José Carlos García Fajardo (*)

En España estamos viviendo una situación de malestar creciente, angustiosa y que puede explotar por desesperación insoportable. No valen parches ni retóricas gubernamentales. Los políticos ocupan el lugar que antes tenían los terroristas en la lista de las más grandes preocupaciones de los ciudadanos. Van a la par de los banqueros y de los lobbies financieros que actúan bajo la etiqueta de “mercados”.

 

Los medios de comunicación nos desconciertan: estafas de millones que huyen a paraísos fiscales; personas tenidas por respetables que mienten ante los tribunales; instituciones religiosas, militares y garantes del orden público que especulan con dinero negro; clérigos que, en un Estado que garantiza la libertad de conciencia, reciben millones de euros al año de los presupuestos del Estado, incapaces de obtener la financiación de sus fieles.

Pretenden imponer sus creencias en las escuelas con cargo al Erario e impartidas por quienes no han superado las pruebas a las que se someten todos los docentes ante tribunales imparciales. Son designados por los obispos, pero pagados por el Estado. Las religiones deben aprenderse en los templos o en los hogares. Es conveniente que en los colegios se imparta Historia o Fenomenología de las religiones como integrantes de las diversas culturas.

Vivimos un ambiente de desazón, hambre y desolación de millones de ciudadanos ante el silencio de gobernantes que se descalifican mutuamente, mientras el paro supera los cinco millones y más de 500.000 familias sobreviven sin uno solo de sus miembros con trabajo fijo.

Y lo que parece una pesadilla, en un país que se contaba entre los diez más desarrollados del mundo y con una economía floreciente, se ha pinchado esa burbuja inmobiliaria y financiera que muchos veníamos denunciando. Nadie se hace responsable ni es llevado ante los tribunales para que rindan cuentas y paguen por su depredación y malversación enloquecidas.

Pero no podemos venirnos abajo al contemplar un mundo al revés en una atmósfera de locura en la que pretenden que “todo vale” con tal de que produzca beneficios para unos pocos, a costa de la pobreza de la inmensa mayoría.

Lo inimaginable hasta ahora, el espectro de la pobreza alcanza ya a cientos de miles de personas de clase media, que hacen cola ante comedores y centros de reparto de alimentos de organizaciones de la sociedad civil. O que van por las noches a rebuscar en los contenedores de desperdicios de los grandes supermercados.

Crecen la pobreza, la desigualdad, la marginación y la exclusión. Se mantienen los presupuestos para armamento, se vulneran derechos humanos fundamentales y se privilegian las relaciones con regímenes políticos que mantienen la pena de muerte, la tortura como sistema y la injusticia social como método.

Para que no nos arrastre la desilusión y se apague la esperanza podemos compartir un texto que pueda animarnos a arrimar el hombro para hacer que cada día, cada minuto se llenen de sentido porque no hemos podido haber nacido para padecer y contemplar tanta injusticia de muerte.

Porque muere lentamente quien se transforma en esclavo de la rutina, repitiendo los mismos trayectos, no se arriesga a abrirse a nuevos horizontes y no le habla a quien no conoce. Quien no se acepta como es y no actúa en consecuencia, prefiere lo ya conocido aunque mezquino a un remolino de emociones, de esas que rescatan el brillo de los ojos, transforman en sonrisas los bostezos, y en oportunidades los problemas.

El que no se atreve a cambiar de rumbo cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de ese sueño que lo desvela. Quien no se permite alguna vez huir de los consejos sensatos. Quien no viaja, no lee, quien no oye música, quien no es amable consigo mismo. Quien destruye su amor propio sin reconducirlo hacia horizontes de armonía, quien no se deja ayudar. Quien pasa los días quejándose de su mala suerte o de la lluvia incesante o que no se atreve a preguntar sobre un tema que desconoce o no comparte lo que sabe. Quien no comparte sus emociones, alegrías y tristezas, no confía, no lo intenta, no trata de superarse o no aprende de las piedras del camino de la vida, quien no ama y se deja amar.

Evitemos esta muerte silenciosa y aburrida, recordando que estar vivo exige un esfuerzo mayor que el simple hecho de respirar. Pero que, al fin, nos reconcilia con la vida.

(*) Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)

Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Twitter: @CCS_Solidarios