Lo que tenemos entre manos en materia de corrupción actualmente, pareciera una reedición de lo experimentado en el 2000. Sin embargo, además de los videos —ahora ausentes— que nos mostraban sin intermediación cómo y a quiénes se corrompía entonces, hubo también —a diferencia de hoy— un sector de la élite peruana reaccionando en contra de estas prácticas. Sino, miremos los otros videos de esos años, los de Toledo en las calles, y reparemos quienes iban a su lado.
Sobre ello, tal vez sería importante recordar que la manera como entendemos actualmente la corrupción no tiene muchos años de vigencia, contra lo que suponen las versiones «historicistas». Fue en los 90 —no más allá— cuando luchar contra la corrupción apareció como la nueva estrategia del Banco Mundial y del FMI para darse legitimidad en el mundo que surgió al concluir la Guerra Fría, cuando los países del Norte buscaron adaptarse a la circunstancia de menores recursos disponibles para la cooperación internacional y mayor presión de los movimientos sociales del Sur y de sus propios países, buscando generar mayores niveles de accountabilty. Surge entonces el paradigma del «buen gobierno», en su versión moderna, que impulsa un conjunto de medidas políticas dirigidas a convertir instituciones públicas «disfuncionales» en proveedores de servicios eficientes y transparentes.
En los 90 también se planteó la irrelevancia de una «teoría general de la corrupción» que solo se refería a la corrupción política sin casi tocar «las áreas privadas no gubernamentales», una deficiencia que aparecía como fundamental para comprender un sistema como el neoliberal, que centraba gran parte de su argumentación en la privatización de servicios y recursos, antes en manos del Estado. Un paso importante de esta nueva perspectiva fue construir definiciones centradas en el interés público con un enfoque en el daño causado al bien común como resultado de una actividad corrupta, independientemente de quien la ejecute, mientras que esa persona realice una función que, por lo menos oficialmente, sirva al público. De esta manera, la corrupción se empezó a entender como algo que podía estar más allá de la ley misma: esta comprensión implicaba que un acto podía verse como corrupto y criminal, aunque pudiera ser legal.
Todo ello, en la actualidad, se pone en el centro mismo del debate sobre la calidad democrática. En otras palabras, cualquier política para promover la democracia debe incluir esfuerzos más audaces e inteligentes para combatir la corrupción. Diamond señala que, aun cuando hay avances, lo realizado es insuficiente y el sistema internacional debería cumplir roles estelares en este asunto: “Estados Unidos debería esforzarse más para identificar los activos internacionales de los dictadores venales y sus compinches, procesarlos por lavado de dinero y devolver su inmensa fortuna a sus ciudadanos”. Concluye afirmando que la administración Trump debe ordenar a USAID que dé prioridad a los programas que buscan crear burocracias profesionales y agencias autónomas capaces de auditar las cuentas del gobierno y de procesar la corrupción. Asimismo, debe ayudar a los grupos de la sociedad civil y a los medios de comunicación en sus esfuerzos por rastrear los fondos robados y responsabilizar a los servidores públicos.
Sin embargo, nuestro proceso de construcción institucional parece trascender la teoría que viene alimentando los debates sobre el declive de la democracia. Para el caso, Óscar Ugarteche identificó al menos seis tipos de corrupción en el Perú de los años 90. La primera —y más generalizada— fue el envilecimiento de la clase política y de los medios de comunicación cuyo precio, bochornoso, fue pagado para asegurar el apoyo al régimen. Un segundo tipo fue el desvío de fondos públicos hacia el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Poder Judicial y al mismísimo presidente de la República.
Un tercer tipo de corrupción estuvo vinculado al manejo y uso del dinero de las privatizaciones. Un cuarto tuvo que ver con el uso de información privilegiada. Un quinto tipo, más frecuente y pequeño, fue el uso de recursos para favorecer a familiares a través de mecanismos tramposos. Por último, está la privatización del Estado, “que da lugar a que ocurran casos de nepotismo y concurrencia”.
De esta manera, las definiciones de corrupción que han estado circulando son insuficientes para catalogar con precisión el caso peruano y aun cuando era consensual que en los 90 —y ahora— estábamos ante una situación sistémica, la realidad supera con creces esta categoría y subraya el hecho de que estos actos no son excepcionales sino la regla y, fundamentalmente, una manifestación de poder, a decir de Ugarteche: “En el Perú [desde] los años noventa, la corrupción de las élites tradicionales se unió con la generada por las corporaciones transnacionales creando una nueva combinación que tuvo su punto culminante durante la época de Fujimori. Este hecho ha afectado profundamente la sociedad peruana y continuará haciéndolo por varios años”.
desco Opina / 16 de febrero de 2017