El fujimorismo y la vergüenza nacional
Por Sandro Bossio Suárez*
Nací bajo las botas de una dictadura adversa en el país, la de Juan Velasco Alvarado, que frenó treinta años nuestro desarrollo. Pero luego llegaron los tentáculos de un monstruo gemelar mucho más bárbaro: Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Muchos jóvenes de diversas convicciones políticas nos lanzamos a combatir esta dictadura funesta, que no sólo estranguló la libertad de expresión creando decenas de publicaciones vergonzosas y comprando con el dinero de todos la conciencia de los dueños de medios de comunicación, sino que robó y asesinó a mansalva durante ocho largos años.
Con mis amigos sostuvimos un medio de comunicación que se opuso a esta dictadura, pese a que nos amedrentaron varias veces con Indecopi y la Sunat, y juntamente con periodistas valientes como Flor Jáuregui, Antonio Bráñez, Mario Castillo, Hernando Torres, Paul Cárdenas y otros, pusimos el pecho en el momento debido, intentando evitar la segunda reelección del sanguinario Fujimori. Cuando limitaron nuestra distribución, vendimos el periódico en la calle, con nuestras propia manos, lo que nos condujo más adelante a Flor y a mí a la lista de perseguidos desde el Servicio Nacional de Inteligencia, y tiempo después restringió mi libertad y puso en peligro la vida de mi hija Fabiola recientemente nacida.
Con la caída del autoritarismo cerril, felizmente vino una temporada de tranquilidad, de verdadero crecimiento en democracia, cuando los nostálgicos de la dictadura reclamaban el gobierno de Fujimori como el más eficiente de la historia. Seríamos mezquinos si no lo reconociéramos: el fujimorato fue absolutamente eficiente en saquear al pueblo peruano, en manipular a los medios periodísticos, en crear psicosociales de la mano de Borobio, en secuestrar y torturar a estudiantes universitarios, en producir guerras con nuestros vecinos para echar a andar tráficos de armas, en avalar el narcotráfico para sacar tajadas millonarias, en esterilizar a más de 300 mil campesinas sin consentimiento, en ceder alegremente la zona de Tiwinza al Ecuador. La pacificación del país tuvo una horrenda cifra de desaparecidos y secuestrados por grupos paramilitares, y la política económica terminó con miles de puestos laborales y empresas peruanas, y, en el año 2000, con una profundísima recesión que más tarde tuvieron que restañar Panigua y Toledo.
Quitémonos la venda de los ojos: Fujimori y Montesinos no pacificaron el país, lo envilecieron con latrocinios escandalosos que menoscabaron a los peruanos, sobre todo a los más pobres. Fujimori fue el mayor corruptor de nuestra historia y, según el Informe Global de Corrupción, comparte espacio con los diez líderes más infecciosos del planeta junto con Suharto, Marcos, Mobutu, Abacha, Milosevic, Duvalier. Ha robado, dicen, unos 600 millones de dólares, aunque yo calculo que en realidad muchos más, o ¿hemos olvidado ya los nueve mil millones producto de la venta de todas nuestras empresas que no sabemos dónde están?
Para vergüenza nuestra, varios huancaínos tienen gran debilidad por la corrupción de este grupo: el taimado aprista José Sasaki fue el jefe de campaña de “Cambio 90” en Junín y tendedor de redes en esta zona; el isabelino Jaime Yoshiyama fue el candidato de Montesinos a la alcaldía de Lima; la estadística Edith Mellado tuvo la desgraciada tarea de leer un manifiesto público en defensa del asesor presidencial cuando a éste le encontraron cinco millones de dólares en su cuenta; Luz Salgado fue la apañadora de los crímenes más horrendos cometidos por la tiranía; la abogada de Montesinos, Estela Valdivia, dice con orgullo que ser huancaína la hace más aguerrida. Pero quien se lleva las palmas es Víctor Aritomi Shinto, quien, como embajador en Japón (y cuñado de Fujimori), aprovechó la valija diplomática para que el dinero destinado al Estado terminara en sus cuentas personales. Es claro que ese fue el camino que siguieron los caudales, las gemas, los videos comprometedores de Fujimori que nunca se encontraron.
