Nueva ley procesal del trabajo: mejor dejarla en suspensoJorge_Rendn_Vsquez
Por  Dr. Jorge Rendón Vásquez

El 15 de enero de 2010 se publicó en el diario oficial el texto de la Nueva Ley Procesal del Trabajo, 29497, pero no para entrar en vigencia al día siguiente, sino seis meses después. Y, aún así, no de inmediato, sino “de forma progresiva en la oportunidad y en los distritos judiciales que disponga” el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial (9ª DC). Hasta el momento, esa oportunidad les ha llegado, tímida y cautelosamente, a Tacna (R. Adm. 236-2010-CE-PJ), Cañete, Yauyos y Mala (R.Adm. 276-2010-CE-PJ); Trujillo y otras provincias de La Libertad (R.Adm. 295-2010-CE); Arequipa (R.Adm. 331-2-1—CE-PJ); y Cusco (R.Adm. 368-2010-CE-PJ; en total, unos 15 juzgados laborales ya existentes en localidades con cifras relativamente bajas de trabajadores dependientes. No se ha creado ningun nuevo juzgado ni sala.

¿Por qué?

La aplicación de la Nueva Ley Procesal del Trabajo es muy costosa. Para atender la carga procesal acumulada y nueva se requeriría un número de jueces de primera instancia y de salas laborales cuatro a seis veces mayor al existente, lo que en buen romance quiere decir que, si esta Ley fuera aplicada en todo el país, al no aumentarse el número de jueces y salas, los procesos laborales, que duran actualmente de tres a seis años con la Ley 26326, se prolongarían hasta unos diez o más años. Con el Decreto Supremo 007-71-TR de 1971, terminaban no más allá de los seis meses de interpuesta la demanda. Se progresa, como se ve, en duración  y … en complejidad.

Pareciera que los legisladores hubieran prescindido de la relación costo-beneficio. No se han basado en estudios sobre la carga procesal laboral. Han preferido ignorar el número de demandas laborales ingresadas diariamente en cada distrito judicial y el número de sentencias en cada instancia y en la Corte Suprema en ese período. Si son 100 las demandas recibidas por día y 30 las sentencias emitidas, el déficit es 70%.

Ya la actividad judicial laboral le cuesta mucho al Estado ahora, por las elevadas remuneraciones de los jueces y los elementos requeridos para realizarla. Y las tasas judiciales no llegan a financiarla sino en un porcentaje reducido. ¿Le han asignado al Poder Judicial en el Presupuesto del presente año los recursos necesarios para la implementación de la Nueva Ley Procesal del Trabajo? Es evidente que no.  Es como si los legisladores hubieran dejado en una plaza un sofisticado automóvil sin combustible, sin una carretera adecuada y con un conductor no bien capacitado para conducirlo. Todos lo mirarían con curiosidad, pero allí se quedaría detenido e inútil.

Para los miembros de la comisión de abogados llamados a preparar el anteproyecto de esta ley, sugerir ideas nuevas y debatirlas fue, tal vez, la oportunidad que habían estado esperando de lucir su sapiencia y adhesión a los principios de oralidad e inmediación, como innovaciones espectaculares en torno a los cuales debía gravitar el nuevo proceso laboral. Poco importaba que una audiencia de este proceso ideal tuviese que durar tres horas, para concluir en un acta que no abarcaría la actuación de todas las pruebas admitidas, ni que un juez sólo pudiese atender una audiencia por la mañana y otra por la tarde, ni que la revisión y la firma del despacho le tomara unas tres horas más, ni que la redacción de las sentencias quedara como una tarea para la casa, a efectuarse por las noches, los sábados y domingos, y frecuentemente acompañada del bullicio del hogar. No consta en ninguna parte que los jueces laborales y sus órganos de representación hayan considerado y, menos aún, criticado la carga procesal que ya tienen ni, obviamente tampoco, la que esa Nueva Ley Procesal del Trabajo les acarrearía. Criticarla no es parte de su función. Si el déficit procesal aumenta no les será imputable. Ellos seguirán sacando el número de sentencias que buenamente puedan por día, mes y año.

