Por Juan Manuel Robles
Yo pensé que ya habían superado la Evofobia. Veo que no. La animadversión por el líder boliviano comenzó hace mucho tiempo en el Perú, con una enorme cuota de arrogancia: éramos el país que había superado la crisis fujimorista, con un presidente alcohólico pero funcional a punto de acabar su mandato, y mirábamos al hermano país como quien ve a un pariente pobre, a un primo problemático y algo idiota que no se ha dado cuenta de que la solución al subdesarrollo está en la mente. Nuestras mentes, más fuertes que nunca, más positivas que nunca, las ganas de triunfar y siempre con la frente en alto (sí, vendemos piedras, y qué). En esos días alguien que estudiaba en la Pacífico me dijo, criticando mi simpatía por Morales:
—De qué te sirve su lucha si Bolivia se ha quedado con inversión cero. Se jodieron.
La inversión cero era el resultado del boicot de la derecha y los empresarios picones, que saben cómo castigar a los líderes mataperreros que escupen la mano que les dio de comer. Pero Bolivia tenía gas y litio*, y sus nuevos gobernantes sabían que había con qué plantarse. Comenzó así una resistencia histórica, que repelió intentos de boicot y de golpes, separatismo de extrema derecha, atentados; el MAS prevaleció.
En el Perú, los diarios de la derecha y del progresismo arco iris seguían haciendo parodia: “La última de Evo” titulaban, cuando llegaba alguna de esas notas burlonas. Evo, bolivianito folclórico; ay, pobre país. Qué bueno que nosotros ya superamos esa etapa.
Una vez me invitaron a un evento de periodistas en Cajamarca, y dije que encantado iba, siempre y cuando no hubiera financiamiento de alguna minera. Se lo conté a los periodistas limeños que habían ido al evento conmigo, mientras cenábamos. Uno de ellos, el liberal de moda, abrió los ojos cuando escuchó mi exigencia principista.
—Qué pasa, Robles, estás muy Evo Morales hoy.
Y empezó a reírse, muy claro y directo.
Tiempo atrás, un histórico diario progresista había tomado una decisión que fingieron difícil: apoyar a Alan García para las elecciones de 2006. Parte de esa toma de postura era ir contra el líder boliviano. Me enteré de primera fuente del caso de un periodista que iba a entrar como editor a ese diario, pero con un telefonazo tuvo que irse a su casa porque un alto mando comentó que era "pro-Evo Morales". Vil ofidio, el periodismo.
Ay, esos años. Nunca voy a olvidar cuando un videoblogger se fue al Parque Kennedy a hacer una encuesta de cómo se ve un "verdadero peruano"—en alusión a una estupidez racial dicha por Alan García—, y puso varios retratos, entre ellos, como broma, el de Evo Morales. Pues no pocos contestaron que Morales parecía el más peruano de la galería. Vamos: Evo siempre fue uno de los nuestros, que fuera boliviano era casi un accidente; veíamos a Morales y recordábamos demasiadas cosas muy nuestras.
Tal vez por eso mismo era visto como amenaza, la mecha que puede prender. El indio encabronado. La pesadilla.
Luego llegó Humala, y, como sabemos, lo más izquierdista que ocurrió en ese gobierno pasó en la imaginación paranoica de la derecha bruta y achorada. Había columnistas que hablaban de la presencia de espías cubanos infiltrados como maestros. La impostura izquierdista del gobierno ya se había desarmado como cualquier cosito, y Nadine Heredia cerraba tratos con el MEF, pero ahí seguían los noicos de la derecha, con su cantaleta de la conspiración chavista.
Un día, este nuevo macartismo llegó a mi casa. Mi padre fue acusado de ser parte de la “conexión boliviana”. Un “reportaje” mostraba ese vínculo y hablaba de una evidencia irrefutable en su contra: en su oficina del diario La Primera —decía el informante—, el señor Robles tenía... ¡un afiche de Evo Morales! También —y más grave— se sabía de la existencia de una foto con Evo en el estadio Hernando Siles de La Paz.
