Por  Jorge Secada Koechlin*

Los países son, en varios sentidos, como las familias. La familia forma personas y les confiere una identidad. Es ahí donde primero adquirimos nuestra lengua, nuestra peculiar manera de ver las cosas, nuestros sentidos y valores. Similarmente, nuestro país nos da una identidad. Y esa identidad es formativa; ser peruano es una manera de ser humano.


Ahora bien, hay actos que pervierten esencial y definitivamente las relaciones entre las personas. Supongamos que un padre de familia viole a una de sus hijas. Esa familia habrá cambiado para siempre y para mal. Toda violación es criminal, pero en este caso tenemos que agregar la perversión de los deberes del padre y la traición inmunda de la inocencia de la hija. Excusar semejante acto como un exceso o un error no haría sino manifestar una falta de consciencia moral.

Lamentablemente algo análogo nos ha pasado a nosotros los peruanos. Porque abusar del poder que viene con la elección a la presidencia para corromper masivamente nuestras instituciones de gobierno, romper la ley sistemáticamente, asesinar y encubrir asesinatos, robar y prolongarse indefinidamente en el poder, es para un país lo que la violación de una hija por su padre es para una familia. Hay límites que determinan lo que se puede excusar como exceso o error y esos actos están mucho más allá de estos límites. Subrayemos que esas perversiones de la democracia y la vida nacional tuvieron móviles venales: aferrarse al poder, enriquecerse, satisfacer deseos bastos y alimentar sicologías enfermas; eso y no otra cosa es lo que explica la criminalidad fujimorista. Y debería indignar que encima los felones usen la lucha contra Sendero como coartada, que mancillen de esa manera tanto sufrimiento, tanta entrega generosa.

En política las responsabilidades no son solo individuales. Ningún miembro del partido nacionalsocialista alemán podría evadir la responsabilidad por el holocausto sosteniendo que fue un error, y aduciendo que no es Hitler. El nazismo, como entidad colectiva, es responsable por el holocausto. Igualmente en nuestro caso, el fujimorismo, como agente político, es responsable de la larga lista de vejámenes que sufrió nuestro país durante los años en que nos gobernaron. Y como si faltase más prueba, los fujimoristas reclaman continuidad con ese gobierno y apenas si conceden, tardíamente y con dificultad, excesos y errores. Votar por ellos es votar por la falta de respeto a nuestras instituciones, nuestras leyes, nuestros espacios públicos y políticos.

La pregunta que quiero plantear aquí es porqué, como peruanos, nos es tan difícil ver con claridad estos hechos y su significado moral y político.

Algunos admiten que los fujimoristas pervirtieron la vida pública, pero luego dicen no tener opción, como si el candidato alternativo fuese comparable en su criminalidad antidemocrática. Otros hablan de programas y modelos económicos, como si el buen gobierno se redujese a atraer inversiones. Y hay también quienes matizan las transgresiones con los éxitos y los logros. Si recordamos la analogía con la que iniciamos este artículo, es como si muchos de nosotros fuésemos la aberración más que la norma, la esposa que prefiere ocultar la violación de la hija con tal de preservar su nivel de vida o, tal vez más apropiadamente, la persona tan incapaz de amarse a sí misma que termina tolerando la mayor monstruosidad.

La respuesta a mi pregunta tiene que ver con nuestra cultura política, con nuestras relaciones públicas y anónimas, con nuestro amor propio en cuanto peruanos.

Circulan vaticinios de que si Humala gana la segunda vuelta se eternizará en el poder indefinidamente, que intentará hacer lo que hizo Fujimori. También se predice que transformará al Perú en un infierno comunista; no solamente eliminará la libertad de prensa, cerrando diarios y canales, sino que incluso confiscará propiedades y les quitará a los padres la potestad sobre sus hijos. Con Humala, dicen, vamos directamente al desastre. Y para reforzar la idea se menciona el caso venezolano. Pero la noción de que Humala es un Chávez no tiene fundamento. Para empezar, el Perú no es Venezuela ni Humala mago como para lograr semejante transformación. Las circunstancias políticas y económicas y las historias de ambos países son muy distintas. Y es igualmente evidente que Humala no se parece a Chávez, ni en las virtudes del caribeño ni en sus muchas taras. Así que la pregunta interesante es porqué tantos se la creen. Que esto se esgrima como argumento serio en diarios y conversaciones supuestamente informadas debería causar algo de sorpresa y exigir al menos una explicación.

