Hijos de la misma madre Tierra
Desde los inuit en los hielos árticos, hasta los bosquimanos en el desierto del Kalahari, pasando por los yanomamis en las selvas amazónicas, todos los pueblos indígenas son autosuficientes y desarrollan una vida alejada de los ruidos del asfalto y en comunión con la naturaleza. La llegada del “hombre blanco” con su altanería y sus propósitos “civilizadores” ha puesto en la diferencia la pólvora del conflicto.
Desde los inuit en los hielos árticos, hasta los bosquimanos en el desierto del Kalahari, pasando por los yanomamis en las selvas amazónicas, todos los pueblos indígenas son autosuficientes y desarrollan una vida alejada de los ruidos del asfalto y en comunión con la naturaleza. La llegada del “hombre blanco” con su altanería y sus propósitos “civilizadores” ha puesto en la diferencia la pólvora del conflicto.
En el mundo, se estima que existen 5.000 pueblos indígenas repartidos entre los cinco continentes, 350 millones de personas que habitan la tierra de la que provienen sus antepasados sin el afán de apropiársela. Una pretensión absurda que, en paráfrasis con la carta que el Jefe indio Seattle le escribió en 1855 al presidente de Estados Unidos, iría tan contra natura como la posibilidad de comprar o vender el firmamento, recalificar el murmullo del viento o alquilar el fulgor de las aguas.
En la actualidad, esa demanda se reproduce una y otra vez bajo la firma de importantes petroleras, hoteles de lujo o grandes multinacionales arroceras, madereras, mineras o azucareras que ocupan y explotan los territorios en los que viven las comunidades aborígenes. Amenazas contra las que los “antiguos inquilinos” de esas tierras tienen que luchar para poder tener potestad sobre su propio futuro.
Los acontecimientos en la selva peruana, hace menos de dos meses, subrayan las palabras del escritor y periodista Santiago Roncagliolo. “La democracia liberal ha perdido su credibilidad y constata cómo el liberalismo no ofrece justicia a millones de pobres e indígenas”. Así lo atestiguan las cerca de 60 muertes que, según fuentes oficiales, dejaron los enfrentamientos entre nativos y las fuerzas armadas enviadas por el ejecutivo de Alan García. De esta manera, el gobierno peruano intentaba acallar las protestas, organizadas por los grupos étnicos de la zona, en contra de la aprobación de unos decretos que permiten la apertura del 70% de la Amazonía de Perú a la explotación de empresas petroleras. Con desfachatez inusitada, Mario Vargas Llosa sugirió que a los indígenas nunca les pertenecieron esas tierras.
Este tipo de realidades demuestran que los campesinos tienen que morir o matar para defender sus derechos porque no existe cobertura legal que los ampare, aunque sean ciudadanos de Estados democráticos. Ante esta paradoja, los gobiernos populistas de Hugo Chávez o Evo Morales salen reforzados entre los sectores más desfavorecidos de muchos países porque sus modelos de gestión les defienden y además refuerzan la propiedad pública frente a los operadores económicos privados. Se contraponen aquí dos discursos: el caudillista, en busca de un sistema igualitario aunque para ello se eliminen las instituciones que garantizan las libertades individuales, y el liberal que propone la libertad individual pero relega la dimensión social a un segundo plano.
Mientras, las virtudes que ofrece la democracia permanecen en el olvido. La justicia social, el reconocimiento de los derechos básicos o una distribución más justa de la riqueza no serán posibles hasta que, como se dice en un viejo proverbio de la tribu Kogui asentada en la sierra colombiana, “se reforesten los corazones de los hombres que en su interior han talado su sensibilidad” hacia los demás.
Es difícil encontrar en el mundo un pueblo indígena que vea reconocidos sus derechos o que los ejerza sin ningún impedimento, a pesar de que países latinoamericanos como Bolivia o Guatemala cuentan con elevados porcentajes de población autóctona que superan incluso a las cifras de mestizos o criollos. Casos como el de los nativos de Raposa Serra do Sol, una reserva de 1.700.000 hectáreas ubicada en el estado brasileño de Roraima, en el que la Justicia otorgó la custodia de sus territorios a los macuxis, uapixanas, ingaricós y taurepangues son minoría en una balanza que suele decantarse, casi siempre, por los intereses de los colonos y los hacendados.
