Mariano Ignacio Prado en 1879 “aceptó el oro enemigo y se fue a Europa en la más cobarde e inicua de las fugas”

 

Escribe: Alberto Hidalgo (*)

 

Alberto Hidalgo sobre el traidor y ladrón Prado: “Es la imagen de la estupidez, la más cabal encarnación de la imbecilidad…”

La máquina con que escribo, ha querido detenerse al estampar las letras de este nombre como si ella, con su alma de acero, le maldijese ante los siglos. El papel mismo se arruga, en espantosa mueca de asco. Los dedos se ponen rígidos negándose casi a obedecer los mandatos del pensamiento. El corazón relincha de furia. El alma se subleva. Pero es necesario sacrificar un instante los sentimientos estos para hacer justicia ya que no al miserable por lo menos al nombre del ser que de seguro no lo tiene en la zoología.

 

Mariano Ignacio Prado tiene, a veces, toda la grotesca apariencia de un mal comediante bufo. Por eso cuando en 1867 era ya insoportable su dictadura de dos años, abandona el poder siendo derrocado por lo que se ha llamado muy justamente “una revolución de silbidos”. Siendo nada más que maniquí de determinados politiqueros, hubo que tomarlo en solfa. Y así, en lugar de herirle con balas fue necesario insultarle con silbatos.

Nueve años después, por falta de hombres sanos y por intrigas de bribones, fue nuevamente llevado al poder. A los treintaidós meses, más o menos, de su gobierno, se declaró la guerra con Chile. Y fue en ese momento cuando el Perú se dio cuenta de que quien lo gobernaba era la más cabal encarnación de la imbecilidad. Porque Mariano Ignacio Prado es la imagen de la Estupidez, una imagen con ínfulas de tirano y charreteras de general. Fue un criminal inconsciente al principio, porque lo romo de sus entendederas no le permitía darse cuenta de la maldad de sus actos. Después el crimen le gusta y lo comete cuantas veces se lo pide su alma voluptuosa de cerdo que goza emporcándose en sus propios delitos, como en un pantano perfumado de ignominias. Así, cuando Miguel Gran, aquél ínclito patriota que debió ser engendrado en una cueva de leones, al mando de un solo monitor, burla el poderío de la escuadra chilena, en repetidas ocasiones, él cree que tales hazañas se deben a la felicidad; y por eso cuando Grau juzga desatinada, en vista del mal estado de su buque, una orden suya para hacer una expedición sobre las costas chilenas, le contesta con ingenuidad de niño idiota ordenándole nuevamente la partida pues confía en la “buena suerte del Huáscar”. Y todos saben ya que a los pocos días el Huáscar, después de haber sostenido un combate con el enemigo, tan monstruoso y bravío por su parte que para cantarlo fuera necesaria la lira del propio Dios, era abordado por los chilenos. De este modo, de desastre en desastre, nos lleva, a la derrota, hasta que un día viendo perdida la causa del Perú, acepta el oro enemigo y se va a Europa en la más cobarde e inicua de las fugas.

Maldecido en vida, Mariano Ignacio Prado es castigado en la posteridad. ¡Ah, con cuánta alegría los gusanos le deben haber roído el corazón asqueroso y hediondo! Sus deudos han plantado rosas al borde de su tumba; pero el olor de las rosas no es tan fuerte que pueda apagar el de su obra sembrada de indignidad y desvergüenza. Y más potente que este olor aún es el de su alma corrompida y abyecta, tan corrompida y abyecta que Satán al recibirla en su imperio debió de sonrojarse...

Decía yo que Mariano Ignacio Prado ha sido castigado en la posteridad. Veamos cómo. Su castigo son sus hijos. Les dejó, es verdad, una fortuna inmensa, hecha con la maldición de los muertos, el dolor de los heridos, las lágrimas de las madres y el hambre de los hijos; pero les legó su apellido, y con su apellido la infamia de su obra, y, aún más todavía, les trasmitió su bajeza espiritual. Su hijo Javier puede servir de ejemplo. Javier Prado y Ugarteche es la prolongación de este nefando general de pacotilla. El querrá ser bueno, pero nunca lo conseguirá. La herencia.de su padre le empujará al delito. ¡Qué desgracia ser miserable sin quererlo! Ya tiene el pobre manchas sobre su vida: la dictadura de Benavides, que fue obra suya; el pretender transar con Chile, cediéndole Arica. ¡Pobre Javier, tener talento para serlo todo y no poder ser nada! Siempre aspirando a la Presidencia de la República y siempre oyendo, ante las risas sarcásticas de los vivos, el grito de millares de muertos que se incorporan en su tumba para decirle: ¡no! Vivirá siempre condenado a ser lo que es: un hombre con talento y un sátiro de levita. Cuando quiera levantar la cabeza para mirar arriba, algo trágico y terrible le obligará a bajarla: ¡El crimen de su padre!...

 

(*) Hidalgo, Alberto. 1919. Jardín Zoológico. Arequipa, Tipografía Quiroz Perea, páginas 43-48.

 

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