contaminacion chevron ecuadorLos 30.000 indígenas y campesinos que hicieron lo imposible

Martín Cúneo*

La justicia ecuatoriana obliga a Chevron a pagar 19 mil millones de dólares. Y la argentina embarga todos sus bienes. El fin del “juicio del siglo” está más cerca.

 

En un proceso inédito en el mundo, en enero de 2012 la justicia ecuatoriana confirmaba la sentencia emitida un año antes: la petrolera Chevron-Texaco es culpable de haber arrojado millones de toneladas de material tóxico a la selva amazónica y debe pagar una factura de 19,2 mil millones de dólares, la cifra más alta en la historia de las indemnizaciones judiciales. Los abogados de los 30.000 indígenas y campesinos que forman la Asamblea de Afectados por Texaco no tardaron en iniciar los trámites para cobrar el dinero. Pero no en Ecuador, donde la compañía estadounidense hace tiempo que retiró sus activos, sino en Canadá, Brasil, Colombia y Argentina.

Fue en este último país donde el trámite dio sus primeros resultados. El 7 de noviembre la justicia argentina decretaba el embargo de todos los activos de la compañía. Una noticia que no ha gustado especialmente a los inversores: la novena petrolera más grande del mundo empezaba el mes de diciembre con fuertes caídas en bolsa. El primer paso para reparar uno de los mayores vertidos tóxicos de la historia ya está dado.

El primer barril de petróleo

El 27 de junio de 1972, el primer barril de petróleo de la Amazonía ecuatoriana llegaba a Quito, donde era recibido con todos los honores de un jefe de Estado. Acomodado sobre una almohadilla, encima de un tanque, el cortejo avanza hasta el templete del Colegio Militar, en medio de un desfile multitudinario. A los lados de las calles se agolpaban los quiteños que daban la bienvenida a una nueva “era de prosperidad”, según la voz nasal del Noticiero Nacional.

Cuarenta años después, la región desde donde fue extraído el petróleo que llenó aquel barril es la más pobre de Ecuador. Y la que presenta mayores índices de cáncer de todo el país. El aire huele a gasolina, la tierra huele a gasolina, el agua huele a gasolina.

En una cafetería del centro de Lago Agrio, la capital de esta región petrolera, Hermenegildo Criollo nos cuenta el primer encuentro con la Texaco. Criollo había nacido en la comunidad cofán de Dureno. Tiene suficiente edad para acordarse. Los ríos que rodean la aldea proporcionaban agua para beber y pesca en abundancia. Los bosques, animales para cazar y medicinas naturales.

Llegaron con helicópteros. “Todo el mundo estaba asustado, en nuestra vida habíamos visto algo así, volando por el aire, y nos escondimos en la selva”. Era 1964. Texaco empezaba a levantar la infraestructura del primer pozo, Lago Agrio I. “Fuimos caminando y vimos cinco hectáreas de bosque talado. Ellos nos llamaron para que nos acercáramos allí”. En aquellos años no hablaban una palabra de castellano, cuenta Criollo. Mucho menos de inglés. Les dieron tres platos, algo de comida y cuatro cucharas. Ése fue el único pago que recibieron a cambio de centenares de miles de hectáreas.

A los pocos días, los cofanes advirtieron un cambio en el ruido que venía de las máquinas. La compañía empezaba a perforar. Una mañana en la orilla del río, muy cerca de la comunidad, apareció una gran mancha negra. —¿Qué es esto? ¿De dónde viene?— dijeron en la comunidad. Ni los mayores ni los chamanes habían visto en sus días un derrame de petróleo.

“Ni sabíamos qué era el petróleo”, dice Hermenegildo Criollo. Los derrames y los vertidos tóxicos terminaban fluyendo hacia el río que utilizaban los cofanes para beber, para bañarse, para regar sus cultivos, donde bebían los animales. “Movíamos hacia los lados el petróleo y tomábamos el agua de abajo. No sabíamos que el agua estaba contaminada”, dice Criollo.

“Y entonces empezaron los dolores de estómago, los dolores de cabeza. Nos bañábamos en el río y todo el cuerpo quedaba con sarpullidos. Eran enfermedades que nunca habíamos visto”. Su primer hijo falleció con seis meses por problemas de crecimiento. El segundo nació sano, pero las cosas no tardaron en torcerse. “Cuando tenía tres años, ya podía nadar y caminar. Yo lo llevé un día al río. Y el niño, mientras se bañaba, tomó agua contaminada. Cuando llegó a la casa empezó a vomitar. Terminó vomitando sangre. Antes de 24 horas falleció. Dos hijos. Desde ahí yo dije ¿qué puedo hacer, cómo podemos defendernos de las enfermedades que vienen de todos lados?”.

