Adrián Mac Liman*
Durante mis primeros viajes a Gaza, descubrí que la vieja y descuidada carretera principal que atraviesa la Franja servía de frontera natural entre dos mundos: la miseria de los refugiados, hacinados en los campamentos situados en la orilla del mar y la opulencia de las mansiones señoriales, edificadas del otro lado de la vieja vía de tránsito, entre naranjales y magníficos jardines de estilo californiano. De un lado, la pobreza; del otro, la ostentación de los automóviles de superlujo pertenecientes a los señores de la Franja, adinerados terratenientes que solían pasar la mitad de su vida en palacetes londinenses o residencias de ensueño de la Costa Azul. Dos mundos separados, tales compartimentos estancos que llevaban existencias paralelas en ese exiguo espacio —unos 150 kilómetros cuadrados— que los cooperantes nórdicos no dudaron en llamar el bantustán Gaza.