Perú. La unidad latinoamericana
Por Gustavo Espinoza M. (*)
La Secretaría de Defensa de los Estados Unidos es una dependencia de la mayor importancia en la política de ese país. Controla los tres departamentos militares: el Departamento de la Armada (que incluye tanto la Armada como el Cuerpo de Marines), el Departamento del Ejército (responsable del Ejército) y del Departamento de la Fuerza Aérea (responsable de la Fuerza Aérea ). También tiene bajo su control al Estado Mayor Conjunto, a los Unified Combatant Command y a algunas otras agencias de defensa como la Missile Defense Agency, que se encarga del escudo antimisiles. Según informan los expertos, de la Secretaría de Defensa y el Pentágono dependen 700 u 800 bases alrededor del mundo, en 63 países. Sus bases tienen una extensión total de 120.191 kilómetros cuadrados. Decenas de ellas están en suelo americano y algunas, por cierto, en el Perú.
Que el Secretario de Defensa —hoy el señor León Panetta— visite con relativa frecuenta América Latina y que venga ocasionalmente a nuestro país para encontrarse con autoridades militares y políticas, no debiera sorprender a nadie. Es lo que en los años del Virreinato solía llamársele “visitador de Indias”, es decir un seguro enviado de la Corona que frecuentaba nuestro suelo como una manera de “tomarle el pulso” a los acontecimientos y tener conexión permanente con los súbditos de la región. Eso, ocurre en nuestro tiempo y resulta fundamental para la política de los Estados referida a América. En víspera de la Cumbre de las Américas que se celebrará en abril en Cartagena de Indias, una visita así cobra, ciertamente, singular relieve.
Y es que ciertos acuciosos investigadores recuerdan aún que el Puerto de Cartagena, asiento de la “Santa Inquisición” fue en Nueva Granada ühoy Colombia— uno de los centros más importantes para el comercio de esclavos. En Cartagena —dicen— “había un constante olor a carne asada: bajo el ojo avizor de los inquisidores, aquí se marcaba a fuego a los negros esclavos”.
Curioso antecedente para que este puerto colombiano del Pacifico haya sido escogido como la sede del encuentro de los países de la región, aunque menos curioso que, para el efecto de hacer de este encuentro una cita virtualmente adocenada, se haya —una vez más— marginado a Cuba de su convocatoria. Los enviados de La Habana habrían resultado veedores incómodos para el tinglado que se buscar urdir contra los pueblos de América.
Se ha dicho que el año 2012 es el cuarto año más importante de los Estados Unidos en el siglo XXI. Y es que en noviembre tendrá lugar el cuarto proceso electoral destinado a ungir al Presidente de los Estados Unidos, renovar parte del Senado y elegir la Cámara de Representantes del país del norte. No poca cosas, por cierto, cuando el continente vive un periodo de ebullición en el que en distintos confines, surgen movimientos que cuestionan el dominio Imperial y alientan más bien, movimientos patrióticos similares a los de hace doscientos años, lo que confirma que estamos, efectivamente en el marco del bicentenario de la Independencia de los Pueblos de América.
Como sus antecesores en el cargo, Barack Obama tentará también la reelección. Buscará quedarse en la Casa Blanca por cuatro años más, libre de ataduras, porque ahora sí podrá cumplir sus promesas y ejecutar sus planes, dado que tendrá más ocasión de hacerlo. Para ese efecto, sin embargo, deberá derrotar al Partido rival -el Republicano- que aun no designa candidato; y sumar 270 votantes de Colegios Electorales en su haber para calificar su propia mayoría.
Para los países situados al sur del Río Bravo y hasta la Patagonia, la política norteamericana tiene notable incidencia. Porque aunque los ciudadanos estadounidenses no muestren interés alguno en la región, sus mandatarios y los grandes consorcios que regulan su acción y sobrevaloran México, sí son conscientes de lo que significa “el resto de América” para la patria de Washington, Jefferson y Lincoln.
México es, por cierto, la primera prioridad, aunque jefes de la Casa Blanca son conscientes que ése —un vecino con el que se entiende tan poco— es un país con el que bien puede arribar a acuerdos que le permitan al Imperio controlar mejor sus intereses a distancia.
