modo, la dictadura o democradura. Estas últimas no se interesan más que por el poder político y el económico. Si el ciudadano no molesta y no dice nada, no tendrá problemas. Basta con su pasividad. El totalitarismo, en cambio, pretende hacer de cada ciudadano un militante. La sumisión no le basta, exige el fervor. La diferencia entre un régimen simplemente autoritario y uno totalitario está en que el primero quiere que se le ataque, y el segundo considera un ataque todo lo que no es un elogio. Al primero le basta con que no se le desfavorezca; el segundo pretende además que nada se haga que no le favorezca.
La lección más importante que da el libro de Maurice Joly es que la democracia no consiste solamente en que haya apoyo popular —los peores potentados a menudo lo tuvieron— sino en que haya reglas que codifiquen el derecho absoluto del hombre a gobernarse a sí mismo. Como dice Edmond Burke en sus Reflections on the Revolution in France, el primer derecho del hombre en una sociedad civilizada es el de estar protegido contra las consecuencias de su propia necedad.
Y ello, a mayor razón, puesto que el cinismo político, contrariamente a lo que se suele creer, es ineficiente. Los dos jefes de Estado franceses que han dejado al país en la más catastrófica situación económica, diplomática y moral, han sido los dos más cínicos y fieles discípulos de Maquiavelo: me refiero a Luis XIV y a Napoleón I. Por mi parte, no les confiaría ni una tienda de pueblo: sería la quiebra al cabo de un año.
Gran verdad la que pone Joly en boca de su Montesquieu: “Unos años de anarquía son a veces menos funestos que varios años de silencioso despotismo”.
Jean Francois Revel
1) No vemos que exista sustancial diferencia entre el compromiso exigido a los candidatos gaullistas de aprobar por anticipado la política del jefe de Estado sin conocerla y el “juramento previo” exigido por Napoleón III a sus futuros diputados.
2) Jean Francois Revel, Las ideas de nuestro tiempo, Organización Editorial Madrid, 1972; pp. 208-210.
3) Ibid. pp. 47-51 “La cultura totalitaria”.
El problema propuesto consiste en saber cómo puede injertarse un poder autoritario en una sociedad acostumbrada de larga data a las instituciones liberales. Se trata de definir un “modelo” político que difiera de la verdadera democracia y de la dictadura brutal. Por su parte Montesquieu, el Montesquieu a quien Joly va a pescar a los infiernos, sostiene la tesis del continuo progreso de la democracia, de la liberalización y legalización crecientes de las instituciones y costumbres que harán imposible el retorno a ciertas prácticas. (¡Ay!, cuántas veces hemos escuchado ese “imposible” optimista… y cuántas veces, a quienes me aseguran que las cosas ya nunca volverán a ser como eran antes, desearía responderles: “Tiene usted razón”; serán peores”.) A ello contesta Maquiavelo que existe otra cosa o que es posible concebir otra cosa en materia de despotismo que no sea el despotismo “oriental”. Y así como el despotismo “oriental”, desde la muerte de Stalin, ha demostrado ser viable en forma colegiada y sin culto de la personalidad, al cual se lo creía ligado; así el despotismo moderno, cuya teoría elabora Joly, parece viable independientemente del “poder personal” al que nosotros espontáneamente lo vinculamos. En Francia, ha sobrevivido a De Gaulle. Que el autoritarismo sea personal o colegiado es una cuestión secundaria; lo que importa es la confiscación del poder, los métodos que es preciso seguir para que dicha confiscación sea tolerada —por los ciudadanos integrantes del grupo de aquellas sociedades que pertenecen históricamente a la tradición democrática occidental.
Estos métodos, la descripción que de ellos hace Joly, no pueden dejar de sacudir a un francés políticamente fogueado por la Quinta República. ¿Acaso no nos hallamos en un terreno conocido cuando leemos que el despotismo moderno se propone “no tanto violentar a los hombres como desarmarlos, no tanto combatir sus pasiones políticas como borrarlas, menos combatir sus instintos que burlarlos, no simplemente proscribir sus ideas sino trastocarlas, apropiándose de ellas? El primer cuidado que debe tener un régimen de derecha aggiornato es, en efecto, envolver la confiscación del poder en un ropaje de fraseología liberal. Joly percibe con clarividencia el papel que un régimen semejante asigna a la técnica de manipulación de la opinión pública. A esta opinión —y de paso ¿cómo no reconocer también aquí tantos procederes familiares?—, a esta opinión “es preciso aturdirla, sumirla en la incertidumbre mediante asombrosas contradicciones, obrar en ella incesantes distorsiones, desconcertarla mediante toda suerte de movimientos diversos…” ¿Cómo no identificar también una táctica clásica en nuestros tiempos cuando Joly hace que Maquiavelo aconseje al déspota moderno que multiplique las declaraciones izquierdizantes sobre política exterior con el objeto de ejercer más fácilmente la opresión en lo interno? Fingirse progresista platónico en el exterior, mientras en el país explota el terror a la anarquía, el miedo al desorden, cada vez que un movimiento reivindicativo traduce alguna aspiración de cambio………
Teórico avant la lettre de los mass media, nuestro Maquiavelo Segundo Imperio subraya con fuerza “el importante papel que, en materia de política moderna, está llamado a desempeñar el arte de la palabra”. Indica cómo se debe diseñar la fisonomía —“la imagen”, diríamos nosotros— del príncipe: insistir en la impenetrabilidad de sus designios, en su poder de simulación, en el misterio de su “verdadero” pensamiento. De este modo, la versatilidad del jefe, al amparo de su mutismo, parece profundidad, y su oportunismo enigmático sabiduría; se olvidan los mediocres resultados de su accionar por medio de palabras pomposas, pues se termina por no distinguir una cosa de otra.