Ahora que lo pienso, en el progresismo la Evofobia creció al mismo tiempo que la simpatía por García, ladrón de siete suelas que terminaría de indultador de narcotraficantes. Comilones insaciables y con cemento corrupto por todas partes, muchos peruanos estaban felices de tener a Alan II y se reían de Evo I, tan andino, tan esencialmente triste.
Crecí en Bolivia y me tocó ver el auge y caída del neoliberalismo, que empezó con Paz Estenssoro y siguió con la socialdemocracia del piloto automático —nunca un MIR tan vergonzoso como el boliviano— para terminar en Gonzalo Sánchez de Losada y su intento de venderlo todo. Evo Morales fue el fin de esa era, y el comienzo de la implementación de una política de recuperación de los recursos estratégicos nacionales. También en Bolivia se decía que era imposible desarmar acuerdos leoninos cerrados con el candado de acuerdos internacionales. Solo con Morales se dieron cuenta de que sí era viable un capitalismo distinto, que los contratos sí se podían renegociar, que a los embajadores de Estados Unidos sí se los podía mandar a rodar. Y que seguirían haciendo negocios, obviamente. No se confundan: hubo gente en La Paz y Santa Cruz que sacó su dinero del banco el mismo día que Morales ganó las elecciones. Pero, pasada la tormenta, el país aprendió a mirarse en el espejo (y no en el cebichito).
Aun muchos de los que se hartaron de Morales hacia el final reconocían el avance humano.
Creo que fue el Teleférico de La Paz, popularizado en 2015, emblema instantáneo de la ciudad, el que volvió a darnos noticias bolivianas. La Paz se volvió una ciudad “maravilla" para el turismo, parada obligatoria en el itinerario hipster. Para entonces, el rostro de Morales ya era una estampa del país, su proceso había puesto a Bolivia en el mapa del mundo.
A pesar de eso, en el Perú el establishment lo seguía tratando como a un forajido, ignorante y populista. Así llegamos a 2019. Mónica Delta fue una dura crítica del supuesto "fraude” boliviano (curiosamente, cuando Fujimori iba a reelegirse ilegítimamente, en 2000, ella era conductora de Panorama y nunca se mostró así de indignada contra aquel fraude, que sí era verdadero). Juliana Oxenford también escribió contra Morales, celebrando airadamente su salida (sin decir una palabra del golpe), ninguneándolo como poca cosa (absolutamente desinformada sobre el proceso). Esa rabia se parece mucho a la rabia blanca, que no dejó en paz a Morales por años, y que renació, con toda virulencia, en las revueltas golpistas.
Así es la visión sesgada de los periodistas que vemos por la tele, neoliberales por fuerza e inercia. Es con este criterio que ellos imponen el "sentido común" en el Perú. Siguen pensando que aquí la gente le tiene miedo a un corte evista.
A mí me da risa todo eso. Me da risa porque la derecha peruana no se da cuenta de que lo mejor que podría pasarle en este momento es un Evo Morales en el poder. Digo: lo menos malo para sus intereses. Un líder que gobierne desde el pueblo y por tanto alguien con capacidad para tener tranquilos a los movimientos sociales; un presidente o presidenta que recupera recursos estratégicos y hace cuadriplicar el PIB, que impulsa la producción industrial de litio, que pone a su país en el primer lugar del crecimiento regional, y que —oído a la música— no toca a los medios (que siguieron emitiendo la misma televisión basura de siempre, y, de hecho, azuzaron el golpe con desinformación). Hablar de Morales como el gran cuco socialista, que acecha, nos dice mucho de la ignorancia de toda esta gente.
Hildebrandt en sus trece… Lima 19-03-2021, p. 10.
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* El derrocamiento de Evo Morales y la primera guerra del litio