Quodlibetum VI
por Luis Alberto Pacheco Mandujano; Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. [1]
Inicio del otoño de 2011
Son varios los recuerdos de mi primera niñez –acontecidos durante el último tercio de la década de los años 70 del siglo pasado– los que me han asaltado siempre en la memoria. Fuera de aquellos que se relacionan con hechos estricta y gratamente familiares y propios de la niñez, destaco en este momento –porque para eso escribo este breve quodlibetum– uno en particular que se relaciona con sucesos que despertaron y avivaron en mí la innata capacidad de admiración y sorprendimiento de este mundo que llevamos dentro todos los seres humanos.
Éste, que aún brilla con inusual nitidez en mi memoria, evoca una de mis tantas y sosegadas tardes vividas en casa de mis adorados abuelos paternos (los únicos que tuve, porque los otros habían fallecido muchísimo antes de que yo naciera), cuando contaba los cuatro años de edad –y algo más–, mientras jugaba con un extenso “tren” que yo mismo había construido conectando, una tras otra, varias cajas vacías de fósforos, tal como solían hacer los niños de entonces: llevando este singular juguete en la mano, el que cumplía acciones, unas veces terrestres, y otras aéreas, por el patio de la casa, me detuve delante de un balde de latón que, ya viejo y en desuso, hacía las veces de un macetero que albergaba en él grandes, frondosos y siempre verdes geranios, de esos que abundan característicamente en Huancayo, la tierra que no me vio nacer pero sí crecer, y en ese momento, observando fijamente esas inolvidables hojas (cuyos frescos y penetrantes aromas recuerdo en este preciso momento, mientras escribo estas líneas, con impresionante detalle), me pregunté si mis abuelos, mis padres, y los demás, podían ver los mismos colores y las mismas formas que en dichas plantas veía yo, y más aún, si las cosas serían realmente así como las veíamos.
Evidentemente, no tuve respuesta para mis preguntas de entonces; en todo caso, supuse que éstas debían ser afirmativas. Después de todo, por qué no habría de ser así; al fin y al cabo era hombre, el rey de la creación, tal como me había enseñado mi venerada abuelita (a quien nunca pude llamar “abuela” a secas), con sus serenas y pausadas lecturas del libro del Génesis, cada noche antes de dormir, lectura que, esperándola ansioso en cama, me llevaba a imaginar fantásticas imágenes del momento de la creación del universo a manos de Dios Todopoderoso.
Repetidas veces pensé, después de ese día, en lo mismo, sin poder encontrar respuesta alguna para las ya dichas interrogantes, a tal extremo que puedo afirmar ahora que hasta sufrí de alguna forma por ello. Algo se retorcía en mi vientre, era la angustia que me hacía sentir un ser minúsculo por no poder aclarar estas dudas y vacíos de conocimiento. Los años simplemente pasaron, pero la duda y las cuestiones quedaron latentes en mí. Sin saberlo, esa espontánea e infantil duda sobre la perfectibilidad de la capacidad humana para conocer el mundo marcó para mí el inicio de lo que sería, a futuro, una constante inquisitorial que coexistió conmigo por muchos años, y que me empujó a interesarme más aún por estos asuntos.
La preocupación regresó con fuerza a finales de la secundaria, entre 1987 y 1990, justamente cuando, por intermedio del inolvidable maestro y sacerdote claretiano, el R. P. Juan Rodríguez Reyes, conocí a René Descartes, el gran maestro racionalista, y a su contraparte, el empirismo de Francis Locke y el sensualismo de John Locke; la teoría criticista de Immanuel Kant, que salvó a la filosofía de la crisis en que se había hundido por causa de los extremos dogmáticos del racionalismo y del empirismo; a la monumental dialéctica idealista objetiva de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, y, por supuesto, en esa época, el totémico conocimiento metódico y científico que proporcionaba la teoría del materialismo dialéctico del marxismo ortodoxo entonces muy vigente; todas ellas, teorías gnoseológicas que parecían ofrecerme la posibilidad de dar las respuestas que habían quedado pendientes, porque todas ellas se ocupaban de mi preocupación de niñez, reforzada en los años de adolescencia. En todo caso, por lo menos, ya sabía por dónde abordar el tema.