El caso de la comunidad de Dureno no era aislado. Cuando Texaco abandonó Ecuador en 1992, olvidó llevarse 60,5 millones de litros de petróleo que había derramado en el ecosistema amazónico y 68 mil millones de litros de aguas tóxicas que había vertido en los ríos. Por no hablar de los 235 mil millones de pies cúbicos de gas que había quemado al aire libre. Un desastre ambiental y social solo comparable con los más grandes de la historia: Chernóbil, el derrame del golfo de México, Bophal o el Exxon Valdez. Aunque en este caso no se trató de un accidente, sino de una acción deliberada para ahorrar gastos, tal como determinó la sentencia del juicio.

Indígenas y colonos

Una de los principales obstáculos para hacer frente a la Texaco era la desconfianza entre los dos principales grupos de afectados por la contaminación: los pueblos indígenas y los colonos, pobladores de la sierra ecuatoriana que habían llegado a la región en busca de trabajo a medida que la Texaco ganaba terreno a la selva.

Humberto Piaguaje pertenece al pueblo secoya. Apenas quedan 445 miembros de su cultura milenaria, acechada por los vertidos y los cambios forzados en su forma de vida. “Fue un proceso de construcción bien difícil al inicio”, dice. Recuerda cuando Luis Yanza, uno de los primeros líderes de los colonos, empezaba a convocar reuniones: “La gente decía: ‘Chuta, ¿cómo nos vamos a unir con los colonizadores? Si ellos también vinieron a destruir nuestra selva”. Las orillas del río, de donde obtenían el agua y la pesca, estaban constantemente enfangadas de petróleo. Las enfermedades, para las que no tenían cura, diezmaban la población, ponían al borde de la extinción sus costumbres, su lengua, sus relatos y creencias.

“Nosotros nos sentíamos muy solos frente a esto. Pero dijimos: ‘no, pues, tenemos que luchar más allá de todo eso, tenemos que enfrentar uniéndonos todos. A pesar de haber tantos conflictos, de no conocer la cultura, de hablar otros idiomas, hicimos el Frente de Defensa de la Amazonía”, dice Humberto Piaguaje.

Años después, en 2001, la organización se amplió con la creación de la Asamblea de Afectados por la Texaco. Hoy Piaguaje ejerce como subcoordinador legal de esta organización que reúne a 30.000 indígenas y colonos. El objetivo principal de la Asamblea se convirtió en conseguir a través de los tribunales justicia y reparación de todo el daño ambiental y social producido por la Texaco en su 28 años de actividad petrolera.

“El juicio del siglo”

En 1993, un grupo de abogados, colonos e indígenas ya habían iniciado una demanda en Nueva York contra la Texaco. Pero el juicio fue bloqueado sistemáticamente por el millonario equipo de abogados de la compañía. El principal argumento de la petrolera era que el juicio debería realizarse en Ecuador. “Texaco consideraba que acá la justicia es muy corrupta y podían comprar a los jueces con cualquier centavo”, explica Alejandra Almeida, de Acción Ecológica. En 2002, la Texaco conseguía su objetivo: el juicio de Nueva York era trasladado a Ecuador.

Pero las cosas no salieron como esperaba la compañía, dice Almeida: “Ellos no contaron con que la movilización iba a estar vigilante todo el tiempo y eso iba a presionar a los jueces para que no se puedan vender. Teniendo ahí cientos y cientos de indígenas a la puerta de la Corte a ningún juez se le va a ocurrir hacer alguna barbaridad. En Ecuador los juicios se ganan en las calles. Con eso no contaba Texaco”. Los medios de comunicación empezaron a hablar del “juicio del siglo”.

El 23 de junio de 2003 se inició el proceso contra la Chevron-Texaco en Lago Agrio. Como ayudante de los abogados que representaban a los 30.000 afectados figuraba un joven llamado Pablo Fajardo. Había nacido en una familia humilde de colonos. Estaba a punto de terminar sus estudios de Derecho a distancia.

