Cómo acabar con la estafa de la guerra
por César Vásquez Bazán
General Butler propone impedir que pueda obtenerse utilidades de la guerra.
Cuarto capítulo de "La guerra es una estafa".
El general Smedley Butler sostiene en brazos a su gato favorito.
LA GUERRA ES UNA ESTAFA
Smedley D. Butler
Traducción de César Vásquez Bazán
Capítulo 4
¡Cómo acabar con esta estafa!
Bien. Es una estafa. Estamos de acuerdo.
Unos pocos obtienen las utilidades y la mayoría paga. Hay una manera de detener esta estafa. No con conferencias de desarme. No con discursos sobre la paz pronunciados en Ginebra. No con resoluciones de grupos bien intencionados pero nada prácticos. La estafa sólo puede ser eliminada efectivamente si es que se logra que no puedan obtenerse utilidades de la guerra.
La única manera de acabar con la estafa es reclutar a los capitalistas, industriales y trabajadores antes que los jóvenes de la nación puedan ser llamados a filas. Un mes antes que pueda reclutar a éstos, el Gobierno debe llamar a filas a los capitalistas, industriales y trabajadores. Reclutemos para el ejército a los funcionarios, directores y más altos ejecutivos de las empresas productoras de armamento, siderúrgicas, fábricas de municiones, armadores navales, fabricantes de aviones, productores de todas esas otras cosas que proporcionan utilidades en tiempo de guerra, banqueros y especuladores, y asignémosles el salario de treinta dólares mensuales, la misma paga que reciben los jóvenes de las trincheras.
Hagamos que los trabajadores de esas fábricas reciban los mismos salarios –todos los trabajadores, todos los presidentes, todos los ejecutivos, todos los directores, todos los gerentes y todos los banqueros– sí, y todos los generales y todos los almirantes y todos los oficiales y todos los políticos y todas las autoridades gubernativas electas por el voto popular– ¡que cada persona en la nación quede limitada a recibir un ingreso mensual total que no exceda lo pagado al soldado en las trincheras!
Dejemos que todos esos reyes, magnates y amos de los negocios y todos esos trabajadores de la industria y todos nuestros senadores y gobernadores y los alcaldes destinen la mitad de su salario mensual de treinta dólares a sostener a sus familias, que paguen el seguro de riesgo de guerra y compren Liberty Bonds.
¿Por qué no?
Ellos no corren el riesgo de morir, ser mutilados o de ver sus mentes deshechas. No duermen en trincheras fangosas. No tienen hambre. ¡Los soldados sí!
Concédasele a los capitalistas, industriales y trabajadores treinta días para pensarlo y encontraremos que no habrá guerra al final de dicho plazo. Así se aplastará la estafa de la guerra, eso y nada más.
Quizá sea demasiado optimista. Los capitalistas todavía tienen algún poder. Por ello, no permitirán que se elimine [la posibilidad de obtener] utilidades de la guerra hasta que el pueblo –aquellos que sufren y pagan el precio– perciba que las autoridades elegidas por el voto popular deben obedecer el mandato popular y no la voluntad de los que se aprovechan de la guerra para obtener utilidades.
Otro paso necesario en la lucha por acabar con la estafa de la guerra es la realización de un plebiscito limitado para determinar si se debe declarar la guerra. Éste sería un plebiscito que no incluiría a todos los votantes sino únicamente a los que podrían ser llamados a luchar y morir. No tendría mucho sentido dejar votar en un plebiscito sobre si la nación debe ir o no a la guerra al presidente de setentaiséis años de edad de una fábrica de municiones, al director afectado de pies planos de una firma bancaria internacional, o al gerente bizco de una empresa fabricante de uniformes, todos ellos influidos por las visiones de las tremendas utilidades a obtener en caso de guerra. Ellos nunca serían llamados a empuñar el fusil, dormir en una trinchera, o morir. Sólo aquellos que puedan ser llamados para poner en riesgo sus vidas por el país deberían tener el privilegio de votar para determinar si la nación debe ir a la guerra.
