Por Alan Fairlie Reinoso
El reciente escándalo de la sobrevaloración de la compra de autos del Ministerio del Interior, tiene varias aristas. Una que no se ha destacado suficientemente, es la influencia de los grupos económicos en los partidos políticos.
La empresa no solo ha reconocido el problema, tratando de limpiar su imagen “despidiendo” a dos de sus ejecutivos, sino reconoció que ha contribuido de diferente manera con las tres principales fuerzas políticas de las últimas elecciones, incluido el partido de gobierno.
Esta práctica de financiamiento a diferentes candidatos por parte de las grandes empresas, sería una práctica frecuente. Si hay transparencia, y se actúa de acuerdo a ley no debe haber ningún problema. El asunto es más grave cuando se trata de empresas extranjeras y ni las donaciones, ni los compromisos adoptados a cambio, se conocen.
En un documentado análisis de los años noventa, Francisco Durán identificaba lo que denominó la mafia blanca (que se sumaba a la mafia amarilla y mafia verde). Esa mezcla de intereses económicos enquistados en el control del Estado y sus políticas, de manera abierta poniendo sus funcionarios, o a “técnicos independientes”, o manejando los hilos tras bambalinas. Numerosos videos dejaron registrados para la historia, la verdadera racionalidad y objetivos de muchas medidas de política económica que se daban en el país.
El agravante en este caso, es que se trata de capitales chilenos que han logrado tener una presencia masiva en los sectores más importantes de la economía nacional, con la consiguiente influencia en otras esferas de la marcha cotidiana del país.
La desnacionalización de la economía peruana ha llegado a límites alarmantes, así como la chilenización de la misma. El escándalo Gildemeister es solo la punta del iceberg. Sería bueno para la salud de la República, generar las condiciones de transparencia indispensables que limpien de sospecha la conducta de los actores económicos y sociales relevantes, especialmente de los actores del gobierno.
Aquí la respuesta del Gobierno debió de ser no solo la anulación inmediata de los contratos, sino la eliminación de la lista de proveedores de la empresa involucrada en esta y otras operaciones. Afortunadamente algunos sectores tienen esa posición, y también son positivas propuestas como las de creación de comités externos o entes que centralicen las compras públicas. Pero, se ha lanzado una propuesta que más allá de sus buenas intenciones, puede ser peor que la enfermedad: que sean organismos internacionales (Naciones Unidas, BID) las que se encarguen del asunto.
En primer lugar, se exigen comisiones entre 1% al 5% de las compras y no necesariamente existe la debida transparencia tal como se evidencia en la practica que han tenido en algunos países. Pero, lo más grave es que el Estado abdica de uno de sus instrumentos más poderosos de política económica (casi el único que le quedaba).
En la OMC, sólo existe un acuerdo plurilateral de compras públicas y el Perú no forma parte de el. Por tanto, se puede utilizar este instrumento para el fomento de la industria nacional y especialmente de las pequeñas y medianas empresas. Si intervienen los organismos internacionales, se regirán de acuerdo a la legislación internacional y no podrá haber ningún tipo de mecanismos de promoción para nuestros industriales. Haríamos universales las concesiones que de manera extraordinarias se le dieron en el TLC a EEUU.
Aún hay tiempo de corregir el error, ya que insistir en la propuesta también será un reconocimiento del gobierno peruano de una supuesta incapacidad institucional nacional para manejarnos por nosotros mismos y que necesitamos de la tutela extranjera para caminar llevados de la mano. Nada más lejano de una nación con la historia del Perú, que merece un destino superior