Por Carlos Taibo*
Hace unas semanas, el presidente norteamericano entregó a un puñado de periódicos un artículo con sus opiniones sobre lo que debemos hacer para dejar atrás la crisis en la que estamos inmersos. Resulta inquietante que quede ilustrado en qué medida el máximo dignatario estadounidense se niega a romper amarras con el orden que ha heredado.
Rescatemos al respecto dos formulaciones en ese artículo. La primera da cuenta de un firme propósito de restablecer el crecimiento, como si este último no acarrease consecuencias delicadas que hay que tomar en consideración: más que dudosos progresos en materia de cohesión social, agresiones contra la naturaleza, agotamiento de recursos y primacía aberrante del consumo y sus lindezas. Mientras se habla de una nueva sensibilidad en lo que respecta a los límites medioambientales y de recursos del planeta, no se toma nota de las consecuencias insorteables de semejante opción en un escenario en el que el presidente estadounidense otorga una prioridad rotunda a la recuperación del consumo y del gasto.
No nos engañemos, lo que se adivina por detrás no es sino el firme designio de facilitar la recuperación de las exportaciones norteamericanas, de la mano de una defensa acrítica del libre comercio que, de nuevo sin matices, ignora que éste beneficia en exclusiva a quien tiene algo que vender o cuenta algo con qué comprar, condiciones que sólo reúne una minoría escueta de la población del globo.
En segundo lugar, los límites de la revolución obamiana quedan retratados por el hecho de que el presidente estadounidense confiesa rechazar lo que llama especulación temeraria. La especulación en sí no parece reclamar contestación alguna, aunque sobren los argumentos para aseverar que en las prácticas correspondientes están los cimientos principales del orden que Obama dice rechazar pero no acaba de encarar en serio. Frente a las intuiciones del inquilino presente de la Casa Blanca, lo razonable es afirmar que toda especulación es, por definición, temeraria.
Con mimbres como los reseñados, a duras penas va a encontrar razonable satisfacción el propósito —enunciado por el presidente estadounidense— de evitar que vuelva a producirse una crisis como la que nos atrapa. Al respecto, Obama prefiere concluir que en el horizonte sólo se dibuja una opción solvente en la forma de un capitalismo regulado. Momento es éste de preguntarse si, ante ello, el problema que tenemos que encarar no es el que remite a la desregulación que ha marcado poderosamente el derrotero reciente del capitalismo: el problema es éste último, regulado o desregulado, en su doble dimensión de injusticia y de agresiones contra el medio.
* Profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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