La paradoja de la soja en Argentina
Por Eduardo Montoya (RAE Perú)
En la actualidad Argentina es el tercer país productor de soja en el mundo, con 47,000 millones de toneladas producidas en 2007 y los correspondientes ingresos de 13,500 millones de dólares (grano y procesada), que equivalen a la cuarta parte del valor total de sus exportaciones totales.
De los 19,1 millones de hectáreas sembradas, 16 corresponden a soja transgénica (a su vez, dicha representa el 50 % de la superficie agrícola total) y, mientras sigue aumentando la superficie cultivada con dicho cultivo, los que alguna vez fueron cultivos principales (arroz, maíz, trigo), vienen siendo desplazados año a año, consolidándose como el principal cultivo nacional.
Inexplicablemente, aún con esas cifras espectaculares, sucede algo sorprendente: la pobreza y el hambre han aumentado dramáticamente en el país que fuera considerado como uno de los “graneros del mundo”. Según el censo nacional de 2002, la mortalidad infantil era de 18.4 %; el 20 % de los chicos sufrían de desnutrición y 50 % de los bebés presentaban anemia. Además, la pobreza afectaba a 55 % de la población y el 26 % llegaba a la indigencia. El problema en el campo alcanzó un punto dramático hace unos meses, cuando los productores pusieron en una difícil situación al gobierno, con los paros y protestas.
Ciertamente, como toda gran crisis socioeconómica tiene diferentes aspectos, pero es innegable que el sector agrícola tiene un papel importante en la misma, y la producción de soja es una de sus aristas más filudas.
Este es el breve recuento de del milagro sojero argentino, con bendecidos y desdichados, y el mejor ejemplo de los efectos que puede tener una “tecnología infalible” cuando es tomada sin medir las consecuencias.
En la década de 1970 se empieza a difundir el cultivo de soja (para entonces, apenas representaba el 1 % entre las oleaginosas cultivadas), debido a su potencial para procesamiento industrial. En esos años se introdujo, también, el herbicida Roundup (glifosato), de Monsanto, al que no se le veía mayor utilización que eliminar malezas en los cercos.
En la zona pampeana, la soja se difunde rápidamente y en combinación con el trigo, van sustituyendo a otros tipos de producción, gracias al paquete tecnológico, que se adecuaba perfectamente a las excelentes condiciones de las pampas argentinas. Sin embargo, la explotación constante llevó a un evidente empobrecimiento y erosión del suelo, que según el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, para la década de 1980 afectaba a 5 millones de hectáreas. Con el fin de contrarrestar la situación, se aplicó el sistema de siembra directa, y el Roundup se convirtió en la solución perfecta, pues se adecuaba perfectamente a dicho sistema y reducía los costos.
En 1996, Argentina decide dar el polémico paso de permitir el cultivo de soja transgénica (soja Roundup Ready, de Monsanto), cuando no llevaba ni un año de ser autorizada como cultivo en los Estados Unidos. El entonces presidente argentino, Carlos Menem y su secretario de Agricultura, Felipe Solá, sin mediar debates ni consultas académicas, autorizaron su ingreso. Previamente se había creado la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (CONABIA), entidad que reúne a representantes del sector público y privado involucrados en la biotecnología agropecuaria, y que hace las evaluaciones y seguimientos. Hasta 2005, la CONABIA llevaba autorizados 495 eventos transgénicos.
La introducción de la soja presentaba un inconveniente: la Ley de Semillas argentina (1973) no permite la patente sobre organismos vivos, por lo que la soja transgénica no podía ser registrada o reconocida. La Ley también permite el uso de semillas obtenidas por los propios agricultores, la llamada “bolsa blanca”, con lo cual podían utilizar o intercambiar las semillas que ellos mismos cosechaban. Con todo, Monsanto decide proceder con la liberación de sus semillas, que se comercializaron con el sistema de licencias, mientras iniciaba los trámites de registro, para poder cobrar las regalías.
Sin embargo, se le niega a Monsanto la petición de registro de patente (2001), pero la soja argentina da un salto sin precedentes. Entre 1991 y 2005, el área de soja sembrada casi se triplicó, de 5 a 14 millones de hectáreas, y fue la salvadora en la crisis económica argentina de 2001.
Entre 1996 y 2002, la soja desplaza a otros cultivos y explotaciones. Su superficie cultivada se incrementa en 74.5 % y los demás disminuyen considerablemente: arroz (- 44 %), maíz (-26 %), girasol (-34 %), trigo (-3 %). La alta rentabilidad del cultivo lleva a los productores a cambiar sus producciones y año tras año el área agrícola sojera va aumentando.
La adopción de la soja transgénica supone también un problema para los pequeños agricultores, que recurren al endeudamiento para poder acceder a la nueva tecnología y, al tener que adquirir el paquete tecnológico a la misma empresa (soja-herbicida), se ven limitados y dependientes en sus actividades. Poco a poco van desapareciendo los pequeños productores (el censo agropecuario de 2002 muestra la disminución de unidades agrícolas (esto es productores) en -24 % y el incremento de la superficie media de las mismas, que de 421 Ha pasa a 538 Ha.
