Por Mesias Guevara Amasifuén
Subo al vuelo 2118, de American Airlines, rumbo a Orlando. Me han programado un curso de capacitación, el mismo que se desarrollará en el Resort Swam, ubicado en el corazón de Disney. Al llegar, noto que nos hemos congregado personas de diversas partes del mundo, vamos a conversar sobre alta tecnología relacionada con las telecomunicaciones. Los ambientes son grandes y modernos. En la noche, los faroles brillan majestuosos dándole al ambiente un aire edénico para lo cual colabora la luna, con sus reflejos en los pequeños lagos artificiales.
Al final de la intensa jornada, el cuerpo llama al descanso. Me voy a mi habitación, que por cierto es grande y cómoda, propia de un hotel cinco estrellas. Me dispongo a descansar, pero antes de ello me acerco a la ventana y miro el esplendor de la noche, me recuesto en el apocento y me pongo a meditar. En esa meditación el recuerdo me llama, imaginariamente me transporto a las montañas de Jaén, Colasay y Juan Díaz. Me atrapa el hechizo del verdor de las plantas, la pureza de las aguas cristalinas y el aroma de las flores. En la película de mi recuerdo, brota una escena en la que aparezco con mis primos, sentado bajo la luna, en medio de la noche oscura, en las humildes casas los candiles son los grandes protagonistas, en ellos débilmente juguetea el fuego. Jugamos al gran bonetón y para romper la soledad, acordamos cantar: “Paloma blanca, alas de plata, piquito de oro. No te arremontes por ese monte, porque yo lloro. Los cazadores tiran su tiro, tiro perdido. No te hirieron, no te mataron porque yo estaba junto a tu nido…..”, la noche se llena de júbilo.
Continuamos con el repertorio y entonamos: “Como la flor del café, vacila mi pensamiento, ay no puedo vivir contento desde que te conocí…”. La serenata continúa, y con pasión cantamos: “Pobres violetas que mal te han hecho, para que la pongas en un rincón. Siendo un florero tu corazón……”. Todas las melodías las habíamos escuchado y aprendido de nuestros padres y de nuestro abuelo.
Mientras tanto el fogón resalta en la cocina, en ese instante débilmente da fuego, en un tizón hay el rezago de un pequeño destello que se resiste a morir. Esta listo para encenderse en el alba y cocinar el alimento del día. La cinta cinematográfica sigue corriendo, ahora viene el recuerdo de mi caminata, de Juan Díaz a la montaña. El camino es cuesta arriba, se hace lenta pero firme. El paisaje es hermoso, los Laureles crecen rectos y altos, las aves vuelan en bandadas. Al llegar a la cima, como premio recibo una caricia de la fresca brisa, a lo lejos se divisa Chunchuquillo, prospero centro poblado. Al lado del camino, con generosidad nos espera una mata de Mora, cargada con mucha fruta. No puedo resistir a la tentación y cojo muchas moras entre rojas y moradas.
En la montaña, al caer la noche de mi sueño, voy a la cama que con generosidad los amigos de mi padre me han preparado, esta y la Choza son muy modestas. La cama es una tarima hecha de guayaquiles (bambú) y tiene como colchón las jergas de los caballos, estos se ponen en el lomo de los jamelgos, para que se les pueda instalar la montura. La choza es de quincha y el techo de calamina que al llover se convierte en una coladera. Con el cuerpo cansado me quedo profundamente dormido. Al día siguiente, el sol intenso de Florida entra por la ventana del Hotel, me despierto y me veo acostado en una cama muy cómoda.
Me acosté en una cama modesta y me desperté en una moderna. No estaba en la montaña de Juan Díaz, sino en Orlando. Me toco, me siento y luego digo: Soy el mismo. Soy como el árbol que no olvida sus raíces.