José Carlos García Fajardo (*)

Un cálculo fiable atribuía a la inmigración en España el 50% del aumento del PIB en el último lustro. Los niños nacidos con al menos un progenitor extranjero superan el 17% a nivel nacional. Entre los países de la OCDE, España ha pasado en cinco años del puesto 21 al 11 en porcentaje de extranjeros respecto a la población total (8,5%). Han aportado savia nueva al viejo tronco: aquí viven y trabajan, consumen, pagan cotizaciones e impuestos, dinamizan la sociedad. Además, se casan y tienen hijos. La natalidad española remonta gracias a este grupo. Es cierto que debido a la crisis actual muchos inmigrantes sin trabajo han regresado a sus países de origen, pero los que están bien afincados, con buenos puestos de trabajo e hijos escolarizados, no se van.

 

Las mujeres que han llegado de fuera tienen más hijos (1,73 de promedio) que las españolas (1,28), pero su tasa de fecundidad baja en cuanto se someten a nuestro modelo económico: trabajo, alojamiento, créditos. Las dificultades para conciliar trabajo y familia y la escasez de servicios de atención infantil asequibles pasan factura si no aportamos los factores correctores de la natural deriva.

La nueva situación obliga a reforzar los mecanismos de integración de estos nuevos españoles. La escuela y los servicios públicos tienen un papel central, pero para que lo alcancen se requieren medios adecuados. Discutamos sobre esto y no sólo sobre los efectos de la inmigración irregular, una pequeña parte de la que llega a nuestro suelo. En esto sí que todos podemos ayudar a una integración en libertad, en democracia y en el disfrute y garantía de los derechos humanos y sociales. A menudo se olvida que un gran porcentaje de los extranjeros que viven aquí son pensionistas europeos que aportan su riqueza y su cultura.

Quienes llegan al país de acogida tienen que respetar las leyes que recogen los derechos fundamentales y que son causa del desarrollo y bienestar que les sedujeron para abandonar sus lugares de origen. Ningún país desarrollado puede aceptar que en su territorio se margine a la mujer o a los menores en cualquiera de sus formas, ni que se mutilen ni que se les obligue a casarse contra su voluntad. Son derechos fundamentales reconocidos tras duras conquistas sociales. Otra cosa es el respeto a sus costumbres en la comida, en el vestido, en sus fiestas o prácticas religiosas, siempre que no alteren el orden establecido.

El diálogo intercultural enriquece a los ciudadanos de orígenes diversos. Todos somos mestizos y pertenecemos a una misma raza humana con matices diversos. Los países de acogida deben mostrar una actitud de respeto por el otro y de mutua ayuda con los que llegan para integrarse con nosotros sin que nadie pierda sus señas de identidad.

Nuestro periclitado modelo de desarrollo sostiene que hay que levantar los controles sobre el flujo de capitales, la información y los servicios. Pero cuando se trata de inmigrantes y refugiados los países ricos imponen su derecho a controlar sus fronteras.

Hace cincuenta años, ni los africanos ni los latinoamericanos emigraban en la proporción actual. Emigrábamos los europeos meridionales: españoles, portugueses, italianos y griegos; también los irlandeses. La psicosis de invasión de emigrantes es insensata y suicida pues pone en peligro el crecimiento económico y el desarrollo social de un país que durante siglos se apoyó en la emigración a Latinoamérica, aparte de los millones de ciudadanos que España envió a diversos países de Europa en similares condiciones a las de los inmigrantes que hoy tanto les asustan. Y en los últimos años se ha incrementado el número de universitarios que van a países extranjeros en donde podrán completar y ampliar sus estudios y practicar sus conocimientos, al menos mientras dure la crisis. Pero esos viajes pueden transformarse en ampliación de conocimientos y no se pueden considerar como emigraciones, sin más. La mayoría regresará, al menos a los países de la Unión Europea o de América.

Cualquier política de inmigración fracasará si se limita a trabajar sobre las condiciones de destino y no aborda lo que ocurre en el origen. Los países europeos tienen que reconocer el derecho natural a la emigración y favorecer la legislación más generosa para convertirnos en tierra de asilo, como simple reciprocidad en la acogida de quienes un día recibieron a decenas de millones de europeos. Es posible favorecer esa integración sin absorción alguna. Es preciso celebrar la inmigración que necesitamos para sobrevivir y dar lugar a pueblos nuevos en tierras remozadas. No está lejano el día en que sabremos transformar la explotación, las guerras y los prejuicios en innovaciones capaces de organizar una sociedad cosmopolita, global y en la paz que procede de la justicia. Aunque sea por mera supervivencia.

(*) Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)

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