Para muchos ciudadanos de cualquier metrópoli, tener su lugar de trabajo a menos de una hora de desplazamiento desde sus hogares es una suerte de fortuna que aumenta su calidad de vida. Esa hora le permite a otra persona que desempeñe el mismo trabajo en una pequeña localidad pasar más tiempo con su familia, leer o dormir. En su caso un desplazamiento mayor de 10 minutos implica una eternidad. Hoy, las ciudades no se miden sólo por su tamaño o por su población, sino también por el tiempo utilizado para desplazarse a lugares básicos en la vida de cualquier persona, como el trabajo, el hospital o el colegio de los niños.
Uno de cada dos habitantes del planeta vive en una ciudad. El 75% de la población de los países ricos es urbana. A pesar de ello, el último Informe del Centro de la ONU para los Asentamientos Humanos vaticina que nueve de los diez mayores núcleos urbanos en el año 2020 estarán en países en desarrollo.
Las ciudades ofrecen servicios esenciales más baratos y a mayor escala que las áreas rurales, pero por su configuración presentan diversos riesgos para la salud de sus moradores. Desde el siglo XIX, con la Revolución Industrial, el concepto de ciudad lleva asociada la idea de ruido, hacinamiento, viviendas pequeñas, falta de aire y de luz, atascos, polución, malos olores…
Las ciudades más grandes y desarrolladas no son siempre las que ofrecen mayor calidad de vida a sus habitantes. Estos son una especie de nómadas urbanos que ocupan demasiado tiempo diariamente en recorrer la distancia que les separa de sus destinos. La contaminación que respiran, y el estrés que padecen por ir constantemente a contra reloj, sin apenas tiempo para el ocio o la familia, provocan enfermedades cardiovasculares o somáticas. La angustia se manifiesta mediante síntomas corporales. Casi el 255 de las dolencias por las que los enfermos acuden al médico tienen su origen en cuadros de ansiedad.
Pero no son los adultos los únicos perjudicados. Sus hijos conforman la llamada ‘generación de la llave’. Sus padres les entregan una copia de la llave de sus casas y se despiden de ellos cada mañana a primera hora con un desesperanzador ‘hasta la noche’. El niño tiene todo el día por delante para ir al colegio, comer solo, y dedicar la tarde a ver los poco educativos programas que ofrecen las televisiones en la franja vespertina o jugar durante horas con los videojuegos.
La crisis económica actual debe suponer una oportunidad para llevar a las ciudades un desarrollo que no ponga en peligro a las generaciones futuras, y que gestione de manera racional y respetuosa los recursos naturales y urbanos disponibles. En la actualidad en las megápolis no se produce casi ningún bien fundamental necesario para la vida de sus habitantes; ni alimentos, ni materias primas, ni energías.
La ciudad alemana de Friburgo mantiene un compromiso con el desarrollo urbano sostenible desde hace más de 30 años. Desde 1970 hasta hoy, ha pasado de tener 29 kilómetros de carril-bici, a más de 500 kilómetros. Pero no es éste su único paso hacia la sostenibilidad. El 5% de la electricidad consumida en los hogares procede del sol, mediante la colocación de pequeños paneles solares en las propias viviendas, hospitales, o escuelas.
Si hacemos nuestra la metáfora que compara a las ciudades con organismos vivos, quizá así asimilemos que sufren problemas circulatorios, que están atravesadas por cicatrices —vías férreas y autopistas—, que el aire que respiran está viciado, etc. Los remedios para esos males pasan por la sostenibilidad. Y el primer paso para conseguirla es la urbanización a escala humana.
* Periodista
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