La relación laboral es relativamente simple. Vincula a un empleador y un trabajador para la ejecución del trabajo dependiente y el pago de una remuneración. Aun cuando estas prestaciones se dividen en varias fases, no ofrecen un panorama complejo e inextricable. La doctrina y la práctica las han convertido en entidades diáfanas, determinadas y manejables, por sus actores, los profesionales ocupados en ellas y los jueces laborales. Más aún, los documentos inherentes a la relación laboral, como las planillas y boletas de pago, y el registro de asistencia, permiten conocerla en gran parte. De manera que, correlativamente, el proceso laboral de conocimiento y declaración de derechos podría ser simple, único, breve, escrito, salvo la audiencia, y teniendo por eje la inversión de la carga de la prueba. Este principio, que coloca en el empleador la obligación de probar el cumplimiento de sus obligaciones, facilita el acceso a la verdad real, y no sólo legal. El Decreto Supremo 007-71-TR era terminante en la aplicación de este principio. “La sentencia declarará fundada la demanda –disponía-: respecto de los puntos en que correspondiendo la carga de la prueba al demandado, éste no los hubiere probado.” (art. 50º-b). La Ley 26636 colocó también el peso del onus probandi en el empleador al decir: “Corresponde al empleador demandado probar el cumplimiento de sus obligaciones contenidas en las normas legales, los convenios colectivos, la costumbre, el reglamento interno de trabajo y el contrato individual de trabajo.” (art. 27º-2). Pero hizo desaparecer el efecto de este principio en la sentencia, y lo sustituyó por una lata valoración de las pruebas por el juez “en forma conjunta, utilizando su apreciación razonada” (art. 30º). En la Ley 29497, la obligación del empleador de probar ciertos hechos sobrevive, pero privada también de su efecto jurídico si la incumple, y, de paso, se ha eliminado la valoración de la prueba por el juez, quien se convierte así en una suerte de autócrata del proceso.

Una gran parte de los procesos laborales se desencadena por despidos de hecho, sin las formalidades esenciales, o con la simple alegación de alguna causa imputada al trabajador. Si el despido es de hecho o sin las formalidades esenciales, lo que correspondería sería la reinstalación inmediata del trabajador en su puesto. Pero tal no es el sentido del Decreto Legislativo 728. El proceso incoado por el trabajador debe seguir su curso para que, finalmente, luego de varios años, el trabajador, si lo gana, pueda accionar, en un proceso complementario de ejecución. Cuando el despido sobreviene por la imputación de una causa justa, si bien, la carga de probar la existencia de ésta corresponde al empleador, en la práctica de todos los días, es el trabajador quien debe probar que esa causa no se ha producido, y, por supuesto, atenerse también a las resultas del proceso, luego de varios años de pleitear.

Hace poco, la Presidenta de la República Argentina, Cristina Fernández de Kirchner aludió a la existencia y prosperidad de una “industria del juicio” al criticar el sistema de indemnizaciones por accidentes de trabajo en manos de compañías privadas de seguros. Como éstas pagan muy poco, a los trabajadores afectados o a sus deudos no les queda otro camino que el de los tribunales de justicia, en los que, por lo general, obtienen las indemnizaciones que les corresponden, que deben compartir con sus abogados.

Con la Ley 26636 y con la Nueva Ley Procesal del Trabajo se ha estimulado también en nuestro país una “industria del juicio laboral”. Pero con diferente dirección para los empleadores y los trabajadores.

Para ciertos empleadores, no pagar las remuneraciones, no pagarlas completas u omitir el pago de los derechos sociales se presenta como un negocio rentable. Con el Decreto Ley 25920, del 27/11/1992, el empleador, al terminar el proceso laboral, sería condenado sólo al pago del “interés laboral”, inferior al “interés legal” previsto por el art.   1244º del Código Civil. Le es preferible, por lo tanto, esperar que lo demanden y encargar su defensa a algún estudio jurídico especializado en asuntos laborales. Incluso añadiendo los honorarios de éste a lo que tuviera que pagarle al trabajador si perdiera el proceso, más caro le costaría tomar en préstamo de un banco una suma de dinero equivalente. Pero tendría, además, la posibilidad de ganar el juicio y no pagarle nada a su contrincante.

A los trabajadores, la vía procesal les implica pagar los honorarios del abogado. Algo tienen que darles al comenzar el proceso, según su capacidad económica, y luego, por lo general, sujetarse al pacto de cuota litis que suele ascender al 30% para el abogado de lo que se obtenga al final.

En este juego, todos los abogados ganan. Tanto la Ley 26636, como la 29497, parecen haber sido concebidas para ellos, y no para los trabajadores.

Una perspectiva complementaria de esta situación lamentable es la atmósfera pesada en el panorama social, recargada más todavía con desaciertos como el indicado.

Si no fuera posible dejar sin efecto la Nueva Ley Procesal del Trabajo por otra ley inmediata, el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial debería ponerla en suspenso hasta que el Congreso de la República, con su nueva composición luego del 28 de julio de este año, la reexamine y resuelva.
 
Profesor Emerito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Docteur en Droit por l´Universite de Paris I (Sorbonne)