Por Guillermo Olivera Díaz*
Francisco Espinoza Orrego, a quien no conozco, pero sabemos que sus ascendientes son cruceños, como yo, catachino en particular (en Catache vi la luz un 14 como hoy), dice de mi fecha: “Mi estimado colega y mejor amigo, coterráneo de mis ancestros, deseo que la recordación de tu natalicio sea motivo de gran satisfacción para ti, tu familia y nosotros tus amigos, por la brillante labor de docencia y ética política que realizas en cada uno de tus valientes crónicas, vaya para ti nuestro afecto y mejores deseos de felicidad permanente”.
Presuroso le contesté: “Sí, pues, hoy 14, añado uno más a mi vida de lucha por el derecho. Mis padres no imaginaron, ni intuyeron, que traían a un luchador para defender la causa pública. Gracias Francisco por el saludo antelado”.
Nací el 14 de enero de 1945, por suerte sin anomalías cariotípicas o cromosomáticas. Tampoco creo que en mi genotipo hayan atisbos de orientación jurídica, pues el derecho, tal como el sacerdocio de sotana o la política con torcidas revocaciones, no reside en el DNA, genes dicen otros, del núcleo de la célula germinal. El hombre no nace sino que deviene persona; el Ello innato no existe (Shorojova). Nacemos como un conjunto de tejidos y órganos con posibilidades de desarrollo, sin dirección u orientación alguna a roles sociales que el hombre en su devenir creó o instituyó, mucho tiempo después de la existencia del código genético de nuestros 46 cromosomas.
Me hice abogado en San Marcos, de 1965 a 1969; titulándome el 2-3-1970. Los 5 años de estudios, 2 de letras los hice en la universidad de Trujillo, me los autofinancié, siendo un pertinaz taxista. Primero, tuve un chiquirritico Fiat 600 (comprado con mi respetable indemnización por despedida intempestiva), luego un 1,100D y al final un longilíneo Chevrolet Belair. Con ellos hice taxi y servicio público de colectivo, los esperados domingos de 6 am a 6 pm y diariamente después de asistir a mis clases de derecho. En profano, trabajaba y literalmente la sudaba, a la vez que estudiaba la profesión abogadil. Mi promedio de notas, esos 5 años, fue de 17.25, por cuyo guarismo obtuve la beca Mariano Ignacio Prado y proseguí estudios de post grado en Roma, Italia. Al regresar comencé a ser docente universitario.
Son 42 años que lucho sin cuartel como abogado contra los tiranos fiscales y jueces, muchos venales y prevaricadores. Por ejemplo, contra la inefable jueza María Eugenia Guillén Ledesma, de Villa María del Triunfo. Mucho antes contra un vocal Virgilio Landázuri Carrillo, entre otros. No me arrepiento de mis logros, aunque fueren pocos.
Me habría gustado servir en la Corte Suprema, como vocal, pero la ignominia me cerró el paso. Si al Congreso actual, cuyo desprestigio y descomunal angurria alcanzó el clímax, se le ocurriera proponerme para integrar el Tribunal Constitucional con mucho gusto lo aceptaría. Los pondría en vereda en este malquisto ente, como pude hacerlo cuando fui juez penal titular de Lima. Léase mi libro “El proceso penal peruano. Mi experiencia judicial” . En él rendí cuenta al país de la labor cumplida.
¡Fueron los ensueños tenidos en mi fecha aniversario, los 14 de enero de cada año, y que éste me encuentra aquejado con misteriosas cefalalgias, que me constriñen a dieta!
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14-1-2013