gangster 1Por Gustavo Espinoza M. (*)

Hace 27 años, durante el primer gobierno de Alan García la influyente revista francesa Le Point aseguraba que la banda delictiva mejor organizada que operaba en el Perú era la Policía Nacional.

Hoy, después del segundo gobierno de García y tesoneramente alimentada por el decenio fujimorista, se puede decir que la fuerza que hizo posible la existencia de esa banda delictiva ha confirmado largamente su vigencia pero, además, ha extendido su influencia como una singular metástasis, llegando a comprometer todo el cuerpo social.

Ahora opera no sólo a través de la Policía Nacional, sino también mediante la Fuerza Armada, el Poder Judicial, una amplia gama de la estructura del Estado, el Congreso de la República, los gobiernos regionales y locales. En suma, esta fuerza ha extendido sus tentáculos hasta convertir al Perú en un país virtualmente podrido. Cabe decir, sin embargo, que esa realidad no compromete a las instituciones como tales, sino a las personas que afectan su prestigio y le restan autoridad social, pese al esfuerzo y al sacrificio de muchos de los que las integran.

Una serie sucesiva de acontecimientos han puesto de relieve la inseguridad ciudadana en el marco de este creciente clima de descomposición, pero han activado también a distintos sectores y fuerzas que ha ido definiendo su posición en torno a un tema que compromete la seguridad ciudadana.

El gobierno del Presidente Humala tiene ante sus ojos un reto de gran envergadura que no puede ignorar, pero que tampoco podrá enfrentar con medicina casera. Aquí se requiere una visión objetiva de las cosas y un compromiso real con la ciudadanía, para proteger a cada quien de los peligros que nos acechan.

Hoy se sabe, pese a la aparatosa “conferencia de prensa” ofrecida por el general Raúl Salazar y los altos jefes policiales en la capital, que la “recuperación” de la recién nacida, hija de Cynthia Morales y Abraham Vela, no fue producto de una “eficiente labor de inteligencia”, sino más bien consecuencia de la iniciativa del esposo de la secuestradora, quien —en conocimiento del hecho— optó por recurrir a la policía de Pisco, antes que verse involucrado en una grave acción delictiva.

Se ha denunciado también que el delincuente Alex Michel Mejía fue sometido a apremios ilegales —un eufemismo para no hablar de torturas— a fin que confiese su participación en el asalto a la Notaría Paíno, que dejara el saldo de una persona abaleada y una fuerte suma de dinero sustraída.

Nada de esto es reciente. Estamos virtualmente acostumbrados a que las autoridades policiales se atribuyan grandes éxitos en unos casos para cubrir —como si fueran cortinas de humo— diversos entuertos; justificar adquisiciones, o incrementos, presupuestos y ascensos.

El hecho trajo a la memoria centenares de casos ocurridos en los años de García y Fujimori, y aún antes, cuando los detenidos eran virtualmente molidos a palos, y terminaban firmando declaraciones y aceptando delitos, incluso, que colaboraron en el hundimiento del Titanic. Aparecía así “la admisión de culpa”, que en los años de Andrei Vychinski era “la reina de las pruebas”.

Creímos que tal práctica había desaparecido, pero daría a impresión de que mantiene vigencia. Y es que constituye casi un axioma policial asegurar que encontrar la verdad no es función de ellos. Su tarea es encontrar responsables de los delitos, “hallar a los delincuentes”, aunque no lo sean.

De la verdad debe encargarse el Poder Judicial. Lo segundo es tarea de quien proclama que “el honor es su divisa”, cuando en realidad su divisa parece ser más bien el terror y la corrupción. Y eso se sabe también porque cada vez que los medios de comunicación informan de un delito, adicionan un detalle: entre los autores, hay siempre efectivos policiales, en actividad o en retiro.

Recientemente se dio cuenta de que en el último periodo, 1,400 policías en actividad fueron retirados del servicio por su complicidad con bandas delictivas. Pero ellos fueron reintegrados a la institución por mandato judicial.

¿Y quién dictó tales mandatos? Por cierto, jueces que revisaron causas y que no vacilaron en dar la razón a los afectados arguyendo “carencia de pruebas” para esa sanción. Los uniformados “restituidos” volvieron a la PNP por la gracia judicial, pero volvieron también a las actividades que los habían llevado a defraudar la confianza ciudadana. Estos hechos no son nuevos, por cierto. Tienen luengas barbas y se alimentan de una copiosa experiencia.

