Félix C. Calderón Urtecho In Memoriam
por Herbert Mujica Rojas
El lunes por la noche nos dejó el embajador Félix César Calderón Urtecho. Se fue el escritor, autor de quince libros: sobre la problemática limítrofe con Chile y Ecuador; sus seis magistrales tomos sobre las veleidades autocráticas de Simón Bolívar; su alerta roja y el capítulo de la invasión a la embajada del Perú en Cuba; el Leviatán; cientos de artículos polémicos, urticantes, preñados de ciencia diplomática y conocimientos geopolíticos imbatibles. Se ha ido el patriota consejero en la hora crítica, el amigo lealísimo ante las trapacerías de baja estofa, nos ha dejado un ciudadano que vino desde Cartavio, La Libertad, el alumno peregrino que conquistó en París doctorados y honores en altos estudios; el diplomático que estuvo en Sudáfrica, Suiza, en otros destinos, en suma un hombre de quien su familia, esposa y dos hijos, no pueden estar sino orgullosos por el ejemplo de austeridad y amor que supo obsequiar con su particular sentido de la generosidad: discreto y silencioso.
Son muchas, muchísimas las anécdotas personales o momentos estelares que me ligan al patriota Félix C. Calderón. Y voy a subrayar unas pocas que acaso retraten una grandeza que no siempre se reconoce a tiempo o en el momento debido.
Años atrás don Félix, desde Suiza, se comunicó con el embajador Alfonso Benavides Correa y le enteró que estaba haciendo un libro sobre Bolívar y que acaso deseara comentar con una nota a manera de prólogo. Para entonces el empedernido y meticuloso lector que era Benavides Correa ya conocía ese importante y cenital libro El Tratado de 1929. La otra historia escrito por Calderón y sin hesitar aceptó la comisión. Por solicitud de don Alfonso quedé como responsable del mecanografiado en la computadora. Y así nació un extraordinario texto luego de 17 horas seguidas de trabajo. Nunca se supo que un sancochado fue el premio a esa jornada. Don Alfonso Benavides era un magnífico cocinero.
En otro momento y en una cuita personal de dificultades sempiternas, enteré sin intención de hacerlo adrede a don Félix de un problema álgido y nos demoramos para ir a la cita a almorzar. Luego del convite, sin que se lo pidiera, el amigo Calderón me dio la mano. Demoré meses en honrar el favor, pero comprobé su sentido leal, solidario y fervoroso de su amistad. Y estos pasajes son inolvidables.
Un día, en medio de la acción peruana en la Corte Internacional de Justicia de La Haya por el contencioso limítrofe con Chile, don Félix nos reunió a otro buen amigo suyo, Plinio Esquinarila Bellido y a mí y planteó una ofensiva periodística bajo su responsabilidad personal. Y así fue y las páginas de La Razón lucieron la galana pluma de Calderón y los ecos fueron de enorme intensidad. Baste decir que medios de comunicación chilenos procuraban tomar contacto con varios columnistas que entonces tuvieron el honor magnífico de pelear por la Patria produciendo instantes de formidable tenor noticioso.
El embajador Calderón era editor y costeaba sus propios libros, colaboré con él en algunos de ellos, no obstante la celosa supervisión siempre le correspondía. Y su trabajo docente le acompañaba en tramos tan sorprendentes como el que narro a continuación: una noche me avisa que debíamos ir a un colegio secundario en Villa María del Triunfo con el objeto de presentar su primer libro sobre Bolívar y sus veleidades autocráticas ante un auditorio escolar. Que se sepa hasta entonces ¡nunca! un diplomático incurría en tan magnífica proeza de ir a un barrio periférico, hablar sobre su obra y llevar un lote grueso como contribución a los educandos.
En Trujillo y al lado del maestro del periodismo Manuel Jesús Orbegozo, hicimos una presentación de ese mismo libro ante un pleno nutrido de jóvenes en la Universidad César Vallejo. Los vítores de sus coterráneos liberteños y el orgullo que tanto Calderón como el huamachuquino Orbegozo constituyeran lugareños hicieron brotar una noche cultural y de desafío con la presencia de sus hijos ilustres.
Volvía con regularidad en intervalos de sus misiones en el extranjero don Félix, especialmente en enero y por una razón de doble impacto: el Festival de la Marinera en Trujillo de la que es acérrima admiradora su esposa y para visitar el hogar filial donde vivía su madre nonagenaria. Imposible dejar de narrar que don Félix reproducía el comentario que sobre su libro había hecho César Hildebrandt en la televisión y que su señora madre había captado y contado con lujo de detalles, prueba inconcusa de su lucidez amorosa para con el hijo de vuelta al redil materno.
El grado de embajador que le fue escamoteado por varios años, lo ganó Calderón Urtecho con una acción judicial que hizo reconocer sus calificaciones y condiciones óptimas, las mejores, para acceder a esa parte del escalafón diplomático. Su origen provinciano, Cartavio, su parquedad cejijunta y discreción sempiterna, conspiraban no poco para hacerle las cosas difíciles en una Lima racista, fieramente conservadora de tradiciones que más que tradiciones eran deplorables maldiciones. A todo esto venció con tesón y paciencia, a veces incomprendida o criticada, Félix Calderón.
Cuando don Félix hablaba de sus hijos lo hacía con orgullo de saber que él y su esposa habían cultivado a un músico y aficionado a las artes y también a un científico matemático de altas calificaciones en Francia. Le brillaban los ojos, reía con sus anécdotas que narraba en sus raros momentos de expansión dicharrachera y sus referencias a cómo se construían los núcleos familiares con ejemplo y devoción.
Ha sido el embajador Félix Calderón Urtecho un patriota a carta cabal, escribía con prosa enérgica y ciencia moderna premunida de los últimos conocimientos que hacían muy difíciles de rebatir sus textos. Más de una vez escuché testimonios no nacionales de cómo les era “re-complicado” manejar esos testimonios.
El martes por la mañana, Ana María, su lealísima colaborador por más de quince años en su hogar, aquí y en el extranjero, llamó para comunicar la infausta noticia. No pude menos que sentir un estremecimiento enorme. En diez años había sido algo cotidiano y esperado, en cualquier momento, saber de él y de su prisa para reunirnos. Cierto que era yo el eslabón más modesto de la cadena, don Félix siempre llegaba pleno en noticias, textos, planteamientos, interpretaciones. Y meditabundo, cuanto que para mí incomprensible, hablaba que los hombres debían retirarse de la vida activa antes de los 70 años. No sospechaba entonces, asunto que Félix creo que sí entrevía, que la enfermedad le tenía atenazado en sus garras.
A su esposa y a sus dos hijos, mi profunda emoción que despide al embajador, al patriota y al amigo. Siento rota una fraternidad en mil pedazos aquí en la Tierra. Sé, con toda certeza que donde esté el ilustre ciudadano Félix Calderón Urtecho comprobará la adhesión sólida de sus muchos amigos y admiradores que le extrañarán de hoy en adelante. ¡Descanse en paz!