¡Julio in memoriam!
por Herbert Mujica Rojas
Muy difícil, casi imposible, describir el dolor que produce la ausencia subitánea de un ser querido. En efecto, partió, antes que nosotros, sus múltiples amigos, Julio Rodríguez, ese cultor de la charla amena y enterada, fino de galanura sensata, e intelectual que siempre me hizo pensar que cien como él y Perú sería otro.
por Herbert Mujica Rojas
Muy difícil, casi imposible, describir el dolor que produce la ausencia subitánea de un ser querido. En efecto, partió, antes que nosotros, sus múltiples amigos, Julio Rodríguez, ese cultor de la charla amena y enterada, fino de galanura sensata, e intelectual que siempre me hizo pensar que cien como él y Perú sería otro.
Ayer por la mañana al ver la mención de su nombre en un par de diarios fui asaltado por la sospecha que podía ser un homónimo. Sin embargo, un sexto o séptimo sentido advertía que la infausta circunstancia había acaecido fulminando al buen amigo que apenas si llegaba a la cincuentena.
En Julio podíase describir con exactitud el dicho gringo: the man is the style. Con terno y corbata, siempre de manera correcta, era común verle al lado de congresistas a los que acompañó brindándoles el consejo de su sabiduría potente y a quienes otorgaba la posibilidad de brillar, aunque, las más de las veces, las luces eran de él y los discernimientos ¡qué duda cabe! también. No obstante, Rodríguez solía estar en segundo plano. Entre risas –y con mucha picardía sana-
repetía: ¡no quiero perder mi trabajo! Su pluma y versación están en muchos proyectos de ley, en los seguimientos de investigación que emprendió y en su insaciable virtud lectora que le premunían de conocimientos tan dispares como los pormenores del inicio de la primera guerra mundial como los recovecos poco contados de la revolución de Trujillo en 1932.
Conocíale desde que éramos estudiantes universitarios. Fue el mismo, con algo más de peso en su robusta figura, durante los lustros que duró nuestra luenga amistad. Intercambiábamos libros y, hay que confesarlo, a veces también me robaba los mismos en retribución a mis trapacerías. Pero era un deleite "tomarnos" examen de las lecturas y entonces venía el acápite fraterno de devolución.
Le vi hace pocos meses y con su afecto característico cruzó la calle y diome un saludo de esos que hacen pensar que el cariño está impertérrito con y en nosotros. Le obsequié mi manual ¡Estafa al Perú! y él se comprometió a leerlo con fruición y hacer una crítica. Le pedí que diera cuenta de las páginas y que la crítica se la guardara para cuando la pidiera. ¡Temible y de fuste era Julio!
Para confirmar su temprana partida, estuve llamando a quienes como yo, fueron parte de la legión de sus buenos e inseparables amigos. Y Germán Lench asintió en medio de una pena insondable. Y hablé después con Plinio Esquinarila y recordó sus torneos con Julio para ver dónde almorzaban y quién pagaba la cuenta. Demás está decir que, exquisito
gourmet, Rodríguez, era conocido en el Maury donde era habitúe siempre bien recibido. La certidumbre que la Parca, esa dama inevitable, habíanos arrebatado a Julio, tornó triste suceso.
A veces no se entiende la vida que culmina en la muerte insensata y que no avisa. Para los que sobrevivimos es un honor doliente, eso sí, tener que despedir a Julio Rodríguez, en el intermedio de su vida que prometía ser, con la maduración del tiempo y el reloj del éxito, un aporte formidable al Perú de sus amores, desvelos, querencias y travesuras. Nuestra aflicción, Julio: ¡es más grande que la tuya!
Julio se fue y la llama de su recuerdo aviva la luz y cariño de todos los que supimos apreciar su inmensa valía, no siempre reconocida por vulgares que nunca entendieron que era un alma superior de fina corteza y mejor talante.
Julio: ¡Descansa en paz!
En Julio podíase describir con exactitud el dicho gringo: the man is the style. Con terno y corbata, siempre de manera correcta, era común verle al lado de congresistas a los que acompañó brindándoles el consejo de su sabiduría potente y a quienes otorgaba la posibilidad de brillar, aunque, las más de las veces, las luces eran de él y los discernimientos ¡qué duda cabe! también. No obstante, Rodríguez solía estar en segundo plano. Entre risas –y con mucha picardía sana-
repetía: ¡no quiero perder mi trabajo! Su pluma y versación están en muchos proyectos de ley, en los seguimientos de investigación que emprendió y en su insaciable virtud lectora que le premunían de conocimientos tan dispares como los pormenores del inicio de la primera guerra mundial como los recovecos poco contados de la revolución de Trujillo en 1932.
Conocíale desde que éramos estudiantes universitarios. Fue el mismo, con algo más de peso en su robusta figura, durante los lustros que duró nuestra luenga amistad. Intercambiábamos libros y, hay que confesarlo, a veces también me robaba los mismos en retribución a mis trapacerías. Pero era un deleite "tomarnos" examen de las lecturas y entonces venía el acápite fraterno de devolución.
Le vi hace pocos meses y con su afecto característico cruzó la calle y diome un saludo de esos que hacen pensar que el cariño está impertérrito con y en nosotros. Le obsequié mi manual ¡Estafa al Perú! y él se comprometió a leerlo con fruición y hacer una crítica. Le pedí que diera cuenta de las páginas y que la crítica se la guardara para cuando la pidiera. ¡Temible y de fuste era Julio!
Para confirmar su temprana partida, estuve llamando a quienes como yo, fueron parte de la legión de sus buenos e inseparables amigos. Y Germán Lench asintió en medio de una pena insondable. Y hablé después con Plinio Esquinarila y recordó sus torneos con Julio para ver dónde almorzaban y quién pagaba la cuenta. Demás está decir que, exquisito
gourmet, Rodríguez, era conocido en el Maury donde era habitúe siempre bien recibido. La certidumbre que la Parca, esa dama inevitable, habíanos arrebatado a Julio, tornó triste suceso.
A veces no se entiende la vida que culmina en la muerte insensata y que no avisa. Para los que sobrevivimos es un honor doliente, eso sí, tener que despedir a Julio Rodríguez, en el intermedio de su vida que prometía ser, con la maduración del tiempo y el reloj del éxito, un aporte formidable al Perú de sus amores, desvelos, querencias y travesuras. Nuestra aflicción, Julio: ¡es más grande que la tuya!
Julio se fue y la llama de su recuerdo aviva la luz y cariño de todos los que supimos apreciar su inmensa valía, no siempre reconocida por vulgares que nunca entendieron que era un alma superior de fina corteza y mejor talante.
Julio: ¡Descansa en paz!