Pedro Salinas
Según el Diccionario soviético de Filosofía, el culto al líder se define como: “Ciega inclinación ante la autoridad de algún personaje; ponderación excesiva de sus méritos reales”. Tal cual. Hasta convertirlo en un fetiche. Como ocurrió con el fundador del Sodalicio de Vida Cristiana, Luis Fernando Figari, quien le hizo creer a sus seguidores que él era una suerte de antena del espíritu santo, capaz de interpretar los mensajes de dios.
Porque Figari llegó a convertirse en eso. En una especie de Sathya Sai Baba. De Hitler divinizado con la panza de Kim Jong-un. O algo así. Incluso sus sodálites se referían a él con apelativos que no dejaban dudas sobre su supremacía respecto del resto. “El Hombre”. “El Número Uno”. “El Jefe”. “El Supe”. Así le decían todos, con gestos de veneración. Encima se le atribuían poderes sobrenaturales, como aquel don al que llamaron, en principio, diácrasis, y luego cambió a cardiognosis, y con el que supuestamente era capaz de “leer” al otro a través de su mirada.
Eso ocurría gracias a esa exagerada devoción en torno a su persona, que logró una legión de adulones que escuchaba acríticamente todo lo que decía, sin cuestionarlo. Además ello iba acompañado de una presencia aparatosa de imágenes, fotografías y lemas salidos de su boca, que inundaban las paredes de locales y comunidades sodálites. Todo eso, adivinarán, facilitaba que el grupo confiara más en este personaje de opereta, logrando afianzar la obediencia y la sumisión ciegas, que eran reforzadas con esquemas de adiestramientos rigurosos para quebrantar la voluntad y la libertad de sus adherentes, a quienes hacía renunciar a su espíritu de independencia.
Otra de las maneras de asegurar el celo y el acatamiento a Figari era a través de cartas, como esta que llegó a mis manos, escrita en 1993 por Eduardo Regal, uno de los sodálites más cercanos a Luis Fernando Figari, y que fue dirigida –“para uso interno”– a la comunidad de San José Uno, donde vivía entonces el superior general. Estos son algunos extractos de la misiva:
“Una de las bendiciones que nos ha concedido (Dios) es la de vivir aquí, en San José, con Luis Fernando. Pero a veces, aunque parezca mentira, somos tan cortos de vista y con tal pobreza espiritual, que no somos capaces de tomar conciencia del don que significa vivir con quien el Señor en su providencia, ha llamado a ser fundador del Sodalitium (…) Luis Fernando ‘es símbolo de la unidad fraterna y requiere de tu apoyo, de tu caridad y de tu plegaria. Permítele que sea para ti como la presencia del Señor’ (tomado del reglamento de la comunidad). No permitamos que nuestros retrasos, negligencias, olvidos, dejadeces, inconsistencias, cansancios, tibiezas, murmuraciones internas, caprichos, miedos, egoísmos o críticas veladas, nos impidan vivir la obediencia como una auténtica bendición. Antes bien, vivamos cooperando activamente con él, saliendo al encuentro de sus iniciativas con prontitud y alegría (…) Acojamos con espíritu abierto la ayuda fraterna que nos brinda en la corrección (…) Tengamos siempre la certeza de que al obedecer nunca nos equivocamos (…) Con todos en la comunidad, más aún con Luis Fernando nuestro padre, fundador, hermano sodálite y amigo, vivamos la reverencia (…) Escuchemos a Luis Fernando con atención y recordando que el Espíritu Santo constantemente le da luces”.
Y así, con este tipo de mensajes, revestidos de citas bíblicas y fantasías exaltadas, Figari se convirtió en un semidiós para sus fieles. Él resolvía todas las dudas, constituyéndose en un insustituible guía, instalándose en las conciencias de cada uno de sus adeptos, quienes le tomaron en serio y llegaron a apreciarlo como un visionario, como un ser superior, pero en el camino, sin que se den cuenta, Figari los fue dominando y abusando de ellos, “sin otro límite que el dictado por su propio capricho”, como diría el español Pepe Rodríguez. Pues sus decisiones y veredictos no admitían discusión, titubeos, ni cambios.
Ello le duró cuarenta años. Cuarenta largos años de mitificación de su figura que alimentaron su espíritu narcisista, la atribución alharaquienta de méritos propios e infravaloración de los ajenos, su ego insaciable y retorcido, la explotación de los demás para su provecho, sus desvaríos de poder, la arrogancia hiperbólica, su incapacidad de asumir errores propios, la necesidad de tener un alto grado de control sobre sus subalternos, su pensamiento paranoide, la megalomanía descontrolada.
Y como resultado de este liderazgo perverso y retorcido, tenemos ahora lo que se conoce por el periodismo: abuso de poder en todas sus formas y manifestaciones. Abusos que van desde el maltrato psicológico y físico hasta el sometimiento sexual de sus partidarios-víctimas.
Porque a ver. El perfil de Figari responde, por donde se le mire, al de un líder sectario. Al de alguien que se concentra en destruir las creencias anteriores de sus discípulos, aplicando psicología básica y técnicas de persuasión coercitiva para producir ‘lavados de cerebro’ y poder controlar a sus sodálites sin que estos se den cuenta de lo que les está pasando. Y ya vieron. Figari no tiene ningún escrúpulo en jugar con la fe religiosa, las buenas intenciones y la búsqueda de valores espirituales.
La República, 31.01.2016