Guerra declarada
Por César Hildebrandt
Ollanta Humala debe haber leído recientemente manuales de guerra, esos que subrayan que la sorpresa es factor clave en el desenlace de las batallas.
Eso de invocar a los manes de 1979 para juramentarse simbólicamente fue el típico ataque que nadie esperaba.
¿Fue legítimo?
Fue una provocación. Y quizá hasta una frivolidad irresponsable. Pero lo cierto es que, por primera vez en muchos años de respirar apenas en el cementerio de lo correcto, sentimos que algo se movía, que algo estaba pasando, que alguien dejaba de hablar a media voz.
Y la verdad es que funcionó. Basta oír, casi de inmediato, a las señoritas y señoritos que aspiran a ser personajes de Proust y sólo llegan a ser empleados de cualquier Crousillat, para entender que Humala había dado en el blanco.
¡Cómo se horrorizaron las señoritas y los señoritos! “No me ha gustado nada de esto”, decía un ex lobbista de alguna burundanga en los tiempos de Fujimori. “Es preocupante”, remachaba una señora que es la Perry Mason del rivaagüerismo sin naftalina.
¿Y Martha Chávez, ese delicado ser que insultaría a las placeras si placera se la llamara? Pocas veces me he avergonzado tanto. Pero --debo decirlo--, pocas veces he disfrutado tanto asistiendo a una rabieta como la que nos regaló la señora Chávez al mediodía del 28.
Era una escena de Almodóvar ver a ese súcubo (que permanecería en el más estricto estado de virginidad) gritando en nombre de los fueros constitucionales. Ella, que fue secuaz sin límites de quién burló la constitución verdadera, creó un circo de mercenarios para producir la que permitió la dictadura liberal que padecemos y que ayudó a disolver el Tribunal Constitucional cuando fue incómodo, ¿ella hablando de una Constitución herida por omisión?
El discurso de Humala, más allá de la demagogia y las decepciones, fue importante. Tuvo un espíritu de renovación, un aliento de largo plazo, un propósito de enmienda nacional.
No fue en vano que citara a Víctor Andrés Belaúnde, a Haya de la Torre, a Mariátegui y a Basadre: compuso con ellos un relato de lo que no hemos podido ser, de lo que debemos aspirar a ser.
Y lo que avizoramos no fue una utopía siniestra, hecha por caudillos reiterativos y supresión de derechos, sino un país afinado por la concertación.
Esa fue la grandeza y la debilidad del discurso. Porque Humala tiene que entender que la voluntad de armonía a la que él apela y que para su proyecto resulta imprescindible no es algo que le van a regalar sus enemigos.
La derecha ha empezado ayer una guerra santa. Ya tienen a su Sarah Palin, o sea Martha Chávez, su Fox News, es decir todos los canales de TV, y sus innumerables operadores medianos y menores. El objetivo de esa guerra será revocar el mandato de Humala. El plan B es el de hacer imposible la gobernabilidad a partir de un congreso aceitado por la Confiep y la Sociedad de Minería. El C es sembrar tal campaña de terror que Humala, como ya lo ha hecho, retroceda y decida ser el gerente de la Cruz Roja y no el presidente de un país que necesita cambios.
De esa guerra fueron anticipo la conducta del fujimorismo en manada y la virulencia de los comentarios de algunos diarios y casi todas las televisiones.
Lo mejor de las palabras presidenciales se dedicó a las grandes metas: reparar injusticias, restablecer el diálogo, construir una nueva convivencia entre peruanos, sancionar de verdad la corrupción, legitimar la democracia con la inclusión de los más pobres.
Respecto de la economía, se confirmó el respeto por la disciplina fiscal, la conservación de un modelo de economía de mercado abierta al mundo, la creación de un Consejo Económico y Social.
Pero también se habló de aquello que horroriza al palco del señoritismo: aumento del salario mínimo en 150 soles y en dos partes, creación de una línea aérea de bandera, apoyo a lo que queda de Electroperú, renacimiento de Agrobanco y negociación para recuperar el lote 88 y para imponer tasas tributarias nuevas a las sobreganancias de la megaminería.
En el medio quedan los programas sociales, los alivios de urgencia: ancianos, jóvenes y niños que se verán asistidos por la mano de un Estado que Humala definió como “no intervencionista pero tampoco mínimo y débil”.
“Vengo en son de paz”, dijo el nuevo presidente. Los que lo odiaban de antemano y ahora lo odian más que nunca afilaban sus lanzas y secaban sus pólvoras.
Semanario Hildebrandt en sus trece, 29 de julio de 2011