Pero este retorno no se pronunció con mayor interés científico sino hasta cuando llevé los cursos de filosofía y física en la Facultad de Ingeniería Química de la Universidad Nacional del Centro del Perú entre 1992 y 1993, carrera que no pude culminar porque el pico máximo de la llamada Guerra Popular desatada en el Perú entre 1980 y 1993, así como mis propias comprometedoras inclinaciones políticas, que me pusieron al borde del límite, me arrancaron de un tiro de ese claustro universitario para, en un giro bastante perturbador, terminar colocándome, poco después de año y medio de haber vivido en condición de refugiado en clandestinidad, en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Peruana “Los Andes”, donde, además de reafirmar mi verdadera vocación profesional en el campo de las ciencias sociales, ya en período de relativa paz –que, a decir verdad, duró bien poco– profundicé mis estudios de filosofía, aunque sin perder de vista mis intereses por las ciencias naturales y las matemáticas.
En la universidad, y por mis estudios, pude comprender con precisión y claridad que todo el mundo material en su conjunto, en todas sus formas y manifestaciones, constituyen la realidad, es decir, aquello que existe objetiva e independientemente de la consciencia humana; realidad que, en suma cuenta, y en su intrínseco proceso de transformación, es posible de ser conocida en su naturaleza más íntima con el apoyo decidido de las ciencias particulares.
Pero aún con ello, esta aproximación teórica no respondía con la satisfacción que yo mismo esperaba a las viejas preguntas.
La dictadura fujimorista desnudada a partir de la segunda mitad de los años 90, me removió, en menos de una década y por segunda vez, de la vida académica; y, por decisión de consciencia, debí ponerme al frente de la actividad política de organización para el rescate de la democracia y del Estado de Derecho en el Perú, lo que me valió la persecución criminal por parte de un servicio de inteligencia estatal que ya no buscaba subversivos sino a enemigos del régimen dictatorial, como yo, que se habían mostrado intransigentes con la autocracia impuesta a los peruanos. Después de dos atentados terroristas que debimos sufrir mi familia y yo de parte de agentes del Estado, y la ejecución de una cruda persecución policial y judicial, me obligaron a regresar a la clandestinidad, aunque esta vez con el apoyo de organismos de defensa de los derechos humanos, y con un pedido de medida cautelar de protección personal contra el Estado peruano, efectuado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con sede en Washington D. C., así como dos asilos políticos en marcha.
Después de la fuga del hoy ya comprobado violador de derechos humanos, Alberto Fujimori, que protagonizó a fines del año 2000, la democracia fue retornando progresivamente al país, y cuando mi presencia en la vida política local ya no era necesaria –pues el objetivo mayor había sido alcanzado– regresé al Perú y retorné a lo mío: la Academia. Me convertí entonces en profesor de Filosofía y Lógica en mi primera alma mater, la Universidad Nacional del Centro, cargo que desempeñé con mucho ímpetu y dedicación profesional, entre 2001 y 2005. Y fue allí donde, estudiando más para enseñar mejor, entre preparación de clases y las clases mismas, elaboré y desarrollé un conjunto de ideas personales que pensé podrían responder por fin a mis antiguas preguntas. Estas ideas adquirieron forma y cuerpo teórico y rigurosidad científica entre los años 2003 y 2004: he ahí la génesis de mi opera prima que lleva por título “Sofía y Teodoro: diálogo en torno a la prueba lógica y ontológica de la existencia de Dios (La paradoja de la inexistencia del ser divino)”,[2] libro que escribí casi de un tiro, después de las discusiones y los debates de rigor que sostuve con colegas expertos en el tema que convocaba mi interés (físicos, matemáticos y psicólogos), y sobre todo para absolver mi propia inquietud: esta obra –que fuera escrita en momentos en que padecía de una sobrecogedora pero bendita fiebre científica que me atrapó de pies a cabeza, extrayéndome a mí y a mi atención, casi por completo, del mundo–, como sucedió también con personajes de la talla de Nietzsche y de Kierkegaard, básicamente fue escrito para mí, como se podrá comprender por lo ya explicado. Pero la obra no vio la luz (excepción hecha del manuscrito que pocos amigos y colegas leyeron para debatir conmigo en torno a sus ideas más osadas) sino hasta febrero de 2007, cuando se me entregó la primera edición impresa del texto.
