Luis Alberto Salgado
La publicación del libro "Mitad monjes, mitad soldados", de Pedro Salinas y Paola Ugaz, está conmoviendo a sectores amplios de la opinión pública que va teniendo paulatino conocimiento de su contenido. Y no es para menos.
La obra revela lo que para algunos, o muchos, ya eran reiteradas e insistentes denuncias limitadas a ciertos ámbitos, mas sin las pruebas suficientes para avanzar en un proceso penal. La inercia, el mal entendido y malsano concepto de la "protección institucional" y la voluntad de encubrimiento de actores claves con la autoridad, el conocimiento y la obligación de actuar debidamente hundió en las tinieblas y en la impunidad, durante muchos años, la posibilidad de un debido castigo a execrables delitos.
Al hacer esto, quienes tenían la responsabilidad de denunciar y no lo hicieron —durante muchos años de por medio— incurrieron en encubrimiento institucional ignorando el clamor de las víctimas y protegiendo a los autores directos.
Pero más allá del caso específico que involucra directamente a Luis Fernando Figari, fundador del Sodalitium Humanae Vitae que se agrega a las denuncias contra el ya fallecido, Germán Doig, segundo de la orden, y otros directivos del Sodalitium, cuyas responsabilidades deberán ser determinadas en el fuero penal del Poder Judicial del Perú, esta situación grave nos debe llamar a otra importante reflexión.
Me refiero a una práctica de encubrimiento institucional sistemático de corruptelas, delitos y atrocidades perpetrados por sujetos con poder utilizando el chantaje o la extorsión emocional, el paulatino condicionamiento psicológico perverso, y finalmente la amenaza directa, hechas a las mismas víctimas, para que callen y los delincuentes se mantengan en la impunidad.
Esta práctica realizada por grupo o en banda no se limita, obviamente, al ámbito de religiones. Por supuesto que está muy presente en instituciones políticas o de cualquier índole.
En política esto adquiere connotaciones gravísimas pues se trata del ámbito central y determinante del poder, del manejo de decenas de miles de millones de soles del presupuesto de la República, y de las decisiones claves de políticas públicas que afectan a millones de seres humanos. Es decir, se utiliza el apasionamiento fanático que erosiona y mina a cierto número de seres humanos para obtener el silencio cómplice ante el manejo delictivo para beneficio particular de individuos o grupo concertado de individuos. Proyectado este mal en el tiempo y en un espacio nacional tendremos una profunda y grave crisis como la que golpea duramente a la Iglesia Católica.
¿Cuál es el límite entre la lealtad y la complicidad?. ¿En qué momento uno deja de ser leal a una tradición de sacrificio, heroísmo o nobleza y se convierte en aval o encubridor de delincuentes?.
¿Cuánto tiempo debe transcurrir para trazar la línea entre la defensa real de valores y principios, unidos en la práctica a la vida digna de seres humanos, y la condescendencia y, a la postre, complicidad con traidores a una institución?.
Utilizar la fe religiosa, emplear malévolamente la palabra de Dios, en quienes creen en la existencia suprema, para condicionar o exigir un comportamiento malsano es un acto de lo más execrable y debe ser sancionado severamente.
Hacer lo mismo en ámbitos políticos no es menos execrable.
Sugiero reflexionar sobre esto, ahora que se vienen tiempos de confrontación y propuestas sobre el destino del Perú y lo que ocurrirá con el poder político en los próximos 5 años a partir de julio del 2016.
Lima, 30 de octubre de 2015
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