El artículo esencial de esta técnica para manejar la opinión pública se refiere por supuesto a las relaciones entre el poder y la prensa. También en este caso Joly percibe claramente que el despotismo moderno no debe de ninguna manera suprimir la libertad de prensa, lo cual sería una torpeza, sino canalizarla, guiarla a la distancia, empleando mil estratagemas, cuya enumeración constituye uno de los más sabrosos capítulos del Diálogo entre Maquiavelo y Montesquieu. La más inocente de tales artimañas es, por ejemplo, la de hacerse criticar por uno de los periódicos a sueldo a fin de mostrar hasta qué punto se respeta la libertad de expresión. A la inversa de lo que ocurre en el despotismo oriental, conviene al despotismo moderno dejar en libertad a un sector de la prensa (suscitando, empero, una saludable propensión a la autocensura por medio de un depurado arte de la intimidación); y, en otro sector, el Estado mismo debe hacerse periodista. Visión profética, tanto más si se tiene en cuenta que Joly no pudo prever la electrónica, ni que llegaría el día en que el Estado podría apropiarse del más influyente de todos los órganos de prensa de un país: la radio-televisión.
Uno de los pilares del despotismo moderno es, entonces, la subinformación que, por un retorno del efecto sobre la causa, cuanto mayor es, menos la perciben los ciudadanos. Todo el arte de oprimir consiste en saber cuál es el umbral que no conviene trasponer, ya sea en el sentido de una censura demasiado conspicua como en el de una libertad real. Y, por añadidura, el potentado puede contar con una certeza de que difícilmente la masa ciudadana se indigna por un problema de prensa o de información. Sabe que en lo íntimo el periodista es entre ellos más impopular que el político que lo amordaza. Y bien lo hemos podido comprobar nosotros mismos en París, en 1968, ante la indiferencia con que la opinión pública abandonó a los huelguistas de la televisión francesa a las represalias del poder.
Se trata de la destrucción de los partidos políticos y de las fuerzas colectivas, de quitar prácticamente al Parlamento la iniciativa con respecto a las leyes y transformar el acto legislativo en una homologación pura y simple, de politizar el papel económico y financiero del Estado a través de las grandes instituciones de crédito, de utilizar los controles fiscales, ya no para que reine la equidad fiscal sino para satisfacer venganzas partidarias e intimidar a los adversarios, de hacer y deshacer constituciones sometiéndolas en bloque al referéndum, sin tolerar que se las discuta en detalle, de exhumar viejas leyes represivas sobre la conservación del orden para aplicarlas en general fuera del contexto que les dio nacimiento (por ejemplo, una guerra extranjera terminada hace rato), de crear jurisdicciones excepcionales, cercenar la independencia de la magistratura, definir el “estado de emergencia”, fabricar diputados “incondicionales” 1, bloquear la ley financiera por el procedimiento de la “depresupuestación” (si el vocablo no existe, existe el hecho), promover una civilización policial, impedir a cualquier precio la aplicación del hábeas corpus; nada de todo esto omite este manual del déspota moderno sobre el arte de transformar insensiblemente una república en un régimen autoritario o, de acuerdo con la feliz fórmula de Joly, sobre el arte de “desquiciar” las instituciones liberales sin abrogarlas expresamente. La operación supone contar con el apopo popular y que el pueblo (lo repito por ser condición indispensable) esté subinformado; que, privado de información, tenga cada vez menos necesidad de ella, a media que le vaya perdiendo el gusto.