La situación se vuelve un problema para Monsanto, ya que, según ella, del total de semillas comercializadas (o sea, con su tecnología), menos del 20 % pagaba las regalías respectivas, lo cual era un gran perjuicio. Anuncia que suspendería sus actividades en Argentina, y comenzó deteniendo el otorgamiento de licencias a distribuidores, tratando de presionar al gobierno. Además, amenazó con trabar embargos a los embarques de soja argentina que se realizaran a Europa.
Con el fin de resolver el problema, el Gobierno argentino decide implementar un sistema de cobros para compensar a la compañía (el ‘Fondo de compensación tecnológica’), que recibe el rechazo de las asociaciones de productores y no llega al Congreso.
Resulta interesante leer las declaraciones del entonces secretario de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos, Miguel Campos: “La extorsión pasa por plantear que si no acepto la pretensión de Monsanto estoy contra la biotecnología. A las innovaciones tecnológicas en semillas hay que pagarlas, pero dentro de un sistema legal e institucional. […] Monsanto no vino a hacer beneficencia a la Argentina. Reconocemos la importancia de su inversión, pero también obtuvo beneficios. Cobró y cobra regalías por las ventas de las semillas con su gen RR sin tener la patente reconocida en el país y facturó unos 175 millones de dólares en glifosato. […] Argentina asumió el riesgo de producir transgénicos cuando eran cuestionados en los principales mercados del mundo y acompañó a Estados Unidos en su presentación ante la OMC (Organización Mundial del Comercio) contra la Unión Europea por la moratoria a los transgénicos”. “Eso no beneficia a los semilleros argentinos sino a Monsanto y a las empresas estadounidenses.”
Desde 2006, Monsanto procedió a cumplir su amenaza, entablando juicios a diferentes embarques llegados a Dinamarca, Holanda y España, donde quería cobrar 18 a 20 dólares por tonelada de soja (inclusive procesada), pero los fallos le resultaron adversos.
Por otra parte, en el campo, el nuevo Gobierno quiso aumentar el cobro de retenciones a los productos agrícolas, generando el rechazo masivo del sector (desde luego, constituido en su mayoría por productores de soja). Los productores iniciaron una serie de paros y protestas, llegando a impedir el abasteciendo de alimentos a las ciudades, sin que ninguna de las partes decidiera ceder. Finalmente, en el Congreso, en una votación histórica, el vicepresidente Julio Cobos impidió que la propuesta de ley sea aprobada.
Mientras tanto, más áreas son incorporadas a la producción de soja transgénica, se autorizó la siembra de maíz RR, otros cultivos transgénicos (algodón, girasol) van camino a consolidarse, el uso del glifosato se multiplica (en Argentina se aplica 3.2 más veces que en Estados Unidos, y se utiliza 1.5 más cantidad de la recomendada), el hambre y la pobreza aumentan, así como la producción de soja, que está convirtiendo a Argentina en un desierto verde.
Inexplicablemente, aún con esas cifras espectaculares, sucede algo sorprendente: la pobreza y el hambre han aumentado dramáticamente en el país que fuera considerado como uno de los “graneros del mundo”. Según el censo nacional de 2002, la mortalidad infantil era de 18.4 %; el 20 % de los chicos sufrían de desnutrición y 50 % de los bebés presentaban anemia. Además, la pobreza afectaba a 55 % de la población y el 26 % llegaba a la indigencia. El problema en el campo alcanzó un punto dramático hace unos meses, cuando los productores pusieron en una difícil situación al gobierno, con los paros y protestas.
Ciertamente, como toda gran crisis socioeconómica tiene diferentes aspectos, pero es innegable que el sector agrícola tiene un papel importante en la misma, y la producción de soja es una de sus aristas más filudas.
Este es el breve recuento de del milagro sojero argentino, con bendecidos y desdichados, y el mejor ejemplo de los efectos que puede tener una “tecnología infalible” cuando es tomada sin medir las consecuencias.
En la década de 1970 se empieza a difundir el cultivo de soja (para entonces, apenas representaba el 1 % entre las oleaginosas cultivadas), debido a su potencial para procesamiento industrial. En esos años se introdujo, también, el herbicida Roundup (glifosato), de Monsanto, al que no se le veía mayor utilización que eliminar malezas en los cercos.
En la zona pampeana, la soja se difunde rápidamente y en combinación con el trigo, van sustituyendo a otros tipos de producción, gracias al paquete tecnológico, que se adecuaba perfectamente a las excelentes condiciones de las pampas argentinas. Sin embargo, la explotación constante llevó a un evidente empobrecimiento y erosión del suelo, que según el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, para la década de 1980 afectaba a 5 millones de hectáreas. Con el fin de contrarrestar la situación, se aplicó el sistema de siembra directa, y el Roundup se convirtió en la solución perfecta, pues se adecuaba perfectamente a dicho sistema y reducía los costos.