La respuesta a nuestra pregunta, nuevamente, tiene que ver con lo que lleva a pensar que el mero crecimiento económico nos hará ingresar en el primer mundo, como si con unas décadas más de 7 u 8% de crecimiento anual del PBI ya no excusaremos a quienes compran congresistas y medios de comunicación, o esterilizan a la fuerza para reducir el crecimiento demográfico, o dan golpes de estado aferrándose al poder.

La respuesta a nuestra pregunta tiene que ver con lo que lleva a excusar como "excesos" lo que en cualquier país desarrollado serían actos que deslegitiman a perpetuidad de la actividad política.
Aquí se ponen de manifiesto las deformaciones de nuestros espacios públicos, la desigualdad que impregna nuestras relaciones anónimas, la incapacidad de respetarnos como peruanos. Confiamos tan poco en nosotros mismos y creemos tan poco en nuestras instituciones, queremos tan poco a nuestro país, que imaginamos que alguien puede entrar a palacio y hacer lo que le dé la gana. ¿Qué país habitamos, quiénes somos, cuando nos creemos estos cuentos y dejamos que alimenten nuestros miedos y deformen nuestras deliberaciones colectivas?

El primer paso camino al desarrollo, ahora que sabemos cómo acumular capital y hacer crecer el PBI (cosa que nadie discute, ni siquiera izquierdistas como Humala o Alan García), es respetar nuestras instituciones y nuestra democracia. No contribuimos al desarrollo si por "realistas" terminamos pervirtiendo las instituciones mismas que definen nuestra civilidad. Y eso es lo que hacemos cuando, por un lado, consideramos que el próximo gobierno lo debe formar el mismo movimiento que nos maltrató tanto; y, por otro, suponemos que si Humala sale elegido, cambiará la constitución y se quedará en palacio eternamente.

Quien confunda desarrollo con acumulación de capital podrá pensar que no importa la historia negra del fujimorismo. Son nuestros miedos y nuestra falta de autoestima los que nos permiten creer que las instituciones y las leyes no cuentan para nada. No es que Humala sea un candidato ideal, ni mucho menos. Es razonable temer un gobierno suyo. Pero no es comparable a cualquier candidato fujimorista. Las acusaciones por violaciones de derechos humanos son solamente eso, acusaciones. También hay los pronunciamientos aberrantes de una persona que ha cambiado mucho en el curso de los últimos 10 años, y que ha ido cambiando fuera de las presiones y conveniencias electorales. Nada ni remotamente parecido al historial judicialmente comprobado del "fujimorismo" puede imputársele a Humala.
El temor razonable que genera es por su falta de preparación para el cargo. Pero la elección tiene un solo candidato política y democráticamente aceptable. Es, además, alentador que Humala esté buscando subsanar sus carencias con la colaboración de personas de capacidad reconocida. Vemos a la persona y lo que vemos es la indignación que naturalmente produce nuestra sociedad injusta y nuestra historia de corrupción en alguien que ha ido reconociendo las complejidades del buen ejercicio del poder.

Uno de los aspectos más reveladores de la campaña contra Humala es que cuente contra él ser militar, cuando esto debería más bien ser un punto a su favor. Fueron soldados como él quienes salieron a dar la cara contra la subversión terrorista. Nuestro ejército y nuestra policía pagó con vidas la defensa de nuestros derechos. Indudablemente merecen nuestro agradecimiento. Sin embargo, escuchamos decir Fujimori derrotó a Sendero, mientras al mismo tiempo se ataca a quien cumplió con su deber en las primeras líneas de esa lucha, arriesgando su vida para que podamos todos pensar libremente. Nuevamente, ¿no somos capaces de querernos lo suficiente, como peruanos, como para reconocer con orgullo y sin matices ni siquiera lo inobjetablemente positivo de nuestras instituciones?

