Fray Bartolomé de las Casas |
Por Jorge Rendón Vásquez
Nuestro país está enfermo de racismo. No es un racismo oculto, sino ostensible y cotidiano, pese a no ser un apartheid legalmente admitido y a la existencia de leyes contra la discriminación que, en general, no se cumplen.
El racismo o discriminación racial implica la preferencia de los blancos y blancoides o blancones en el trabajo, en las instituciones privadas y públicas y en otros aspectos de la vida social, y la exclusión correlativa de los indios, negros y mestizos, considerados inferiores por los blancos.
Este racismo presenta dos manifestaciones: una originaria y otra, de sumisión.
La primera se manifiesta como discriminación y desprecio impulsados y practicados por gentes de raza blanca y otras con acusados rasgos faciales correspondientes a esta raza contra los indios, negros y mestizos. (Por mestizos se comprende al grupo humano resultante de las uniones de blancos, indios, negros, asiáticos y su descendencia.) Es el racismo que va de arriba hacia abajo, impuesto activamente por la diminuta cúspide blanca, poseedora del mayor poder económico de la sociedad, a través de sus maneras de pensar, actitudes personales y medios de comunicación social animados por modelos blancos. Este racismo es asumido por los mestizos de caracteres blancos (blancoides o blancones) contra otros mestizos menos claros que ellos, y obviamente también contra los indios y los negros. Cuanto más se asemeje el rostro de un blancoide al de los blancos su valoración personal será mayor y su desdén por las personas con rostros de rasgos indios o negros más acentuado. A raíz de esta discriminación, para muchos mestizos raciales o culturales la unión matrimonial o convivencial con una persona de caracteres más blancos que los suyos constituye un avance en su promoción social. Ciertas mujeres con rasgos blancos aceptan esas asociaciones, intuyendo que podrían ofrecerles la seguridad y la posición económica más elevada de su pretendiente. Los hijos comunes irán luego a colegios particulares con un alumnado preferentemente blanco o blancoide, y, si acceden a la educación superior y disponen de los recursos suficientes para el pago de las pensiones, continuarán en ciertas universidades privadas creadas para recibir a esos grupos racialmente claros y convertirlos en cuadros de los aparatos empresarial y estatal.
La otra faz del racismo se ubica en la conducta sumisa de los mestizos e indios frente a los blancos y en su actitud discriminatoria de sus propios congéneres, como una manera normal de vivir en la sociedad. Manifestaciones de este racismo inverso o de sumisión, que va de abajo hacia arriba, es la tendencia general en numerosos indios y mestizos a considerar a los blancos como sujetos superiores a ellos, a creerles más que a quienes no lo son, a obedecerlos sin reflexión si los blancos tienen el poder de mandar y a preferirlos en las múltiples relaciones sociales. Un policía, un militar, un juez y un fiscal mestizos serán más benévolos o condescendientes con un blanco o un blancoide que con un indio o un mestizo de rasgos indígenas, sobre quienes descargarán todo el rigor de la ley y los harán víctimas de sus abusos más execrables, en tanto que hallarán siempre para aquéllos una causa eximente de responsabilidad; los blancos y blancoides gozarán para ellos de preeminencia en el ingreso al trabajo y a ciertas instituciones y en los ascensos; un guardián mestizo dejará pasar a un blanco o blancoide y hará valer la prohibición contra un indio o un mestizo; un vendedor, funcionario o empleado mestizo dejará de atender a un indio o un mestizo más prieto que él para ocuparse de un blanco o blancoide que llegó después. Para este racismo de sumisión no existen el orden de llegada, la igualdad de oportunidades, ni, finalmente, la igualdad ante la ley. Parece obvio que el racismo originario sería menos agresivo o de hecho no existiría si el racismo de sumisión fuera erradicado de la conciencia de los mestizos que lo practican, como se extirpa un hongo parasitario que sólo puede vivir de la savia de la planta a la que se adhiere.
¿Cuál es el origen del racismo tan metido en la conciencia de nuestro pueblo?
