Ética de la dependencia

Por Adela Cortina (*)

Que Barack Obama ganara las elecciones en Estados Unidos sería para muchos de nosotros una buena noticia. Y no sólo por el partido al que pertenece y por sus propuestas a la vez utópicas y realistas, sino porque la forma más eficaz de acabar con la discriminación racial es que gentes de diversas razas ocupen los lugares más visibles de una sociedad por su valía personal. Normalizar la diversidad de razas, sexos, religiones en los puestos de poder es racional y razonable. Que no haga falta siquiera ponerse en el lugar del otro para evitar discriminaciones.


La solución es que no haya razas humilladas. Sin embargo, hay situaciones de discriminación en las que ni siquiera hace falta imaginarse en el lugar de otros, porque basta con ponerse en el propio lugar, pero en distintas etapas de la vida. Es el caso de las situaciones de dependencia, que no marcan una línea divisoria entre “nosotros, los independientes” y “ellos, los dependientes”. Todos somos niños, ancianos y enfermos en épocas diferentes de nuestra existencia, y en todos esos casos necesitamos ayuda. Una ayuda que suele venir de la familia y los amigos, y que aunque se le denomine “informal”, constituye el grueso de la asistencia social.

Las personas somos todas radicalmente dependientes. Es verdad que en la cultura occidental hemos ocultado cosa tan obvia, por admiración hacia esa otra capacidad nuestra, la autonomía, que los individuos y los pueblos persiguen como una aspiración. Para la cultura latina el in-firmus, el enfermo es alguien de segunda, porque le falta firmeza, le falta seguridad, un desprecio que hereda de Grecia. Y, sin embargo, a cada persona acompañan desde la raíz la inevitable dependencia y la aspiración a la autonomía, la vulnerabilidad y la capacidad de hacer la propia vida.

Por eso, la única forma humana de conquistar una cierta independencia es la práctica de la interdependencia. Es el sueño de los viejos anarquistas, el apoyo mutuo, que hace progresar a los individuos y a las especies. El sueño cristiano y socialista de la solidaridad. Por eso una Ley de Dependencia no es una simple prolongación de la antigua beneficencia, de la limosna generalizada en la que a veces parecen convertirse las prestaciones sociales, sino una exigencia de justicia para cualquier Estado que se pretenda legítimo.

Es difícil saber por qué pero eso del bienestar social suena a maría, a ese tipo de asignaturas que no interesan a nadie, pero hay que cursarlas, qué le vamos a hacer. Que imparten los profesores a los que les faltan horas para cubrir la dedicación, cuando ya están bien cubiertas las matemáticas y las ciencias; o, dicho en versión política, la economía y la hacienda.

Y es verdad que el buen funcionamiento de la economía es indispensable para construir una buena sociedad. Pero inyectar dinero a la Ley de Dependencia no puede quedar para cuando sobre de lo demás, porque es de justicia intentar que todos los ciudadanos sean de primera.

La vida humana es quehacer decía Ortega, y por eso es de justicia ayudar a quienes se encuentran en situación de dependencia para que puedan hacer sus vidas. Pero hay un momento en el que ya no podemos hacer, sino que nos hemos de dejar hacer, y entonces la ética del cuidado complementa a la de la autonomía.

Todo ello requiere una lúcida y decidida coordinación por parte de la sociedad. “Decidida” porque esté convencida de que esto es importante y se apreste a hacerlo; “lúcida” porque discurra bien los medios.

Para que no haya ciudadanos de segunda, no puede quedar al albur de la lotería política. Y, por otra parte, la atención a la dependencia precisa cuidadores profesionales y vocacionados, no es un trabajo burocrático, sino una tarea que exige una especial atención cuidadosa y debe ser dignamente remunerada.

Lo que vale, cuesta. En recursos humanos, políticos, sociales y económicos. El cuidado de todos nosotros cuando somos dependientes es un yacimiento de empleo, pero tiene que conjugar salarios dignos con dedicación cuidadosa.

(*) Catedrática de Ética y filosofía política de la Universidad de Valencia
Centro de Colaboraciones Solidarias