En este libro se encuentra una singular hipótesis por la que, en su momento, fui tachado de “exagerado” y “atrevidamente desubicado”, en los mejores y más educados casos, y, en el peor, simplemente de “loco”. Dicha hipótesis es desarrollada en la página 22 del texto, donde se lee una particular respuesta que Teodoro ofrece, como explicación respecto de la visión que de los objetos tenemos los seres humanos, a una pregunta previamente formulada por Sofía. En aquélla se explica que “… en verdad, no vemos los objetos que creemos ver, sino que únicamente vemos los rayos de reflexión que éstos producen y que originan ese reflejo luminoso en nuestras retinas…”, reflexión que es inmediatamente complementada por Sofía, exponiendo que “… dichos impulsos [luminosos] recorren los nervios ópticos, nacidos tras los globos oculares, en un complicado camino neurológico (quiasma óptico, cintillas ópticas, radiaciones ópticas, etcétera), hasta llegar a los lóbulos occipitales del córtex cerebral, donde se llega a formar la idea de la visión…”
La conclusión obvia de esta demostrada exposición es que el hombre es ciego por naturaleza, pues, en realidad, él no llega a ver el objeto, la cosa en sí, sino sólo la luz que ésta refleja hacia sus ojos, y es su cerebro el que, a partir del antedicho proceso físico-biológico, construye el concepto del objeto, es decir, la imagen o re-presentación mental de las cosas,[3] nada más.
Pero por tal afirmación, repito, fui calificado de “loco”. No obstante, dado que el sustento de mi proposición se hallaba en explicaciones fundamentales de orden físico y biológico que ya entonces me parecieron irrefutables, aún cuando no todos mis lectores aceptaran lo afirmado, yo continué desarrollando, sobre tal base teórico-práctica, mis estudios y doctrinas gnoseológicas y epistemológicas, ya desde la cátedra universitaria –la que mantengo aún hoy–, ya desde el sosiego del estudio personal, proyectados hacia los demás campos de mi interés académico (Derecho, sociedad, política y cultura).
En noviembre de 2010, el recientemente jubilado de la famosa Cátedra Lucasiana de Matemáticas[4] en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, el Profesor Stephen W. Hawking,[5] con la colaboración del notable físico teórico Leonard Mlodinow, publicaron el libro titulado “El Gran Diseño”,[6] cuyo objetivo principal fue responder a tres antiguas, pero substanciales, preguntas que se formularon ellos mismos, a saber: “¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada?; ¿por qué existimos?; y, ¿por qué este conjunto particular de leyes y no otro?”. El resultado de las investigaciones que realizaron a lo largo de sus vidas para responder dichas interrogantes, y que abarcan desde la filosofía hasta la física, pasando por amplios ahondamientos biológicos, matemáticos, históricos y hasta religiosos, da forma al libro que se divide en 8 capítulos a lo largo de los cuales se examinan críticamente asuntos de capital importancia para el conocimiento humano y que van desde El misterio del Ser, cruzando por el análisis de la realidad, la formulación de una posible Teoría del Todo (el gran anhelo científico inconcluso de A. Einstein), hasta llegar a dilucidar sobre el por qué de este Gran Diseño: el universo y todo lo que él contiene.
Y en este marco, en la página 56 del libro se lee lo siguiente: “… El cerebro es tan bueno en construir modelos que si nos pusiéramos unas gafas que invirtieran las imágenes que recibimos en los ojos, nuestro cerebro, al cabo de un rato, cambiaría el modelo y veríamos de nuevo las cosas derechas. Si entonces nos sacáramos las gafas, veríamos el mundo al revés durante un rato pero de nuevo el cerebro se adaptaría. Eso ilustra que lo que queremos decir cuando afirmamos «Veo una silla» es meramente que hemos utilizado la luz que la silla ha esparcido por el espacio para construir una imagen mental o modelo de silla…”
La conclusión evidente de esta afirmación es, como en mi caso, también, que el hombre es un animal ciego, sólo recibe en sus ojos la luz que los objetos reflejan al espacio, lo que después permite que su cerebro diseñe –como dice el mismo Hawking– la imagen mental o modelo de las cosas que nos rodean, sin que, en fin de cuentas, podamos ver las cosas en sí.
Después de leer este interesante libro inglés –cuya lectura he recomendado de inmediato a mis amigos y alumnos que en la universidad siguen con atención mis cursos de filosofía– debo confesar que, aún cuando yo mismo, en función de la consistencia de los argumentos científicos que hice míos, me encontraba bastante seguro de la verdad y validez de la hipótesis que había presentado públicamente con mi ya referido libro en 2007, y que desde poco antes la venía ya exponiendo desde la cátedra universitaria a partir de 2003, me he sentido no sólo fuertemente respaldado sino, sobre todo, sólidamente reafirmado. La reconocida autoridad científica del Profesor Hawking no podría causarme menor sensación. En todo caso, y dicho de otro modo, se me ha confirmado como un loco cuerdo, en un mundo que más bien parecería estar lleno de cuerdos locos que aún no tienen ni idea de qué y cómo es este mundo en el que ellos viven.
