“¿Quién hubiera pensado que las lágrimas llegarían a ser una vez nuestra lengua común?”, exclamaba desde su micrófono un reportero de la televisión turca tras el maremoto que asoló la costa este de Sumatra a finales de 2004 y que, según cifras oficiales, se llevó la vida de 230.000 personas.
Estas palabras eran su comentario ante la reconciliación, al menos durante la catástrofe, de la enemistada región del archipiélago indonesio y el sudeste asiático. Las grandes desgracias globales como el cambio climático, las crisis financieras o el terrorismo hacen que desaparezcan los antagonismos y nos unen en una única acción conjunta para salvar el mundo.
Ulrich Beck, sociólogo alemán y estudioso de los procesos de globalización, acuñó en 1986 el término de la “sociedad del riesgo” para explicar las transformaciones que han dado pie al comienzo de la posmodernidad a partir de la caída del muro de Berlín. El concepto adquiere significación por los incuestionables avances de la modernidad, sobre todo durante el siglo XX. Hitos que han tenido consecuencias indirectas y en parte inesperadas como la inseguridad ciudadana y los nuevos peligros para los que ya nadie tiene remedio.
Vivimos en un mundo de porcelana que amenaza con romperse en mil pedazos a causa de la proliferación de riesgos desconocidos en el pasado pero incuestionables en el presente. Los medios de comunicación son los encargados de poner el grito en el cielo para que las grietas del planeta se mantengan unidas. Los movimientos sociales, de protestar y pedir explicaciones por la pasividad de los Estados y las multinacionales, ambos siempre culpables de las emergencias planetarias. Pero, ¿quién decide qué es un riesgo extensible para toda la humanidad? Quizás, también, los propios responsables de proponer remiendos para los descosidos dada la ausencia de soluciones definitivas.
Peligros nocivos para la salud como los campos electromagnéticos que producen las antenas de telefonía móvil, la gripe aviar identificada como la fuente más probable de una futura pandemia humana o la exposición prolongada a los rayos del sol como causante principal del cáncer de piel son riesgos reales que condicionan la vida de los ciudadanos bajo un velo de miedo. Algo que la economía y la burocracia saben aprovechar muy bien a costa de un individuo desconfiado que agradece los esfuerzos institucionales por garantizar su seguridad, aunque ello conlleve la restricción de sus libertades. La prohibición de llevar líquidos en los aviones es un ejemplo claro de la influencia que tiene en la cotidianeidad de las personas “la espada de Damocles” que supone el terrorismo internacional para la sociedad raída en la incertidumbre.
Para sobrellevar tanta indefinición, la sociedad del hoy necesita de artificios que prometan un futuro plausible en el mañana. Algo en qué confiar. “In God we trust”, sugieren los dólares americanos desde 1864. “In Obama we trust”, coinciden propios y extraños tras la reciente elección de un nuevo líder carismático como presidente de la “aldea global” de la que ya todos formamos parte. Venga de Dios, del capital o de un “ángel salvador” la creencia de que otro mundo es posible es una realidad guiada por la presencia formal de un nosotros que no entiende de fronteras ni visados. He aquí el nacimiento del cosmopolitismo como alternativa.
Una política eficiente para suavizar los efectos del cambio climático, un plan de restructuración económica para hacer frente a la crisis o una respuesta contundente contra el terrorismo son algunas de las metas que ya pueden ser articuladas, por desgracia o por fortuna, con la gramática común de la lengua de las lágrimas. Las cicatrices que las grandes catástrofes han dejado en el pasado han creado, a su vez, un sentimiento colectivo inédito que adolece de los mismos males y que se esfuerza en las mismas prevenciones. En aprender a pensar en colectivo está la esperanza del mundo de que sus próximos llantos no sean de pena sino de progreso.
* Periodista
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