No hay futuro sin planificación familiar
Por Carlos A. Miguélez Monroy (*)
La obsesión por “la amenaza terrorista” del gobierno estadounidense contradice su recorte en la última década a la financiación del Fondo de las Naciones Unidas para la Población y su apoyo menguante a la planificación familiar en el mundo.
Hoy no cabe el sabotaje al freno de la explosión demográfica, un desafío del que dependen la salud, la alimentación, la conservación de la vida en el planeta y la seguridad internacional. En muchos países, la pobreza extrema se conjuga con el desempleo y con el elevado número de jóvenes varones por anciano, un modelo demográfico y social más propenso a la manipulación, a la desesperación y a la violencia.
Contrario a una creencia arraigada, la mejora de las condiciones de vida en términos de salud, de alimentación y de acceso seguro a recursos esenciales reduciría la curva demográfica. Es verdad que las tasas de fertilidad han aumentado por la notable reducción de la mortalidad y por la estabilidad en el número de nacimientos, pero la tendencia cambiaría en una generación si se tomaran decisiones responsables.
En África, donde más acentuada está la amenaza de la explosión demográfica, las tasas de fertilidad se pueden reducir de forma rápida y voluntaria como sucedió en Irán a partir de 1985, según nos dice Jeffrey Sachs en Economía para un planeta abarrotado. Además de iniciativas de cooperación en términos de salud, infraestructuras y educación para la planificación familiar, serán necesarios un liderazgo político y el apoyo de unas autoridades religiosas influyentes.
Reducir la mortalidad infantil a partir del mejor acceso a servicios de salud pública y a la nutrición anima a las personas a tener menos hijos, como sugieren los datos de la ONU y del Banco Mundial sobre las tendencias demográficas de países con esas mejoras.
El economista norteamericano señala también otras iniciativas: prestar especial atención a la educación de las niñas y fomentar la cualificación de las mujeres, asegurar el acceso a servicios de salud reproductiva, promover una revolución verde y una urbanización sostenible, despenalizar la interrupción del embarazo y ofrecer garantías para la vejez.
La escolarización de las niñas retarda el matrimonio y la edad en que se tienen los hijos. La educación sexual y reproductiva permite planificar mejor el futuro de la familia. En algunos contextos rurales, las prácticas reproductivas obedecen a factores culturales que surgieron en contextos de elevada mortalidad infantil. Los hijos varones suponían una garantía para el sustento de sus padres durante la ancianidad hasta hace pocos años. Para garantizar que sobreviviría al menos un hijo varón obligaba, hasta hace poco tiempo, tener más de más de dos hijos, y aún así quedaba una ligera probabilidad de que murieran antes de convertirse en adultos. Para que las familias tuvieran tres varones, era preciso un promedio de seis partos por mujer. Con este ritmo y con la mortalidad infantil reducida en casi todo el mundo, cualquier población se duplicaría en cada generación.
La búsqueda de una protección jurídica adecuada, los derechos de propiedad, los microcréditos y los derechos laborales para asegurar la cualificación de las mujeres las dotaría de más y mejores oportunidades en el mercado laboral. A largo plazo, esto proporciona medios para las familias con una mejor planificación y también un argumento sólido para que las mujeres gestionen su propia maternidad con menos presiones sociales y culturales.
También el acceso a la salud reproductiva reduce los índices de natalidad, sobre todo cuando se incorporan servicios de información “puerta a puerta” que preservan en el hogar la autonomía y la intimidad de la que carecen muchas mujeres.
El impulso de una mayor productividad agrícola a partir de mejoras tecnológicas como sucedió durante la revolución verde de India desemboca en una mayor asistencia escolar, pues se precisan menos manos en el campo para la cosecha. Como la escuela supone un coste, las familias suelen tener menos hijos, como sucede cuando las familias cuentan con prestaciones de seguridad social para los ancianos y desaparece la amenaza de una vejez sin recursos.
Defender la vida supone exigir a nuestros gobiernos e instituciones religiosas que promuevan políticas de apoyo para reducir la curva demográfica antes de que la bomba social les explote en la cara. La amenaza terrorista se alimenta de la pobreza y de la falta de oportunidades para forjar un porvenir en la Tierra.
(*) Periodista
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