Esa época aciaga amenaza con volver. Keiko Fujimori Higuchi encarna el retorno de esos años fuliginosos y, más que eso, la cuarta reelección de Alberto Fujimori. Y ella —una gordita con cara de Buda y cuerpo del dios de los vientos—─ no es inocente como muchos creen. No lo es porque, aunque tenía quince años cuando su padre fue elegido presidente y diecisiete cuando pateó el tablero de la democracia, cumplió la mayoría de edad cuando asumió como Primera Dama de una de las dictaduras más inmundas y se hizo de la vista gorda cuando torturaron a su madre, cuando se fue a estudiar a Boston con el dinero de los peruanos, cuando se supo que su tío Vlady ganaba como jugador de fútbol alemán, cuando se descubrieron los cadáveres de los estudiantes de La Cantuta, cuando su padre (con su anuencia) escapó a Brunei y renunció por fax. ¿No se acuerdan que fue ella la que entregó las llaves de Palacio de Gobierno mientras cargaba un perrito de pedigree?
Definitivamente, yo no votaré por esa mafia putrefacta que, diez años después, se ha estacionado en el horizonte como una nube tenebrosa dispuesta a arramblarnos si le damos la oportunidad. Elegir a Keiko Fujimori significaría patrocinar, reivindicar, respaldar los peores crímenes contra la democracia y los Derechos Humanos, y desechar nuestra memoria y dignidad humanas, premiando los actos más viles que se cometieron contra nuestro desprotegido país.
No votaré por Keiko Fujimori porque, aunque pretenda pintarse como una nueva generación del fujimorismo, sigue rodeada de los mismos rostros de la dictadura. Dice ella que tiene jóvenes técnicos que sustentarán su potencial gobierno, pero a éstos no se les ve por ningún lado; sólo encontramos la presencia fascista y autoritaria de Martha Chávez, de María Luisa Cuculiza, de Jaime Yoshiyama, del inefable cardenal Luis Cipriani (una vez, en Ayacucho, vi un letrero en su casa arzobispal que decía: “Aquí no se atienden casos de Derechos Humanos”). Claro, hay nuevos nombres: el del misógino Rafael Rey, antes enemigo del fujimorismo, y el de Hernando de Soto (quien fue asesor de los brutales Suharto, Gadafi y Mubarak, y los halagó en Europa por su labor social).
No votaré por Keiko Fujimori porque, en fin, tengo la certeza más aguda de que el verdadero candidato es Alberto Fujimori, ese delincuente mayor sentenciado por homicidio calificado, peculado, secuestro y lesiones graves, y que ahora goza de una carcelería dorada como todos los dictadores de la historia.
Lo digo con razón de causa, por haber sufrido la dictadura más obscena y canallesca de todas las que se incubaron en el país, por haber sido perseguido pero no acallado, y lo digo con la total convicción de que esta es nuestra única oportunidad de darle una verdadera lección a la podredumbre política de nuestro país.
A estas alturas, solo queda un camino, el único que llevará a defender la institucionalidad democrática y nos devolverá la dignidad de no haber sido timados por una satrapía que intenta convertirse en dinastía.
Mi voto, desde luego, es por Ollanta Humala, a quien sigo considerando un personaje poco preparado, con cambios bruscos en su conducta pública, con cuestionables acercamientos a los nacionalismos recalcitrantes, pero con una limpieza y una voluntad políticas que, sumados a su buen equipo de técnicos, pueden convertirlo en el primer presidente de una izquierda moderna, inteligente, como la que llevó al éxito a Brasil y a Chile en los últimos años.
Me sumo así a la voz de cientos de intelectuales peruanos que han decidido darle la espalda a la pudrición fujimorista, a los miles de profesionales que saben que no tenemos otra alternativa, a los millones de peruanos que verdaderamente tenemos memoria, decencia y dignidad.
Que así sea por el bien de todos.
* Novelista, columnista y catedrático peruano.