Por Eduardo Gonzalez Viaña
Para Antonio Melis y Lucia Lorenzini
Llama del Perú
El talento del gran cirujano de Trujillo, Daniel Canchucaja, responde del éxito de la operación que me fuera practicada hace algunos días. También yo tengo que ver en el asunto por la fe sin reservas que deposito en los sabios de mi tierra. Fácil habría sido recurrir a un centro clínico norteamericano porque soy catedrático allá y gozo de un seguro excelente. Pero aposté por el Perú, y gané.
Hubo sin embargo alguien que tuvo también participación decisiva en superar los infames días postoperatorios. Fue mi tía Hulda.
Ella está cumpliendo 95 años ahora y desde hace varios vive en el mundo de la ceguera.
¿Con quien habló mi tía?…Ni con el alcalde ni con el presidente de la región… Lo hizo con alguien mucho más poderoso. Y les voy a decir de quién se trata. Sin embargo, tengo antes que contarles algunos rasgos de la vida y carácter de nuestra personaje.
Hulda no fue a la universidad porque no eran los usos de su tiempo, pero sus fervorosas lecturas y su correspondencia con personalidades extranjeras hacían de ella una mujer ilustrada.
Aunque su padre, don Guillermo Viaña, era un hombre de poder y poseedor de una vasta biblioteca, al igual que la gente de su tiempo, era de un supremo patriarcalismo, y su figura, vestida siempre de inmaculado banco era completo disuasivo para los jóvenes que se atrevieran a pretender a sus dos últimas hijas solteras.
Hacia 1953, comenzó a llegar desde Trujillo a Chepén el poeta Euclides Santa María quien desesperaba por Hulda. Mi abuelo no lo aceptó. En vista de ello, mi tía viajaba a Pacasmayo donde residía Mercedes, mi madre, y allí en la sala de nuestra casa recibía las visitas del desconsolado vate.
Don Euclides, a quien yo miraba con mucha atención, no tenía la imagen que les suponía a los poetas. Usaba sombrero, tirantes y zapatos de piel de cocodrilo, y por fin, era algo gordito, lo que me sugería más bien la silueta de un cantante lírico italiano.
Con mi tía al piano, el poeta dejaba escapar ayes y arias que Huldita había recibido por correo como la última novedad europea.
Parece que en esa época hubo una epidemia de mal de amores. Al mismo tiempo que ellos, en Londres sufría de lo mismo la princesa Margarita de Inglaterra enamorada del plebeyo divorciado Peter Townsend. Ni su inflexible hermana Isabel ni el Parlamento aceptaban una posible boda entre ellos.
Como la princesa había nacido el mismo día 21 de agosto que mi tía, mi madre comentaba: ¡Por eso, esa muchacha es tan loca como mi hermana!
Luego de dos años apasionados en que no hubo guerras mundiales ni disputas en el Parlamento, el planeta se detuvo unos minutos cuando las radios dieron la noticia de que la joven Windsor había renunciado a su amor en octubre del 55.Unas semanas más tarde, Huldita dejó de visitarnos. Euclides, como buen poeta, se hizo invisible, y los suspiros de los enamorados se fueron al aire para siempre. A mí se me quedó la imagen de que los poetas usan tirantes, son algo desentonados, pero cantan con la vista dirigida hacia un amor imposible.
El pasado domingo, mis familiares se aprestaban a festejar el 95 cumpleaños de mi tía, pero la preocupación por mi salud hizo que esos planes se derritieran. ¿Con quién habló entonces mi tía? Los ciegos tienen siempre los ojos puestos en el cielo. Y hacia allí miró la tía Hulda.
Pero no le rogó al Altísimo, ni le ofreció penitencia alguna. Más bien, le llamó la atención. Le echó en cara algunas tristezas familiares y llorando le increpó: ¿Qué tienes tú contra ese muchacho? Está bien que se operara, pero después ¿por qué razón le estás enviando todas esas molestias?… Eduardo es un escritor y un muchacho lleno de amor por su gente. ¡No, Señor! ¡Tú me lo curas de inmediato!
Esa es la razón por la que el brillante Daniel me dio de alta hace unas horas, y he venido aquí para escribir esto, y cuando busco ideas en lo alto, me parece que estuviera lloviendo.
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