Cipriani, el padre Pata y la libertad
Por Eduardo González Viaña

En uno y otro lado del mundo, por televisión, se exhibían anoche como noticias pintorescas algunas misas celebradas el último domingo en el Perú. Por obvio mandato del cardenal Cipriani, esas ceremonias hacen propaganda solapada de Fujimori y prácticamente condenan al infierno a uno de los escritores peruanos más eminentes de nuestra historia, Mario Vargas Llosa.

 


Mientras las veía, se me ocurrió pensar en el padre Pata. ¿Lo recuerdan ustedes? Su imagen aparece en las “Tradiciones peruanas” de Ricardo Palma. Aunque el concepto de los derechos individuales no existía por entonces, sí tenían sentido expresiones como civilización y humanidad. El sacerdote en cuestión, cuyo verdadero nombre era Matías Zapata, pensaba al igual que Cipriani que todo aquello era una... estupidez.

Las torturas bestiales de la inquisición, los azotes, el cepo, la hoguera a fuego lento y leña verde, la rueda para despedazar poco a poco o el serrucho que partía lentamente el cuerpo de sus víctimas para que sufrieran más eran justificados métodos cristianos para ese tipo de hombres que se hacían llamar hombres de Dios.

En 1821, el padre Zapata era párroco de Chancay, y usaba del púlpito para condenar cada domingo al movimiento patriota por la independencia. En los primeros meses de ese año, decidió prohibir a los fieles que llamarán San Martín al libertador argentino.

"El nombre de San Martín es por sí solo una blasfemia, y está en pecado mortal todo el que lo pronuncie... ¿Qué tiene de santo ese hombre malvado?... Confórmese con llamarse sencillamente Martín, y le estará bien por lo que tiene de semejante con el pérfido hereje Martín Lutero."

“Sabed, pues, hermanos, que declaro excomulgado a todo el que gritare ¡viva San Martín!”

Como todos lo sabemos, luego de desembarcar en Pisco, las fuerzas patriotas ocuparon Huacho y Chancay. Por ello, junto a un grupo de presos realistas, Fray Zapata fue conducido a la presencia del excomulgado San Martín, o según él, Martín a secas.

Seguro de que se hallaba frente a uno de esos soldadotes a los que admiraba, aquellos que habían descuartizado vivo a Tupac Amaru y antes habían hecho cortar la lengua de los hijos del cacique, el padrecito comenzó a temblar de nervios y apenas si pudo hilvanar la excusa de que había cumplido órdenes de sus superiores, y añadir que estaba llano a predicar devolviéndole el “san”, la sílaba del apellido que le había quitado a San Martín.

El santo de la espada le contestó sonriente: "No me devuelva usted nada, pero sepa usted que yo le quito también la primera sílaba de su apellido, y no se le ocurra a usted firmar Zapata porque desde hoy no es usted más que el padre Pata. Y téngalo muy presente, padre Pata.”… Y se cuenta que desde entonces no hubo en Chancay ningún documento parroquial que no llevase por firma "Fray Matías Pata”.

El padre Pata de nuestro tiempo era obispo de Ayacucho cuando el general Noel convertía el cuartel en un infernal centro de torturas y luego en un poblado cementerio. Todas las veces que las esposas, las hijas o las madres de las víctimas acudían al hombre de sotana en busca de compasión, aquél las despedía iracundo murmurando que los derechos humanos eran una... estupidez.

El padre Pata de hoy guardó mutismo cuando un grupo de personas, entre ellas un niño de ocho años, fueron acribilladas en una pollería de Lima o cuando diez universitarios y su profesor fueron atormentados y luego quemados cerca de la carretera a Chosica. Por fin, cuando 300 mil mujeres fueron castradas, el padre Pata miró hacia otro lado.

En setiembre del 2001, un cuarto de siglo después del golpe de Estado que dio comienzo a la dictadura, y ante cien mil fieles de todo el país, la Iglesia argentina pidió perdón a Dios “por los silencios responsables y por la participación efectiva de muchos de sus hijos en el atropello a las libertades, en la tortura y la delación…”. Es un ejemplo que no ha seguido la Iglesia del Perú.

Un día fue extraditado, juzgado y condenado el hombre que había saqueado la caja de pensiones de los policías, vendido la ropa de segunda mano enviada por japoneses para los pobres, desvalijado la hacienda pública y ordenado mil crímenes abominables. En ese momento, el padre Pata alabó sus dones del gobernante, le quemó incienso, lo justificó. Ahora, está haciendo todo lo que puede para lograr que Fujimori salga de su celda y vuelva al poder.

Al igual que en todo el país, en Madrid, en París, en Roma, en Nueva York, los peruanos nos estamos movilizando para cortarle el paso a Fujimori y para impedir que vuelvan los tiempos de la barbarie.

Tenemos diferentes ideologías políticas, y muchos entre nosotros, no las tienen en absoluto, pero creemos que la civilización y los valores humanos son superiores al derecho de las bestias. Por todo eso, nos movilizamos, escribimos, usamos de las redes sociales y multiplicamos nuestros mensajes. No nos olvidamos que en Egipto un pueblo desarmado pudo derrotar de esa manera a un tirano que se erguía al frente de uno de los ejércitos más poderosos del mundo.

En los partidos políticos, cuando los líderes se pliegan al fujimorismo, el pueblo no les obedece como se da en el caso del APRA. Como se sabe, uno tras otro, decenas de comités apristas y militantes de base se van juntando a la marcha contra la barbarie. Los anima el recuerdo de los mártires, la honestidad de Víctor Raúl y su prédica rebelde.

El pueblo del Perú es en su mayoría cristiano, pero las ovejas siguen a un pastor, y de ninguna forma al secuaz de un carnicero. Hay ejemplos de buenos pastores en el continente. San Arnulfo Romero, en El Salvador, por ejemplo, o los miles de sacerdotes pobres que en los más alejados villorrios de la patria sirven a nuestro pueblo.

El cardenal ataca a Vargas Llosa porque quiere pasar a la eternidad o convertirse en uno de sus personajes, pero se ha equivocado. No ha servido al Chivo sino al Chino. Y nadie va a ponerle un sobrenombre, pero le vamos a pedir que otra vez no meta la pata, padre…Cipriani.