La Carta a los Filipenses, considerada el testamento espiritual de San Pablo, fue el tema de la catequesis de la audiencia general de los miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI.
El apóstol de las gentes dictó ese texto mientras estaba en la cárcel y sentía la muerte cercana; sin embargo, en su última parte hay una invitación a la alegría. La alegría, explicó el Santo Padre es una “característica fundamental de ser cristianos (...) Pero, ¿como se puede estar alegres ante una condena de muerte inminente? ¿De dónde, o mejor, de quien obtiene San Pablo la serenidad y el valor para afrontar el martirio?”.
Encontramos la respuesta en el centro de la Carta a los Filipenses, en el llamado “carmen Christo” o “Himno cristológico”, un canto que “resume el itinerario divino y humano del Hijo de Dios” y que se abre con una exhortación: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo”. “Se trata -dijo el Papa- no sólo de seguir el ejemplo de Jesús (...) sino también de conformar toda nuestra existencia según su modo de pensar y de obrar”.
Este himno a Cristo parte de su ser “en la condición de Dios”; una condición que “Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre no vive (...) para triunfar o para imponer su supremacía”, sino asumiendo “la 'forma de esclavo'; de la realidad humana marcada por el sufrimiento, la pobreza y la muerte; asimilándose plenamente a los hombres, excepto en el pecado”,
San Pablo traza a continuación el marco histórico en que transcurrió la vida terrena de Jesús hasta el Calvario, “el máximo grado de humillación porque la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres”. Pero “en la Cruz de Cristo, el hombre es redimido y la experiencia de Adán se transforma”. Si el primer hombre pretendió ser como Dios “Jesús, no obstante su condición de Dios (...) se sumergió en la condición humana para redimir al Adán que hay en nosotros y devolver al ser humano la dignidad que había perdido”.
“La lógica humana, en cambio -prosiguió el Santo Padre- busca a menudo la propia realización en el poder y el dominio (...) El hombre sigue queriendo construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar a la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la realización plena está en conformar la voluntad humana a la del Padre, en vaciarse (...) del egoísmo para llenarse del amor de Dios y de esa forma, ser verdaderamente capaces de amar a los demás”.
En la segunda parte del himno cristológico, el sujeto cambia; no es Cristo, sino Dios Padre que “exalta y eleva sobre todas las cosas a aquel que se humilló como un esclavo y lo llama 'Señor' (...) El Jesús exaltado- subrayó el Santo Padre- es el de la Última Cena, que (...) se inclina a lavar los pies de los apóstoles (...) Es importante recordarlo cuando rezamos y en nuestras vidas”.
La Carta a los Filipenses contiene dos indicaciones importantes para la oración. La primera es “la invocación 'Señor', dirigida a Jesucristo (...) que es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos 'dominadores' que la quieren dirigir (...) Por eso es necesario tener una escala de valores en la que Dios ocupa el primer puesto”.
La segunda es “la prostración (...) el 'doblar las rodillas' en el cielo y en la tierra en “signo de la adoración que todas las criaturas deben a Dios. La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse mientras rezamos expresan, también con el cuerpo, la actitud de oración ante Dios (..) Cuando nos arrodillamos ante el Señor confesamos nuestra fe en Él; reconocemos que es el único Señor de nuestra vida”.
“Al principio de la catequesis -concluyó Benedicto XVI- nos preguntábamos cómo San Pablo podía ser feliz ante el peligro inminente del martirio (...) Era posible sólo porque el apóstol no alejó nunca su mirada de Cristo”.