pedro huilca tecsePor Gustavo Espinoza M. (*)

El asesinato de Pedro Huilca, ocurrido hace casi exactamente veinte años —el 18 de diciembre de 1992— cerró el ciclo que en la historia política de nuestro país se abriera el 29 de agosto de 1975, cuando fuera depuesto al general Juan Velasco Alvarado.

Se ha dicho -y es verdad- que la primera vez que la clase dominante realmente sintió miedo en el Perú, fue cuando el General de voz tronante anunció al mundo la expulsión de la Internacional Petroleum Company —un 9 de octubre de 1968—, y dio inicio a un proceso de transformaciones revolucionarias que cambiaría el rostro de la nación.

El miedo se convirtió en pánico el 24 de junio de 1969 cuando se promulgó la ley de reforma agraria que eliminara de raíz el latifundio, y se hizo carne viva en la casta dominante en cada una de las acciones impulsadas desde entonces: la reforma de la industria, la creación de la Comunidad Laboral, la ley de estabilidad en el trabajo, la recuperación de Marcona y de la Cerro de Pasco, la Reforma de la Educación y otras. Y llegó a su punto culminante en julio de 1974, cuando se dictó la expropiación de los medios de comunicación —la prensa “grande” y la TV— en manos de pequeñas y corruptas camarillas de Poder.

Cuando eso ocurrió, una banda de inimputables, alcoholizada al extremo, optó por mostrar su ira prendiendo fuego al Pabellón Nacional. Concentrada en el Ovalo de Miraflores, la gavilla tomó en sus manos el símbolo patrio y lo quemó impunemente, renegando de su origen y de su identidad. Años más tarde, y al amparo de administraciones mafiosas, estos mismos elementos tuvieron la osadía de demandar —y conseguir— que su gesto obsceno, fuera considerado “una protesta” por “la censura de prensa”. En el extremo “perpetuaron” su acción con una placa que hoy ensucia el lugar y constituye una ofensa a los peruanos.

El desplazamiento de Velasco, encubierto por diversas maniobras diversionistas que sorprendieron a buena parte de la ciudadanía, marcó el inicio de la recomposición del Perú oligárquico. La administración de Morales Bermúdez —primera responsable del desgobierno— no pudo, sin embargo, hacer mucho en materia. Los Paros de julio de 1977 y mayo del 78- le mostraron que sus días estaban contado y no le quedó más alternativa que entregar el Poder “a los civiles” dos años después. De ese modo, y gracias a la dispersión del movimiento popular, Belaúnde Terry volvió a la gestión del Estado en lo que se denominó el proceso de “restauración democrática”.

Lo que se restauró -y por cierto, de una manera muy limitada- fue la democracia burguesa, que volvió a convivir con el Poder Imperial retrocediendo en campos vitales para la vida nacional. Belaúnde, primero, y García después, no se atrevieron, sin embargo, a liquidar las conquistas sociales de los trabajadores, destruir el sector estatal de la economía, ni privatizar las empresas públicas. Redujeron al máximo la capacidad operativa de las mismas y arrancaron lo que pudieron a los trabajadores en beneficio del Gran Empresariado; pero tampoco alcanzaron a desandar muchos de los caminos trazados en materia agraria, educativa, cultural y de salud, por el proceso anterior; y debieron aceptar un régimen híbrido en el que coexistían signos distintos de la vida nacional.

Con ambos gobiernos, se desenmascararon como sirvientes obcecados del Gran Capital y del Poder del Imperio y desenvainaron su espada contra los trabajadores, en procura de restaurar de modo completo el Poder Oligárquico. Eso, no fue posible porque no alcanzaron a tener en sus manos todas las riendas del Poder, como anhelaban.

Fue el régimen de Fujimori, a partir de 1990, el que dio el paso decisivo en la materia. A la sombra de un caudillo aventurero e inescrupuloso que vendió su alma al diablo, los militares más reaccionarios y la embajada yanqui urdieron acciones siniestras contra el pueblo, y operaron a espaldas de la nación para destruir lo conquistado. Fue el tristemente célebre “Plan Verde” el instrumento.

Tres fueron los ejes de su accionar en el periodo: fascistizar a la Fuerza Armada, levantar una amenaza gigantesca contra el país y establecer una administración punitiva colocándola en manos de la Agencia Central d Inteligencia —la CIA— y los servicios secretos nacionales. Para el efecto de aplicar sin resistencia esa política, consumaron el Golpe de Estado del 5 de abril de 1992 lo que les permitió concentrar todos los resortes del Poder en una sola mano.