En la parte final de la recensión con que inicia mi libro, y que fuera escrita críticamente por el Profesor y filósofo M. Raúl Varillas a modo de Presentación, éste consideró que en dicho trabajo mío se encontraba lo que él denominó “un consistente y bien logrado aporte interdisciplinario [que posibilita] un diálogo entre la ciencia y la filosofía; trabajo provocador, que de hecho invita a la polémica y a la discusión”.[7] Y en junio de 2007, el ampliamente conocido escritor peruano, el Profesor Sandro Bossio, opinando sobre mi libro y su contenido teórico, subrayó que se trataba del “libro de filosofía más original y concienzudo de las letras regionales y aún nacionales”.[8]
Ambos académicos, que a la sazón se desempeñan como unos de los pocos más sobresalientes y reconocidos profesores universitarios del Perú, sabrán por qué escribieron lo que escribieron. Pero a estas alturas me parece que, si alguna vez alguien pensó que, por lo que escribieron Varillas y Bossio, debían ellos ser descalificados de “inconsistentes” y “amigueros”, ahora estoy más que nunca convencido que a veces, y sólo a veces, las palabras que expresan sentimientos como los vertidos por ellos mismos no son meras flatus vocis que se lanzan así nada más y tan sólo como gesto de alguna forma particular de consideración tenida hacia alguien y hacia su trabajo, sino que, todo lo contrario, existe una intuición especial que lleva al hombre en ciencia a afirmar con contundencia, y sin temor a equívoco alguno, lo que afirma; pero también estoy convencido que la mezquindad es infinita, como lo es también la estupidez, según el brillante descubrimiento del Profesor Einstein.
En fin. Al final, 32 años después de la formulación de mis preguntas cardinales, creo que puedo considerar bien que las he respondido con colmada firmeza y plena satisfacción, sobre todo porque, gracias al Profesor Hawking, el indiscutiblemente mayor científico viviente de nuestro tiempo, entiendo que en América Latina, liberados de la tara de la sordidez, también podemos destacar, y hasta con anticipación, sin que en esto nos defina alguna condición chauvinista y patriotera, sino sólo premunidos de agudeza e inteligencia. Es sólo que aquí no tenemos el mismo apoyo que la ciencia y los científicos necesitan, como en Europa. Pero la historia, para nosotros, recién empieza. Aún queda mucho pan por rebanar.
[1] Profesor de Filosofía del Derecho y Antropología Jurídica de la Facultad de Derecho y CC.PP. de la Universidad Peruana “Los Andes” de Huancayo, Perú. Maestrías cursadas: i) Maestría en Derecho con Mención en Derecho Penal (EUPG-UNCP, 2004-2005); ii) Maestría en Filosofía e Investigación (EPG-UAP, 2007-2008); iii) Maestría en Derecho Penal y Derecho Procesal Penal (ESN-UC, 2009-2010). Alumno libre del doctorado de Derecho en la EUPG-UNFV (2000-2001). Website: www.luisalbertopacheco.blogspot.com
[2] Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “Sofía y Teodoro: diálogo en torno a la prueba lógica y ontológica de la existencia de Dios (La paradoja de la inexistencia del ser divino)”. EDIMZA, Primera edición, febrero de 2007, Huancayo, Perú. 44 páginas.[3] Id., páginas 24 in fine, y 25.
[4] La misma que, fundada por Henry Lucas en 1663, y oficializada por Carlos II de Inglaterra en 1664, fue ocupada por Isaac Newton entre 1669 y 1701.
[5] Quien ocupó la cátedra desde 1980 hasta 2009.
[6] Vid. Hawking, S. W., y Mlodinow, L., “El Gran Diseño”. Título original de la obra: “The Grand Design”. Tercera impresión (diciembre de 2010) de la primera edición (noviembre de 2010). © 2010 de la edición para España y América, Editorial Crítica, S. L., Barcelona. 228 páginas.[7] Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., páginas X.
[8] Cfr. Revista Cultural “Sólo 4” del diario Correo de Huancayo, edición del 2 de junio de 2007, página 2. Vid., también, http://www.voltairenet.org/article159605.html