Los indígenas representan el 85% de la diversidad cultural del planeta y son sólo el 6% de la población. Un raudal de tradiciones y costumbres que el “hombre blanco” desprecia con la negación del respeto a la diferencia de los pueblos. Tal y como se recoge en los últimos versos del poema Desiderata, atribuido oficialmente a Max Ehrmann, “con todas sus farsas, trabajos y sueños rotos, éste sigue siendo un mundo hermoso” que, sin duda, debemos compartir. Al fin y al cabo, todos somos iguales, hijos de la misma madre Tierra.
David Rodríguez Seoane
Periodista
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En la actualidad, esa demanda se reproduce una y otra vez bajo la firma de importantes petroleras, hoteles de lujo o grandes multinacionales arroceras, madereras, mineras o azucareras que ocupan y explotan los territorios en los que viven las comunidades aborígenes. Amenazas contra las que los “antiguos inquilinos” de esas tierras tienen que luchar para poder tener potestad sobre su propio futuro.
Los acontecimientos en la selva peruana, hace menos de dos meses, subrayan las palabras del escritor y periodista Santiago Roncagliolo. “La democracia liberal ha perdido su credibilidad y constata cómo el liberalismo no ofrece justicia a millones de pobres e indígenas”. Así lo atestiguan las cerca de 60 muertes que, según fuentes oficiales, dejaron los enfrentamientos entre nativos y las fuerzas armadas enviadas por el ejecutivo de Alan García. De esta manera, el gobierno peruano intentaba acallar las protestas, organizadas por los grupos étnicos de la zona, en contra de la aprobación de unos decretos que permiten la apertura del 70% de la Amazonía de Perú a la explotación de empresas petroleras. Con desfachatez inusitada, Mario Vargas Llosa sugirió que a los indígenas nunca les pertenecieron esas tierras.
Este tipo de realidades demuestran que los campesinos tienen que morir o matar para defender sus derechos porque no existe cobertura legal que los ampare, aunque sean ciudadanos de Estados democráticos. Ante esta paradoja, los gobiernos populistas de Hugo Chávez o Evo Morales salen reforzados entre los sectores más desfavorecidos de muchos países porque sus modelos de gestión les defienden y además refuerzan la propiedad pública frente a los operadores económicos privados. Se contraponen aquí dos discursos: el caudillista, en busca de un sistema igualitario aunque para ello se eliminen las instituciones que garantizan las libertades individuales, y el liberal que propone la libertad individual pero relega la dimensión social a un segundo plano.
Mientras, las virtudes que ofrece la democracia permanecen en el olvido. La justicia social, el reconocimiento de los derechos básicos o una distribución más justa de la riqueza no serán posibles hasta que, como se dice en un viejo proverbio de la tribu Kogui asentada en la sierra colombiana, “se reforesten los corazones de los hombres que en su interior han talado su sensibilidad” hacia los demás.
Es difícil encontrar en el mundo un pueblo indígena que vea reconocidos sus derechos o que los ejerza sin ningún impedimento, a pesar de que países latinoamericanos como Bolivia o Guatemala cuentan con elevados porcentajes de población autóctona que superan incluso a las cifras de mestizos o criollos. Casos como el de los nativos de Raposa Serra do Sol, una reserva de 1.700.000 hectáreas ubicada en el estado brasileño de Roraima, en el que la Justicia otorgó la custodia de sus territorios a los macuxis, uapixanas, ingaricós y taurepangues son minoría en una balanza que suele decantarse, casi siempre, por los intereses de los colonos y los hacendados.
Los indígenas representan el 85% de la diversidad cultural del planeta y son sólo el 6% de la población. Un raudal de tradiciones y costumbres que el “hombre blanco” desprecia con la negación del respeto a la diferencia de los pueblos. Tal y como se recoge en los últimos versos del poema Desiderata, atribuido oficialmente a Max Ehrmann, “con todas sus farsas, trabajos y sueños rotos, éste sigue siendo un mundo hermoso” que, sin duda, debemos compartir. Al fin y al cabo, todos somos iguales, hijos de la misma madre Tierra.
David Rodríguez Seoane
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