Hay una alternativa para quien no quiere votar por Humala. Votar en blanco o viciar el voto es en efecto una opción democrática. Así expresan su insatisfacción aquellos que consideran inaceptables ambos candidatos. Deslegitimar esta opción es ver las elecciones como un mero mecanismo para seleccionar un presidente y no percibir que para cada votante el acto electoral es la expresión de su opción política, algo así como su participación en un gran diálogo nacional. Democracia no es solamente elecciones y libertad. Es también la apertura universal y equitativa de la vida política.

En nuestro país tan poco democrático, tan fraccionado, las elecciones son de los pocos momentos en los que todos nos reunimos a deliberar en conjunto. Nosotros que habitamos espacios anónimos informados por la desigualdad, nosotros que no somos iguales ni frente al mostrador de una tienda, que escuchamos decir sin desparpajo que la voluntad del pobre no cuenta, deberíamos valorar nuestras elecciones obligatorias, un acto en el cual todos los peruanos tenemos el mismo poder y del cual depende el futuro del país. Consideramos un deber participar de las elecciones; al menos en esa medida representamos en nuestras leyes la integración que nos falta en el resto de nuestra vida política. La legislación que obliga a votar a los sectores menos educados del país no es causa de nuestro subdesarrollo y de la pobreza de nuestra vida política. ¡Como si pudiésemos achacarle a los analfabetos y pobres la miseria de nuestros políticos y la ceguera y mediocridad de nuestras clases dirigentes!

Mucho del miedo que se expresa en el rechazo a Humala tiene su origen en la culpa que naturalmente produce vivir en un país donde hay más de diez millones de personas que apenas si pueden subsistir mientras unos pocos pueden darse una vida plena. El nuestro es un país difícil. Las Casas hablaba del oro de las Indias para referirse tanto a lo que alentaba la rapiña de los conquistadores, como a la oportunidad que brindaba el nuevo mundo para quien buscaba desplegar el amor incondicional del verdadero cristiano. Nosotros somos nuestro oro, el oro del Perú. El reto que nos imponen nuestro pasado y nuestro presente es enorme. Pero ahí mismo, en nuestro capital humano, en la riqueza de nuestra identidad, y en la fortaleza que tendremos si logramos resolver nuestros problemas, está nuestro futuro. Es alentador que las nuevas generaciones busquen comprometerse políticamente. Ojalá no tengan que andar una vez más el tortuoso camino de nuestra historia.

Cuando amanezca el 6 de junio, ¿habremos avanzado en la construcción de un mejor país? Lo que el Perú necesita ahora es integración y amor propio, genuino, aquel que se muestra en el aprecio a nuestra identidad común, a la hermandad de todos los peruanos. Nuestra historia política reciente es un rosario de basura por un lado y de oportunidades perdidas por el otro.

Los países no son empresas, y no los podemos dejar atrás como dejamos un empleo. Nos identifican; determinan lo que somos. Quienes olvidan estos aspectos de la vida política en nombre de la modernidad y el modelo económico, de una sociedad de autómatas productivos, expresan así las taras que desgraciadamente llevamos encima. ¿Podremos los peruanos, esta vez y cuando pareciera más difícil que nunca, sacarle ventaja a las circunstancias en aras de un Perú mejor? ¿O tendremos más bien aceptar una vez más que estamos dispuestos a tolerar lo intolerable siempre y cuando podamos retirarnos a nuestros espacios privados, nos dejen trabajar, y sigamos creciendo económicamente?

*Jorge Secada Koechlin, filósofo, es jefe del departamento de filosofía de la Universidad de Virginia y profesor visitante de filosofía moderna en la Universidad Jesuita Antonio Ruiz de Montoya de Lima