Por Eduardo González Viaña
Si un cacaseno escribiera que Alice Munro ha ganado la medallita del Premio Nobel debido a su amistad con el rey de Suecia, algún periódico acogería su escrito porque todos tienen derecho a hacer el ridículo.
El error de la famosa escritora consistiría en responderle. La gente miraría con interés al cacaseno por lo menos una semana aunque Munro es universal y su improvisado detractor no hubiera escrito libros sino en el dialecto de su barrio.
En octubre se ha hecho algo similar con uno de los peruanos más distinguidos de la historia actual, César Lévano, y con un personaje de dimensiones históricas, el Che Guevara.
Nada de esto es nuevo. Con los dos se ha ensayado muchas veces el asesinato moral, pero todo el tiempo sus detractores terminan con el rabo entre las piernas.
El año pasado, a Lévano, el doctor —no consigo recordar su nombre—, rector de la Universidad de San Marcos, lo despidió de su puesto en el centro cultural de esa casa de estudios alegando la edad del escritor, periodista y luchador social que algún día tendrá un monumento. ¿Quería el doctor —¿cómo se llama?— aparecer entonces a su diestra?
La repulsa que ese hecho causó fue tan grande y los homenajes que se rindieron a César fueron tantos que la gente terminó por olvidar el nombre del autor del desaguisado. Eso es terrible porque, en estos casos, la más secreta motivación del ofensor es aparecer junto al ofendido en la memoria colectiva.
La chaveta de otro prójimo le acaba de augurar una muerte próxima. Dice que muy pronto César podra conversar en el otro mundo con José Carlos Mariátegui. Eso es obvio porque todos vamos a morir. Sin embargo, la pregunta que nos hacemos es qué va a pasar cuando también le toque irse al agorero. ¿Allá, en el otro mundo, lo reconocerá como nieto su abuelo presunto?
Frente a un Mozart, hubo siempre un Salieri, y al lado de Vallejo, un Clemente Palma, envidiosos de su fama y afanosos de compartir la inmortalidad con ellos.
Al héroe Ernesto Che Guevara se le considera un modelo de la condición humana, y en ello coinciden incluso quienes no comparten sus ideas. Sin embargo, este mes, al conmemorarse el aniversario de su muerte, algunos detractores suyos emergieron desde las alcantarillas.
¿Qué dijeron? Sólo refritos: que Fidel Castro ordenó su muerte y que él mismo era un maldito. ¿Qué fuentes citaron?... Las de siempre: pero esta vez usaron las de un personaje novelesco, Félix Ismael Rodríguez, alias El Gato, un cubano que participó en la frustrada invasión de Bahía de Cochinos y en la muerte del guerrillero.
Y sin embargo, en estos mismos días de octubre, una revelación se trae por los suelos la credibilidad de ese supuesto testigo. No un periódico de izquierda sino, en la orilla opuesta, El País, de España, nos informa que el famoso Gato ultimó, después de torturarlo, al agente norteamericano antinarcóticos Enrique Quique Camarena.
Quienes tratan de asesinar moralmente al Che solían entrevistar también al hombre que estuvo encargado de rematarlo, Mario Terán. Esta vez tampoco podrán hacerlo. Anciano ya, este soldado boliviano había perdido la vista desde hace varios años. Por su pueblo, sin embargo, pasó la brigada de médicos cubanos “ Che Guevara”. Una acertada operación de aquellos le ha permitido a Terán ver de nuevo el cielo de su tierra y las luces de esa leyenda que alguna vez intentó matar.
Estos intentos de asesinato moral están siempre condenados al fracaso. Sus autores hacen gala de cinismo para hacernos sentir que no tenemos héroes. Sin embargo, el cinismo es miserable y la perversidad es banal. El amor, el heroísmo y la grandeza permanecen para siempre. Ni a estos valores, ni a César ni al Che. Nadie podrá matarlos.
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