“Yo estaba asistiendo a dos abogados de Quito muy prestigiosos. Uno vivía en EE UU, otro en Quito, pero se enfermó durante el juicio. Y en 2005 me tocó asumir el juicio a mí. Yo entonces llevaba apenas un año de ser abogado. Frente a mí estaban ocho abogados de Chevron. El que menos tenía 25 años de experiencia”, cuenta Pablo Fajardo en su despacho de Lago Agrio. Más de dos habitaciones enteras son necesarias para almacenar todo el material del juicio: 230.000 hojas que recogen los testimonios de los afectados, los análisis sobre el terreno y los datos de 18 años de litigio.

El final de “una guerra de 50 años”

Es difícil imaginar un juicio más desigual. Desde el inicio del proceso, Chevron ha gastado más de mil millones de dólares en abogados y peritajes. “Nosotros hemos tenido que ir rebuscando hasta el último centavo para seguir en esta batalla. Y no solo esta diferencia es considerable, sino que ellos tienen recursos para manipular cualquier información, para comprar Gobiernos, para sobornar a periodistas, tienen dinero suficiente para manejar el mundo entero”, dice Fajardo.

Estas diferencias y su inexperiencia como letrado no parecieron ser un obstáculo frente a los abogados de la Chevron-Texaco. Le respaldaba una evidencia de contaminación que la propia empresa no se molestó en negar en ningún momento. A lo sumo, intentó matizar su alcance.

Entre 2003 y 2010, el juicio avanzaba sin buenas perspectivas para la multinacional. Su equipo de abogados no dejó de probar ninguna táctica. Primero intentó impugnar el juicio porque la Asamblea de Afectados era un “asociación criminal” dedicada a extorsionar a la compañía. Luego intentó que el juicio volviera a Estados Unidos porque en Ecuador ya no se daban las condiciones para un proceso justo.

No funcionó. La presión fuera de los juzgados era constante. Al igual que las marchas a Quito, apoyadas por grupos ecologistas, la confederación indígena de la Amazonía y la confederación indígena de todo Ecuador. También fueron constantes las asambleas masivas, las tomas de la Procuraduría General de la República y las guardias de vigilancia, todas las horas del días, todos los días del año, para impedir contactos indeseados entre los representantes de la empresa y los jueces.

Una salida colectiva

El 14 de febrero de 2011, la justicia ecuatoriana por fin emitió un fallo. Y lo repitió en enero de 2012: Chevron-Texaco era culpable. Debía pagar 19,2 mil millones de dólares, la indemnización más alta de la historia de la humanidad. Pero los afectados no pensaban convertirse en millonarios rodeados de contaminación y miseria. Los 30.000 demandantes determinaron que el dinero no se iba a repartir individualmente sino de forma colectiva. La mayoría de la indemnización servirá para la reparación ambiental. El resto, para hospitales, escuelas, suministro de agua potable y otras inversiones para el desarrollo de la región.

Ahora sólo falta cobrar el dinero, algo que no es sencillo, ya que Chevron no tiene activos en Ecuador. “Tenemos que obligar con la ley a que Chevron pague por el crimen cometido. Allí donde haya activos de Chevron iremos”, dice Pablo Fajardo. La justicia argentina ha sido la primera en acceder al reclamo ecuatoriano. Pero será necesario acudir a más países para completar la reparación. Canadá, Brasil y Colombia son algunos de los países donde continuará la lucha por compensar el daño provocado por la Texaco entre 1964 y 1992.

Independientemente de lo que ocurra con la indemnización, el juicio ya es “histórico”, dice Fajardo. Para este abogado, este proceso no sólo afecta a Chevron, a los demandantes y a la Amazonía. “Lo que está en juego es todo un sistema empresarial que por décadas ha cometido enormes crímenes con total impunidad en América Latina, en África, Asia y en todas partes del mundo. Este juicio puede cambiar las reglas del juego”, dice.

Pablo Fajardo habla de una “guerra de casi 50 años” en la Amazonía ecuatoriana. Los primeros 28 años fueron una “masacre constante” de Texaco, 28 años en los que estuvo “bombardeando con tóxicos” el aire, el agua, la tierra, la selva. “Los últimos 18 años hemos ido reaccionando poco a poco y hemos podido enfrentar a este poder real. Hasta hace pocos años atrás, la gente en Ecuador y en el mundo pensaba que era imposible que un grupo de indígenas, de campesinos, de gente pobre, de un país ‘tercermundista’ pueda enfrentar a una empresa poderosa como Chevron. Estamos demostrando que es posible y que se puede hacer, que es posible ir mucho más allá, que se pueden cambiar las cosas, que no son intocables, que ellos no son invencibles”.

* Redacción (Lago Agrio, Ecuador).

Publicado en Diagonal Global

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