Probablemente siguiendo esa lógica fue que la administración norteamericana concibió una estrategia que podría permitirle manejar la región sin mayores contratiempos. Diseñó, en efecto, lo que se ha dado en llamar “la alianza del Pacífico”, un acuerdo entre los gobiernos de Chile, Perú, Colombia y México, al que busca sumar rápidamente a Costa Rica y Panamá, sin tomar ciertamente en cuenta ni a Ecuador ni a Nicaragua, como si fueran estados que nada tienen que ver con “El Mar del Sur”, como lo denominara Balboa.
Esta “alianza” comenzó a funcionar en el ocaso de la administración García, cuando el mandatario peruano buscó parapetarse tras cualquier piedra a fin de proteger los intereses del Imperio, acosados por un proceso continental en el que la Soberanía de los Estados prevalece por encima de los privilegios de las multinacionales.
Sin embargo, para la propia administración norteamericana, usar la “alianza del Pacífico” tiene sus bemoles. A Brasil, el país más poderoso de la región no le complace, por cierto una relación como esa, signada más por intereses geopolíticos que por aspiraciones populares. De eso fue en su momento consciente Richard Nixon, que a comienzo de los años 80 instruyó a sus diplomáticos a tener cautela asegurándoles que “a donde mire Brasil, mirará América Latina”. Itamaraty, en este marco, optará entonces por un acercamiento atlántico, reforzando sus vínculos con Argentina, Uruguay y Venezuela, aunque también con países centroamericanos con la misma costa.
De esa dualidad de políticas, saldrán “los ejes” que tanto complacen a analistas y politólogo de nuestro tiempo, entusiasmados con categorías de confrontación o de acuerdo que les permitan situar proyectos. Ellos —los “ejes”— son ciertamente diseños especulativos que carecen de sustento, porque más que la geografía, es la política la que orienta a los Estados y a sus gobernantes, y los induce a procurar acuerdos, asentando a partir de ellos proyectos y afinidades.
En la década de los 70 del siglo pasado, aunque imperaba en la costa atlántica de nuestro continente, una gama sucesiva de dictaduras militares, varias de las cuales fueron incubadas en la Escuela Superior de Guerra del Brasil; el peligro —para Washington— provenía del Pacífico. El Chile de Allende, unido al Perú de Velasco y a la Bolivia de Juan José Torres, integraban en ese entonces “el triángulo rojo”, figura geométrica más que temida por el Pentágono. Tras la formulación política estaba el miedo de USA al surgimiento de núcleos militares que buscaban afirmar un camino soberano -y solidario- para sus pueblos y naciones. Hoy, eso no ha cambiado definitivamente.
Por eso, Washington alienta en la región la carrera armamentista y nuestros países, en conjunto, han triplicado en los últimos años, sus presupuestos de guerra. Como el ave Fénix, pareciera renacer desde sus cenizas en nuestro continente el viejo adagio romano: Qui desiderat pacem, preaparet bellum (quien desea la paz debe prepararse para a guerra). Tras esa idea, se anudan conflictos artificialmente montados que buscan separar a nuestros países cuando lo que se impone a gritos es la unidad.
Es bueno recordar, en este contexto, un mensaje de Mariátegui a fines de los años 20, cuando se incubaba en el corazón de Sud América, el conflicto de “El Chaco”. “el deber de la inteligencia, sobre todo, es en latinoamérica más que en ningún otro sector del mundo —decía el Amauta— el de mantenerse alerta contra toda aventura bélica. Una guerra entre dos países latinoamericanos sería una traición al destino y a la misión del continente. Sólo los intelectuales que se entretienen en plagiar los nacionalismos europeos, pueden mostrarse indiferentes a este deber. Y no por pacifismo sentimental, ni por abstracto humanitarismo que nos toca vigilar contra todo peligro bélico. Es por el interés elemental de vivir prevenidos contra la amenazada de balcanización de nuestra América en provecho de los imperialismos, que se disputan sordamente sus mercados y sus riquezas”. Actual formulación, por cierto.
Si la estrategia del Imperio es separar a nuestros pueblos, vertebrar “ejes” artificialmente contrapuestos, golpear a unos y aislar a otros y pretender quebrar la resistencia a su política y a los remanentes del neo colonialismo —-como se ha demostrado recientemente con la ofensiva contra la Cancillería peruana en el incidente con la fragata misilera británica HMS Montrose—, la respuesta sólo tiene que ser una: la Unidad Latinoamericana. A todos nos compete construirla. Como lo dijera Bolívar en 1819 en Angostura: “Unidad, unidad, unidad, debe ser nuestra divisa”
(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.pe