Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Para la cultura universal es un drama completo lo que está sucediendo a Palmira, el histórico recinto urbano del mundo antiguo ubicado a 205 km al este de Damasco, la capital de Siria. El Estado Islámico (EI), que desde el mes de mayo controla la región donde yace la milenaria y emblemática urbe, acaba de detonar una serie de explosivos que prácticamente han acabado con el célebre Arco de Triunfo, de 2000 años de antigüedad y que marcaba la entrada de esta ciudadela, inscrita por la UNESCO como patrimonio mundial de la humanidad. La misma mala suerte han corrido en agosto último los templos más hermosos de Palmira: Bel y Baalshamin.
En setiembre el grupo yihadista destruyó varias de las célebres torres funerarias del lugar, únicas en el mundo. La comunidad internacional debe evitar la destrucción total de Palmira, considerada “la perla del desierto” sirio. La tragedia que impacta en la memoria colectiva de este país y de la humanidad da cuenta que ya van más de 900 monumentos o emplazamientos arqueológicos que han sido dañados o destruidos en los cuatro años y medio que lleva el conflicto.
La UNESCO, fundada en 1945 como organismo especializado de la ONU, y que es la entidad responsable de la protección jurídica internacional del patrimonio cultural, en estas circunstancias poco puede hacer dado que el conflicto interno se ha vuelto dominante. A pesar de contar con convenios de protección de los bienes culturales en conflictos armados -el más notorio: la “Convención para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado” (1954)-, poco podrá hacer para evitar el imperio de la barbarie sobre Palmira.
Correo, 07.10.2015
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