Por Eduardo González Viaña
Un poco antes de lanzarse a la lucha armada, Luis Felipe de la Puente Uceda, líder del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, convocó en la plaza San Martín de Lima a un mitin en el que llamaba a fundirse en una gran unidad popular a todos los hombres y partidos que aspiraran al cambio socialista en el Perú.
Era febrero de 1964 y fue escuchado por unas 50 mil personas. Todo era asombroso en esa reunión. Lo era, en primer lugar, la multitudinaria concurrencia que acogía a un líder llegado de Trujillo y sin una presencia partidaria en la capital del país. Se podían reconocer allí los cartelones de sectores apristas que añoraban la mística y la historia gloriosa de ese partido, y que sentían que De la Puente, expulsado de aquél, las encarnaba.
Causaba asombro la claridad del orador. Hablaba de hacer la revolución desde un tabladillo situado a unas seis cuadras de la Casa de Gobierno.
Era presidente Fernando Belaúnde Terry. En las elecciones, el arquitecto había prometido resolver en 90 días el problema de La Brea y Pariñas (la explotación ilegítima de nuestro petróleo por una empresa transnacional). Novecientos días más tarde, al inquilino de Palacio de Gobierno le incomodaba que le hicieran recordar esa promesa.
En París, Gilbert Bécaud compuso una canción llamada "Nathalie” que narraba los amores de un turista francés en Moscú con una muchacha soviética. La traducción en castellano fue prohibida en el Perú. Por su parte, los cines no podían proyectar “Morir en Madrid” ni "El acorazado Potemkin”.
Los jóvenes se despertaban en la madrugada para escuchar, en forma clandestina, las transmisiones de radio Habana.
Usar barbas era sospechoso. También lo era hablar en francés. En esa época, Charles De Gaulle lideraba una tendencia destinada a superar la antinomia bipolar de la guerra fría. Cuando llegó de visita al Perú, el presidente se sintió obligado a declarar en público que estimaba a Francia, pero que mantenía un vínculo indesligable con los Estados Unidos.
Además de que el Perú recibía un alquiler exiguo por sus pozos petroleros, la situación en el campo no había variado desde las épocas feudales. Patrones de horca y cuchillo se hacían pasear en andas por sus indios. En esas condiciones, el pueblo y sobre todo los jóvenes estaban decepcionados de sus partidos, y aspiraban a un cambio revolucionario como el que se acababa de producir en Cuba.
El hombre del mitin de 1964 no logró formar la unidad de izquierdas a la que había aspirado. Hay que entender la reticencia con que las cúpulas limeñas, la izquierda citadina, escucharon en la plaza San Martín a ese extraño provinciano que no ofrecía alcaldías y diputaciones sino puestos en el frente de combate.
Lo más asombroso de todo es que De la Puente cumplió con su palabra. Volvió a La Libertad y entregó a los campesinos las extensas tierras que poseía por herencia. De la Puente y el MIR se levantaron en armas no contra un gobierno sino contra un sistema, contra una sociedad basada en la discriminación con una economía cuya primera dimensión era el hambre.
Los siguieron espontáneos grupos de estudiantes y campesinos, artesanos y profesionales, cristianos y agnósticos, antiguos apristas y marxistas nuevos. Tal vez faltaron en la ciudad la organización y el apoyo. Tal vez sobraron la valentía y el amor.
A casi medio siglo de su última batalla ocurrida el 23 octubre de 1965, ni Luis Felipe ni sus compañeros tienen partida de defunción ni sepultura conocida. Tampoco existe un parte militar que dé cuenta del hecho de armas. En vista de ello sólo tienen dos caminos que reflexionen hoy sobre el tema. El primero es olvidar que hubo una última batalla y asumir el raciocinio mítico según el cual los héroes no mueren jamás.
La otra forma de ver este asunto es inferir que esa batalla no ha terminado todavía.
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