¿Acaso no sabemos que altos mandos de la PNP estuvieron comprometidos durante décadas en ilícitos penales y que gozaron de absoluta impunidad todo el tiempo, como fue el caso de Javier Campos Montoya? ¿Acaso no es público que delincuentes uniformados se apoderaron de jugosas “comisiones” por efecto de la compra de armas en la institución castrense y que cometieron otros delitos, desde el robo descarado hasta el crimen organizado pasando, por cierto, por la violación de Derechos Humanos?

Altos jefes militares, como el propio general Nicolás Hermoza Ríos o el aviador Elesván Bello, actuaban digitados por el régimen en los años 90. Es verdad que algunos están aún privados de su libertad —en un centro de reclusión cuasi privilegiado—; pero también es cierto que no han devuelto un centavo de lo hurtado, ni han sido degradados —como correspondía— por los deshonrosos actos de gestión. La Institución los conserva como su “reserva”.

¿Acaso no constituye una verdad muy grande que jueces de la Corte Suprema —para no hablar ya de oros de menor jerarquía— actuaban comprados por la mafia en los años del fujimorato? Felizmente fueron editados los videos tomados en su momento en la Salita del SIN, en los que podemos apreciar a “probados magistrados”, como Alipio Montes de Oca, Luis Serpa o Rómulo Muñoz Arce —entre otros— vendiendo la justicia al peso en los años del Imperio de la mafia, ¿o no?

¿Y no es verdad que las “malas prácticas” subsisten hasta hoy como se ha demostrado en el contrato con la empresa israelí Global CST, en el que están comprometidos en latrocinios que afectan incluso la seguridad nacional, todos de Rey a Paje?

El tema de fondo radica en comprender que la corrupción y la ola delictiva que la complementa no constituyen una maldición divina, ni un fenómeno inherente a la naturaleza humana. Son la consecuencia de un accionar artificialmente montado y preparado por estructuras organizadas que viven a la sombra de grandes intereses y disponen de inmensos recursos que les permiten no sólo “aceitar” maquinarias formalmente inexpugnables, sino incluso comprar conciencias y complicidades sin ningún apuro. El manejo de la droga, y más precisamente el narcotráfico, suele estar en la base de fenómenos de esta envergadura. México o Colombia son nombres claves para esta historia

Es un hecho internacionalmente conocido que los servicios secretos de los Estados Unidos de Norteamérica —y más precisamente, la CIA— tienen anudados vínculos con los “capos” de la droga, como los tuvo antes el FBI con Al Capone y la Mafia Americana. Las memorias de Hoover lo acreditan de modo indubitable. Hoy, las revelaciones de Assange lo confirman.

La historia recientemente vivida en Colombia y protagonizada por Pablo Escobar Gaviria debiera constituir una lección para todos. La mafia colombiana tenía infiltradas todas las estructuras del Estado, los altos mandos militares y policiales, la vida financiera y la acción política, incluyendo hasta los “cuerpos de seguridad” de las personalidades que denunciaban sus fechorías, como el ministro Lara Bonilla, o el candidato liberal Juan Carlos Galán

¿Habrá en el Perú en los entretelones de esta crisis de inseguridad ciudadana algún Pablo Escobar metido entre bambalinas? ¿Quién será? ¿Podrá ser tal vez una poderosa mujer sin escrúpulos empeñada en vivir holgadamente a costa del país, o quizá un político corrupto que sueña encaramarse otra vez en el Poder, o tal vez un santurrón convencido de que es “legionario de Cristo” y encarna la pureza terrenal, como ocurrió con el casi santo Marcial Maciel en el México de hace algunos años? Y, a todo esto, ¿no tendrán afanes golpistas? La “revocatoria”, ¿no será el primer paso? ¿Vamos a esperar el segundo?

El tema no es episódico, ni local. Ni siquiera es propiamente un tema delictivo. Es —contrariamente a lo que piensa el Presidente Humala— un tema eminentemente político que se corresponde con el accionar de cualquier gobierno que se precie de combatir la corrupción pero, sobre todo, de alentar el progreso y el desarrollo basado en la defensa de la soberanía nacional.

Asumirlo es ponerle el cascabel al gato.

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera

http://nuestrabandera.lamula.pe


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