Por Humberto Campodónico
Las negociaciones para la Cumbre de Copenhague en diciembre próximo sobre el cambio climático global están estancadas y se corre el riesgo de que los acuerdos a los que se llegue solo sean un maquillaje y se mantenga el statu quo. Uno de los principales problemas radica en cómo hacer para que “suban a bordo” los dos países más contaminantes: EE. UU. y China.
Es por eso que en el Protocolo de Kyoto de 1997, que planteaba reducir las emisiones hasta un cierto nivel, los países industrializados se comprometían a reducciones obligatorias en sus emisiones, no sucediendo lo mismo con los países en desarrollo (no culpables del stock contaminante) lo que incluía a la India y a China.
Ese fue el motivo (o pretexto) del rechazo a firmarlo por parte de Bush (en el 2001): “si China no tiene compromisos obligatorios, EE. UU. no firma”.
Ahora, en el 2010, desde el punto de vista de los flujos anuales de emisión, la cosa ha cambiado mucho desde 1997: EE. UU. y China emiten el 40% del total, repartidos 50-50. Ajá, diría alguien: entonces ahora sí China debe asumir compromisos concretos.
A lo que China responde no solo con el argumento del stock histórico, sino con las emisiones per cápita. En efecto, por habitante, EE. UU emite cuatro veces más gases que China. Además, dice China que el 25% de sus emisiones está relacionado con exportaciones a los países industrializados. El resultado de las negociaciones entre estas dos potencias condicionará, por tanto, cualquier acuerdo global.
Hay otro problema clave. ¿A cuánto asciende el costo económico de la “adaptación” de los países en desarrollo al calentamiento global y quién debe pagar esa factura? Sucede que la “adaptación” a los deshielos, a los cambios de cultivos y al desplazamiento de las poblaciones cuesta mucha plata. Dicen los más pobres: si no somos culpables del calentamiento, ¿por qué tenemos que pagar sus consecuencias?
Es por eso que los países africanos están amenazando con retirarse de las negociaciones si no reciben US$ 300,000 millones para la “adaptación”, los que deben ser adicionales a la ayuda que hoy reciben. Otros países, como Nueva Zelanda objetan que no se haya tenido en cuenta la agricultura, donde se emite el 15% de las emisiones contaminantes. Aquí el problema es que muchos países pobres dicen que si eso se toma en cuenta, entonces se les limitarán sus opciones de desarrollo.
El fondo del asunto tiene que ver con el actual estilo de desarrollo, que privilegia el crecimiento del PBI sin tener en cuenta las “externalidades negativas” que genera. Ahora que China e India se han sumado a la “cultura científica” de los países industrializados todo se ha vuelto un tira y afloja en el que nadie quiere ceder.
Dice el New York Times que en las negociaciones actuales los países han adoptado la posición de “esperar a ver lo que hace el otro” o, dicho de otra manera, “pase usted primero con su propuesta a ver qué es lo que yo hago”. Todo esto en medio de una crisis sistémica que todavía no tiene cuándo acabar. Estamos lejos, entonces, del planteamiento propuesto por una serie de organismos internacionales, comenzando por Naciones Unidas: hay que matar dos pájaros de un tiro, atacando a la vez la crisis económica y el calentamiento global del planeta.
La reunión del G-20 esta semana en Pittsburgh va a tratar este tema. Pero es difícil augurar una salida positiva. Así vamos.
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