Por consiguiente, la dictadura puede afirmarse con fuerza a través del rodeo de las relaciones públicas. Pero, claro está, cuando se torna necesario, parafraseando una expresión de Clausewitz, el mantenimiento del orden no es otra cosa que las relaciones públicas conducidas por otros medios. Las diferentes controversias acerca de la dictadura, el “fascismo”, etc., son vanas y aproximativas si se reduce la esencia del régimen autoritario únicamente a ciertas formas de su encarnación histórica. Pretender que un detentador del poder no es un dictador porque no se asemeja a Hitler equivale a decir que la única forma de robo es el asalto, o que la única forma de violencia es el asesinato. Lo que caracteriza a la dictadura es la confusión y concentración de poderes, el triunfo de la arbitrariedad sobre el respeto a las instituciones, sea cual fuere la magnitud de tal usurpación; lo que la caracteriza es que el individuo no está jamás al abrigo de la injusticia cuando sólo la ley lo ampara. No se trata sólo de los medios para alcanzar tales resultados. Es evidente que esos medios no pueden ser los mismos en todas partes. Las técnicas de la confiscación del poder en las modernas sociedades industriales de tradición liberal, donde el espíritu crítico es por lo demás una tradición que hay que respetar, un academicismo casi, donde existe una cultura jurídica, no pueden ajustarse al modelo del despotismo ruso o libio. Más aún, la confiscación del poder, cuando se realiza en tiempos de paz y prosperidad, no puede asemejarse, ni por su intensidad ni su estilo, a una dictadura, instaurada a continuación de una guerra civil, en un país económicamente atrasado y sin tradiciones de libertad.
Lo que Maurice Joly aporta, entonces, a la ciencia política, es la definición exacta y la descripción minuciosa de un régimen muy particular: el de la democracia desvirtuada, llamada cesarismo por los antiguos. Pero este es un cesarismo moderno, que luce el ropaje del sistema político nacido de Montesquieu; un cesarismo de levita, por así decir, o, lo que es igual, con disfraz de teatro.
La democracia desvirtuada tiene sus propias características. En estos tiempos en que, en aras a la invectiva, o por no desesperar o para ahorrarse el esfuerzo de analizar, se confunden los conceptos, conviene subrayar el hecho que este régimen no es el totalitarismo ni tampoco el autoritarismo de las dictaduras clásicas.
Al origen del cesarismo se halla, desgraciadamente, la voluntad popular. Como escribió un gran historiador de Roma, Jeróme Carcopino, “es propio del cesarismo apoyarse justamente en la voluntad de aquellos a quienes aniquila políticamente”. Napoleón III, cuyo savoir-faire estudia Maurice Joly, perpetró sin dudas un golpe de Estado. Pero no hay que olvidar que ya antes había sido elegido, con gran mayoría de votos, presidente de la Segunda República francesa: ¡el primer jefe de Estado de la historia europea, elegido por sufragio universal directo! Y, que después de su golpe de Estado, se sirvió, regularmente, y con invariable éxito del plebiscito.
Es precisamente con un indiscutible apoyo popular que los monarcas elegidos reducen a la impotencia a sus adversarios. Y digo impotencia, y no silencio. La intención y la astucia de los agentes de este tipo de régimen son el crear una mezcla de democracia y dictadura al que yo aplico el neologismo de “democradura” 2, que designa el uso abusivo del principio de la mayoría. Este régimen no es ni totalitarismo ni dictadura clásica, como tampoco el totalitarismo es sinónimo de dictadura clásica”. 3
El totalitarismo exige mucho más del ciudadano que, a su modo, la dictadura o democradura. Estas últimas no se interesan más que por el poder político y el económico. Si el ciudadano no molesta y no dice nada, no tendrá problemas. Basta con su pasividad. El totalitarismo, en cambio, pretende hacer de cada ciudadano un militante. La sumisión no le basta, exige el fervor. La diferencia entre un régimen simplemente autoritario y uno totalitario está en que el primero quiere que se le ataque, y el segundo considera un ataque todo lo que no es un elogio. Al primero le basta con que no se le desfavorezca; el segundo pretende además que nada se haga que no le favorezca.
La lección más importante que da el libro de Maurice Joly es que la democracia no consiste solamente en que haya apoyo popular —los peores potentados a menudo lo tuvieron— sino en que haya reglas que codifiquen el derecho absoluto del hombre a gobernarse a sí mismo. Como dice Edmond Burke en sus Reflections on the Revolution in France, el primer derecho del hombre en una sociedad civilizada es el de estar protegido contra las consecuencias de su propia necedad.
Y ello, a mayor razón, puesto que el cinismo político, contrariamente a lo que se suele creer, es ineficiente. Los dos jefes de Estado franceses que han dejado al país en la más catastrófica situación económica, diplomática y moral, han sido los dos más cínicos y fieles discípulos de Maquiavelo: me refiero a Luis XIV y a Napoleón I. Por mi parte, no les confiaría ni una tienda de pueblo: sería la quiebra al cabo de un año.
Gran verdad la que pone Joly en boca de su Montesquieu: “Unos años de anarquía son a veces menos funestos que varios años de silencioso despotismo”.
Jean Francois Revel
1) No vemos que exista sustancial diferencia entre el compromiso exigido a los candidatos gaullistas de aprobar por anticipado la política del jefe de Estado sin conocerla y el “juramento previo” exigido por Napoleón III a sus futuros diputados.
2) Jean Francois Revel, Las ideas de nuestro tiempo, Organización Editorial Madrid, 1972; pp. 208-210.
3) Ibid. pp. 47-51 “La cultura totalitaria”.