En 1996, Argentina decide dar el polémico paso de permitir el cultivo de soja transgénica (soja Roundup Ready, de Monsanto), cuando no llevaba ni un año de ser autorizada como cultivo en los Estados Unidos. El entonces presidente argentino, Carlos Menem y su secretario de Agricultura, Felipe Solá, sin mediar debates ni consultas académicas, autorizaron su ingreso. Previamente se había creado la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (CONABIA), entidad que reúne a representantes del sector público y privado involucrados en la biotecnología agropecuaria, y que hace las evaluaciones y seguimientos. Hasta 2005, la CONABIA llevaba autorizados 495 eventos transgénicos.
La introducción de la soja presentaba un inconveniente: la Ley de Semillas argentina (1973) no permite la patente sobre organismos vivos, por lo que la soja transgénica no podía ser registrada o reconocida. La Ley también permite el uso de semillas obtenidas por los propios agricultores, la llamada “bolsa blanca”, con lo cual podían utilizar o intercambiar las semillas que ellos mismos cosechaban. Con todo, Monsanto decide proceder con la liberación de sus semillas, que se comercializaron con el sistema de licencias, mientras iniciaba los trámites de registro, para poder cobrar las regalías.
Sin embargo, se le niega a Monsanto la petición de registro de patente (2001), pero la soja argentina da un salto sin precedentes. Entre 1991 y 2005, el área de soja sembrada casi se triplicó, de 5 a 14 millones de hectáreas, y fue la salvadora en la crisis económica argentina de 2001.
Entre 1996 y 2002, la soja desplaza a otros cultivos y explotaciones. Su superficie cultivada se incrementa en 74.5 % y los demás disminuyen considerablemente: arroz (- 44 %), maíz (-26 %), girasol (-34 %), trigo (-3 %). La alta rentabilidad del cultivo lleva a los productores a cambiar sus producciones y año tras año el área agrícola sojera va aumentando.
La adopción de la soja transgénica supone también un problema para los pequeños agricultores, que recurren al endeudamiento para poder acceder a la nueva tecnología y, al tener que adquirir el paquete tecnológico a la misma empresa (soja-herbicida), se ven limitados y dependientes en sus actividades. Poco a poco van desapareciendo los pequeños productores (el censo agropecuario de 2002 muestra la disminución de unidades agrícolas (esto es productores) en -24 % y el incremento de la superficie media de las mismas, que de 421 Ha pasa a 538 Ha.
La situación se vuelve un problema para Monsanto, ya que, según ella, del total de semillas comercializadas (o sea, con su tecnología), menos del 20 % pagaba las regalías respectivas, lo cual era un gran perjuicio. Anuncia que suspendería sus actividades en Argentina, y comenzó deteniendo el otorgamiento de licencias a distribuidores, tratando de presionar al gobierno. Además, amenazó con trabar embargos a los embarques de soja argentina que se realizaran a Europa.
Con el fin de resolver el problema, el Gobierno argentino decide implementar un sistema de cobros para compensar a la compañía (el ‘Fondo de compensación tecnológica’), que recibe el rechazo de las asociaciones de productores y no llega al Congreso.
Resulta interesante leer las declaraciones del entonces secretario de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos, Miguel Campos: “La extorsión pasa por plantear que si no acepto la pretensión de Monsanto estoy contra la biotecnología. A las innovaciones tecnológicas en semillas hay que pagarlas, pero dentro de un sistema legal e institucional. […] Monsanto no vino a hacer beneficencia a la Argentina. Reconocemos la importancia de su inversión, pero también obtuvo beneficios. Cobró y cobra regalías por las ventas de las semillas con su gen RR sin tener la patente reconocida en el país y facturó unos 175 millones de dólares en glifosato. […] Argentina asumió el riesgo de producir transgénicos cuando eran cuestionados en los principales mercados del mundo y acompañó a Estados Unidos en su presentación ante la OMC (Organización Mundial del Comercio) contra la Unión Europea por la moratoria a los transgénicos”. “Eso no beneficia a los semilleros argentinos sino a Monsanto y a las empresas estadounidenses.”
Desde 2006, Monsanto procedió a cumplir su amenaza, entablando juicios a diferentes embarques llegados a Dinamarca, Holanda y España, donde quería cobrar 18 a 20 dólares por tonelada de soja (inclusive procesada), pero los fallos le resultaron adversos.
Por otra parte, en el campo, el nuevo Gobierno quiso aumentar el cobro de retenciones a los productos agrícolas, generando el rechazo masivo del sector (desde luego, constituido en su mayoría por productores de soja). Los productores iniciaron una serie de paros y protestas, llegando a impedir el abasteciendo de alimentos a las ciudades, sin que ninguna de las partes decidiera ceder. Finalmente, en el Congreso, en una votación histórica, el vicepresidente Julio Cobos impidió que la propuesta de ley sea aprobada.
Mientras tanto, más áreas son incorporadas a la producción de soja transgénica, se autorizó la siembra de maíz RR, otros cultivos transgénicos (algodón, girasol) van camino a consolidarse, el uso del glifosato se multiplica (en Argentina se aplica 3.2 más veces que en Estados Unidos, y se utiliza 1.5 más cantidad de la recomendada), el hambre y la pobreza aumentan, así como la producción de soja, que está convirtiendo a Argentina en un desierto verde.