Capitalismo sin propiedad
por Daniel Innerarity
La desestructuración del mundo actual se debe, en buena medida, a una serie de cambios que no pueden ser ni comprender ni regulados con los instrumentos que teníamos. El mundo se nos presenta como una realidad común, sin dueño, en el que es difícil establecer responsabilidades o asignar competencias.
Esta falta de formato se corresponde con una profunda transformación del concepto de propiedad; se podría hablar incluso de su liquidación en un “capitalismo sin propiedad”.
El Estado moderno privilegia la propiedad y los propietarios. Todos los ordenamientos jurídicos conceden una gran importancia a la protección de la propiedad y desconfían de las realidades sin dueño. Tres cuartas partes de los artículos del Código civil de 1784 se referían a la propiedad como el centro de las relaciones y de los conflictos en una sociedad. En el artículo segundo de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, la propiedad está entre los derechos fundamentales, junto a la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión. ¿Qué pasa cuando el funcionamiento del capitalismo puede renunciar a la ética de la propiedad porque ya no la necesita? ¿Qué ocurre cuando ya no requiere de la propiedad (sus vínculos y sus obligaciones) para proporcionar al mercado los impulsos necesarios? Esta es la cuestión que actualmente se nos plantea y que requiere un nuevo tipo de gobernanza.
El capitalismo globalizado no necesita a la propiedad y sus virtudes cívicas. Ha entrado en un estado de autonomía o auto-reflexividad en el que se puede mantener en movimiento sin la civilidad que caracterizaba a eso que Macpherson llamó el “individualismo posesivo”.
Donde mejor se comprueba la dimensión de este capitalismo sin propiedad es en la economía financiera y en el mundo de la bolsa. La acción es la nueva versión de la propiedad. Aunque no toda propiedad tenga que ver directa o indirectamente con la posesión de acciones, es en la bolsa donde se decide en última instancia el valor de la propiedad. Son los mercados financieros globales los que establecen el tipo de expectativas que determinan los movimientos de capital a través de las acciones.
Si antes la propiedad simbolizaba continuidad, voluntad de transmisión hacia la posteridad y, por tanto, de eternizar de algún modo la propia existencia, ahora ha de prescindir de tales pretensiones y convertirse en la disposición de reaccionar continuamente a los movimientos del mercado bursátil. La fluidificación de la propiedad en la acción se corresponde con la transformación de la propiedad en expectativa. El éxito consiste en adaptarse con habilidad, sin generación ni responsabilidad, sobre todo sin las responsabilidades civiles de la propiedad. El accionista ha de aumentar el valor de sus acciones, pero no con la intención de fortalecer el tesoro de su propiedad como patrimonio heredable.
El actual accionista no sabe la mayor parte de las veces en qué está participando con sus acciones ni cómo es dirigida la empresa de la que es copropietario y sigue con pasividad las indicaciones que establecen los grandes poderes de inversión. Sólo aparentemente es dueño de su propiedad. Y al mismo tiempo es una presa fácil de reacciones de pánico, botín de unos movimientos de capital que ya no reflejan tanto el valor objetivo de las cosas como las oscilaciones emocionales.
Si esto es así, entonces cabría cuestionar la función económica de la propiedad de las acciones, a saber, la de proporcionar una señal de progreso y crecimiento en el tumulto de las fuerzas del mercado. Aunque las acciones sean necesarias para legitimar el mercado, funcionan cada vez más como claqueur de los movimientos de capitales y del devenir de las empresas, que sólo unos pocos pueden interpretar. La fuerza económica y social de las acciones consiste teóricamente en que sitúan a sus propietarios en el centro de la actividad capitalista, a los que convierte en empresarios. Pero lo cierto es que apenas queda nada de esto para la gran mayoría de los pequeños y medios accionistas. La acción se limita a ser una expectativa de incremento de valor, pero no pertenece al mundo de la propiedad, con la que su propietario pudiera identificarse como algo disponible.
Un capitalismo así configurado no necesita aparentemente marcos estables para mantener su permanente agitación. Pero una de las cosas que la crisis económica ha puesto de relieve es que o encontramos un equivalente funcional para las tareas que realizaban los Estados cuando había un capitalismo de propietarios o el actual capitalismo sin propiedad ocasionará fallos de mercado que como sociedades civilizadas no nos podemos permitir.
Catedrático de Filosofía Política y Social, investigador en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Centro de Colaboraciones Solidarias