Existen amplios precedentes para limitar la votación a los afectados. Muchos de nuestros estados han establecido restricciones sobre quiénes pueden votar. En la mayoría de estados, antes de poder votar, es necesario que el elector sepa leer y escribir. En algunos estados debe tenerse propiedades. Anualmente, los jóvenes que lleguen a la edad militar deberían registrarse en sus localidades –como hicieron en la conscripción durante la [Primera] Guerra Mundial– y ser examinados físicamente. Los declarados aptos y que en caso de guerra puedan ser llamados a empuñar las armas serían los únicos que podrían votar en el plebiscito limitado. Ellos deberían ser los únicos con poder de decisión y no el Congreso, en el que pocos de sus miembros están en edad militar y menos en condiciones físicas de empuñar las armas. Solamente los que pueden sufrir deben tener derecho a votar.
Un tercer paso en la tarea de acabar con la estafa de la guerra es asegurarnos que nuestras fuerzas militares sean verdadera y únicamente fuerzas para la defensa.
En cada sesión del Congreso resurge la discusión sobre asignaciones presupuestales adicionales para la Marina. Los almirantes de Washington, apoltronados en sillas giratorias –siempre hay muchos de ellos– son cabilderos muy astutos. Y son inteligentes. No gritan que “necesitamos muchos acorazados para hacer la guerra a esta o aquella nación”. No. En primer lugar, declaran que Estados Unidos está amenazado por una gran potencia naval. Luego los almirantes informarán que la gran flota de este enemigo supuesto atacará repentinamente y aniquilará a nuestros ciento veinticinco millones de habitantes (1). Algo parecido a eso. A continuación comenzarán a exigir contar con una escuadra más grande. ¿Para qué? ¿Para combatir al enemigo? No. No. Para propósitos de defensa solamente...
Sólo de paso, incidentalmente, anuncian maniobras en el Pacífico... Para la defensa... Ajá.
El Pacífico es un gran océano. Tenemos una extensa línea costera sobre el Pacífico. ¿Serán las maniobras a doscientas o a trescientas millas de la costa? No. Las maniobras serán a dos mil, sí, quizá incluso a tres mil quinientas millas de la costa.
Por supuesto, el japonés, pueblo orgulloso, estará indescriptiblemente feliz de ver a la flota de Estados Unidos tan cerca de las costas niponas. Tan contentos como lo estarían los residentes de California si percibieran, a través de la niebla matutina, la presencia de la flota japonesa efectuando maniobras de guerra en las afueras de Los Ángeles.
Puede apreciarse que las naves de nuestra marina, deben ser limitadas por ley, específicamente, a permanecer dentro de las doscientas millas de distancia de nuestra línea costera. De haber existido esa ley en 1898, el Maine nunca se hubiera desplazado al puerto de La Habana. Nunca hubiera sido hecho explotar. No hubiera habido guerra con España con la pérdida de vidas asociada a ella. En opinión de los expertos, doscientas millas es un amplio espacio para propósitos defensivos. Nuestra nación no puede comenzar una guerra ofensiva si sus naves están impedidas de navegar más allá de las doscientas millas de la línea costera. A los aviones pudiera permitírseles volar hasta quinientas millas de la costa con fines de reconocimiento. Por su parte, el ejército nunca debería traspasar los límites territoriales de nuestra nación.
Resumamos. Deben darse tres pasos para acabar con la estafa de la guerra.
Debemos eliminar la posibilidad de obtener utilidades de la guerra.
Debemos permitir a la juventud del territorio que empuñará las armas decidir si debe o no haber guerra.
Debemos limitar nuestras fuerzas militares a la estricta defensa del país.
Notas del traductor
(1) Esta cifra se refiere, de manera aproximada, a la población de Estados Unidos en 1935, año en que Butler escribió War Is A Racket. Según la Oficina del Censo, el primero de julio de 1935 los Estados Unidos tenían una población de 127,250,232 habitantes.