Apareció con la conquista de América por los españoles y portugueses en el siglo XVI. La derrota de los pueblos aborígenes trajo como correlato su esclavización y posterior servidumbre. Para los conquistadores blancos los habitantes de América eran seres inferiores. Cuando hacia 1540, fray Bartolomé de las Casas llevó a España sus denuncias contra el aniquilamiento de las poblaciones aborígenes por los conquistadores, a punta de torturas, asesinatos y explotación ilimitada, el Consejo de Indias le hizo firmar al rey ciertas disposiciones de protección de los indios para impedir su aniquilamiento como fuerza de trabajo, que los conquistadores españoles de América se negaron a cumplir. La réplica ideológica contra la campaña de Bartolomé de las Casas provino del fraile Ginés de Sepúlveda, quien enarbolando la tesis de que los habitantes de América eran seres inferiores a los humanos, sostuvo que no merecían otro trato que la dominación total. En el famoso debate de Valladolid, en 1550, entre ambos monjes ante una junta de teólogos, no hubo vencedor ni vencido. Poco después el Consejo de Indias emitió las leyes de estructuración social de las colonias de América por castas raciales minuciosamente jerarquizadas. Por ellas, un español peninsular estaba en un nivel superior que un español nacido en América; los hijos de un español con una india eran mestizos; los de un español con una negra, mulatos; los hijos de mestizos entre sí eran mestizos, y así sucesivamente. En último lugar, después de los negros que sólo podían ser esclavos, estaban los indios. Y todos estos sujetos descendientes de progenitores de razas diferentes y legalmente excluidos de la educación, salvo los hijos de los curacas colaboradores del poder español, debían respeto y sumisión a los blancos peninsulares y americanos.’
Durante los tres siglos que duró la dominación colonial en América tal estratificación racial de la sociedad modeló la conciencia de los habitantes de América tan fuertemente como la imposición del feudalismo, de la lengua castellana, de la religión católica y de los usos y costumbres hispánicos.
La revolución de la independencia, a comienzos del siglo XIX, si bien anuló las leyes de estratificación racial, no pudo ni siquiera mellar esa conciencia de discriminación. Al contrario, la continuación de los blancos nacidos en América en el poder político, la mantuvo con caracteres más pronunciados. El racismo, ingrediente consustancial de la explotación del indio, del negro y del mestizo, siguió irradiándose desde los centros de dominación blancos en la ciudad y en el campo. Las autoridades judiciales, policiales y eclesiásticas a su servicio se desplegaban contra los indios, negros y mestizos con más ensañamiento y rabia que los mismos gamonales. Y así continuamos viviendo.
No se libran del racismo ni siquiera ciertos profesionales e intelectuales descendientes de familias blancas o blancoides, simpatizantes de alguna tendencia de izquierda. Lo exhalan y transpiran en sus actitudes y actividades profesionales, políticas y literarias, y, si gozan del poder de decidir, prefieren a los blancos y blancoides frente a los mestizos e indios; y si, por ejemplo, acceden a la conducción de alguna revista, periódico o institución se desvivirán por destacar los íconos blancos, dejando de lado a otros con mayores méritos, pero considerados por ellos de razas inferiores, para halagar a algún jefe blanco.
La discriminación en las empresas es más abominable todavía. Las hay que sólo reciben para sus puestos de dirección, de oficina y de trato con el público a hombres y mujeres blancos y blancoides. Las leyes contra la discriminación laboral carecen de vigencia en esos ámbitos que gozan en la práctica de extraterritorialidad.
¿Qué hacer para eliminar el racismo?
Se requiere completar el elenco de normas contra él, pero más que eso, es imprescindible un cambio en el comportamiento de las mayorías sociales mestizas e indias, que equivaldría a una revolución en su conciencia. Si aún no lo saben, estas mayorías mestizas e indias deben aprender a reaccionar contra la discriminación, especialmente en el acceso a los empleos estatales y privados y a los bienes y servicios a los cuales tengan derecho, y a contestar el menoscabo y el insulto racial. Este cambio podría ser promovido a través de la educación en todos sus niveles, y, si ésta fuera incapaz de cumplir esa tarea por hallarse manipulada por la cúpula gobernante y por grupos interesados en mantener el racismo, por la acción de los partidos, movimientos sociales y personas que asuman la misión de sanear la conciencia colectiva e individual de ese trauma heredado para arribar a un espíritu nacional más diáfano y homogéneo.
Los movimientos y partidos políticos llamados a sí mismos de izquierda deberían ser descalificados por las mayorías sociales si en sus programas no inscribieran en primer lugar la erradicación del racismo y si no practicasen una conducta compatible con este propósito.
En 1972, varios funcionarios del gobierno de Velasco Alvarado convencimos a los coroneles del COAP sobre la necesidad de dar una ley que destinase el 50% de la programación de las televisoras y radios a las manifestaciones culturales nacionales, sobre todo la música folclórica y criolla. Algunos intelectuales de derecha se escandalizaron ante lo que calificaron como una osadía inadmisible, pero carecieron en absoluto de eco. No era ese un gobierno apto para aceptar su influencia; y esa ley se dio y se cumplió. Fue a su modo uno de los primeros ataques contra la discriminación racial en el Perú, con el mismo espíritu que la ley de Reforma Agraria, dirigida a acabar con la herencia feudal de los conquistadores blancos.
(30/1/2013)