Todo quedó listo a partir de estos hechos para desmantelar completamente el proceso de desarrollo independiente del país e instaurar el “modelo” neo liberal inspirado por los “Chicago boys” que se había impuesto en Chile gracias a la dictadura de Pinochet. Faltaba, sin embargo, un detalle: maniatar a los trabajadores intimidando al pueblo. El asesinato de Pedro Huilca Tecse fue la clave.

Tres meses después del golpe de abril, el entonces ministro de economía Carlos Boloña, aseguró a los banqueros que en poco tiempo más sería “liquidada” la resistencia sindical al programa económico del régimen. A inicios de diciembre del mismo año, en el marco de la Conferencia Anual de Ejecutivos —el CADE— celebrada en Arequipa; el propio Fujimori, arrogante y soberbio, dijo en tono desafiante: “Ya se acabó el tiempo en el que la dirigencia de la CGTP dictaba la política laboral en el Perú”. Fue, sin duda, el último aviso. Después, hablaron las balas.

El viernes 18 de diciembre, en las primeras horas de la mañana, en efecto, un Comando no identificado atacó en la puerta de su domicilio —en Los Olivos— al Secretario General de la CGTP, y le quitó la vida. Minutos después, desde el Aeropuerto Internacional donde se encontraba preparando un viaje al Ecuador, Alberto Fujimori no tuvo reparo en asegurar que fue “Sendero Luminoso” el autor de los disparos asesinos. Pocos días después, una “edición especial” del Diario de Marka, en manos de SL reivindicó el hecho como obra de su organización. Sólo después de haría evidente que el crimen fue consumado por el régimen.

Hoy, es frecuente que se recuerde lo que fue realmente Pedro Huilca. Pocos reparan, sin embargo, en lo que le costó ser lo que fue. Porque a Pedro, nadie le regaló reconocimientos ni cargos en vida. Se los ganó en la lucha, defendiendo a pulso sus ideas, y enfrentándose con firmeza a quienes lo agredieron desde uno y otro lado de la trinchera. Fue difícil mantener por diez años la dirección de la Federación de la Construcción en sus manos. Pero fue mucho más difícil aún ser ungido como Secretario General de la CGTP en un ambiente hostil, venciendo, resistencias, incomprensiones y mezquindades. Y fue aún más duro mantener nueve meses ese cargo hasta ofrendar la vida en él, atacado como estaba por adversarios de diverso signo.

El argentino Jorge Luis Borges decía que lo más importante en la vida de un hombre, “es la imagen que guardan de él los demás hombres”. Y la imagen que guardamos de Pedro quienes vivimos y luchamos a su lado, es la de un hombre íntegro, definido y valeroso. No era estrecho, amorfo, conciliador, opaco, oportunista. Supo ser leal a la causa que enarboló, porque fue leal a su propia conciencia. Por eso fue constantemente agredido y atacado.

Con frecuencia se ha citado de él una frase: “Luchamos por una causa superior a nuestras vidas”. No es una frase de escritorio ni una expresión literaria. Es la palabra de un hombre puesto en un trance histórico, cuando entendió que debía ser leal a la confianza que los trabajadores habían puesto en él, y que estaba llamado a entregar la vida en la batalla. Fue una frase dicha, en efecto, en la antevíspera de su muerte y forma parte del último documento que aprobó dos días antes de caer abatido por balas asesinas. El texto —recordémoslo— decía: “Por encima de nuestra libertad personal y aún de nuestras vidas, está la causa por la que luchamos, que sobrevivirá, sin duda alguna, al ingeniero Fujimori y a todos sus serviles y obsecuentes portavoces”. Fechado el 15 de diciembre, el mensaje sólo fue publicado ocho días después del crimen por el diario “La República”. .

Muchas veces se ha dicho que debemos seguir el ejemplo de este valeroso combatiente. Ese compromiso no debe ser una frase de ocasión. Exige revelar lo que se sabe, sentir lo que se dice, y decir lo que se piensa. Y es, ciertamente, la única manera de ser leal a la memoria de lo que Lermontov habría considerado “Un hombre de verdad”.

Al rendirle homenaje en esta circunstancia, hay que reafirmar el compromiso de no descansar hasta que se haga definitiva luz sobre este crimen, y hasta que el recuerdo de Huilca sea realmente tomado en sus manos por los que honran su nombre y su memoria. (fin)

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.pe