andahuasi limaPor Gustavo Espinoza  M. (*)

Hace algunas semanas pude ver en Lima, a una enorme multitud de trabajadores que iniciaba una marcha de protesta y en demanda de atención a reclamos laborales. Casi por manía de oficio, me acerqué a las columnas que en ese momento iniciaban su desplazamiento desde el Campo de Marte, rumbo al Congreso de la República. Se trataba de servidores del Estado que alertaban al país respecto a un proyecto de ley que se cernía como un peligro real contra el sector, severamente martirizado ya por sucesivos regímenes anteriores.

 

La ocasión me permitió intercambiar impresiones con algunos líderes de la movilización, los mismos que me aseguraron que libraban, de manera aislada y casi solitaria, una justa lucha por derechos fundamentales que estaban dispuestos a llevar hasta el fin.

En un país como el nuestro, afectado severamente por el inmovilismo social  y por la afasia en la que suelen  caer algunas veces las dirigencias sindicales vigentes, una acción de envergadura como la que pude apreciar,  me pareció plenamente calificada. No sólo por el contenido de la reclamación, sino sobre todo por el sentimiento de clase que fluía de una multitud que marchaba a ritmo de organización y disciplina, tras banderas ciertamente legítimas.

Hoy ese conflicto alcanzó otras dimensiones y pudo expresarse abiertamente en una confrontación directa, ocurrida en la Plaza Mayor de la Capital, y ante el Palacio de Gobierno, cuando centenares de trabajadores —quizá miles— lograron rebasar las casi infranqueables barreras policiales y metálicas que usan los gobernantes de turno para tomar distancia de las exigencias sociales.
Esta vez el jueves 30 de mayo la acción se desarrolló como en la circunstancia anterior, cuando los activistas sindicales se desplazaron pacíficamente por la avenida Abancay, pero tuvieron luego la idea de modificar su punto de destino optando por expresar su demanda no sólo ante el Poder Legislativo —que estaba discutiendo la ley de marras— sino también ante el Despacho Presidencial, conscientes que allí podría radicar, finalmente, la atención a su reclamo.  Entonces, se produjo una bronca descomunal.

La protesta no ocurrió sólo en Lima. También en el interior del país tuvieron lugar nutridas manifestaciones, expresión -todas ellas- de dos fenómenos paralelos. El promisor papel de las masas en la vida peruana, y la agudización del conflicto social en un escenario convulso en el que arrecia la ofensiva reaccionaria en todos los niveles. Arequipa. Huancayo, Chiclayo, Trujillo, Cusco y Chimbote fueron puntos altos de la protesta.

La demanda de los trabajadores es ciertamente justa y atendible. Responde a dos preocupaciones básicas. Al tema de la estabilidad en el empleo, y a la preservación de conquistas y derechos alcanzados por los trabajadores en los duros avatares de la lucha social.

Es curioso. Los empresarios reclaman siempre “seguridad” para su inversión, “garantías” para su aporte al desarrollo. Y es que ellos tienen en sus manos el dinero que alienta la producción. Pero se quejan cuando los trabajadores -que invierten lo que tienen, es decir su capa0cidad de trabajo, reclaman seguridad y garantía, es decir, un mínimo de estabilidad que les permita mirar con confianza el mañana, el  propio y el de sus familias.

La “gran prensa” ha levantado un mito en torno a la materia. Habla todos los días de impedir que exista “la estabilidad absoluta” del empleo. Y esta, no ha existido jamás.

Hasta los años 70 cuando el gobierno de Velasco Alvarado promulgó la ley 18471, imperó en el país la “libre contratación”. Gracias a ella, los empresarios podían contratar o despedir a cualquier trabajador en el momento en el que quisieran hacerlo, y por la causa que les viniera en gana. La nueva ley dispuso una regulación de ese “derecho” estableciendo simplemente causales de despido. Es decir, precisando en qué circunstancia y por qué motivo un trabajador podía ser privado de su empleo, y normando un procedimiento para que le receisión del contrato laboral se produzca.

La disposición no constituía una garantía de impunidad para los trabajadores, ni aseguraba en ningún caso la estabilidad absoluta en el puesto de trabajo. Un trabajador podía ser despedido con causa justificada, precisada por la ley; y luego de un elemental procedimiento administrativo. Se eliminaba sólo el capricho del patrón, la expresión tan consistente y en boga en el Perú tradicional: “te despido, porque me da la gana”.

Hubo en ese marco, casos de trabajadores que fueron despedidos por ingerir bebidas alcohólicas, o sustancias tóxicas, o por consumir drogas, o apropiarse ilícitamente de productos, o herramientas de trabajo, o por faltar el respeto a un compañero o a un superior. Nada de eso, fue eliminado. Lo único que no se permitió fue el despido por capricho, ni la privación del puesto de trabajo a un servidor por adherirse a un sindicato o participar en una huelga; que eran las razones preferidas por los empleadores también entonces.  
Por eso fue que pusieron el grito en el cielo los voceros de la Sociedad de Industrias, que reclamaron siempre su “derecho” a “deshacerse del personal revoltoso”, del “agitador social”, del “incitador de huelgas”. Ese fue siempre el tema de los patronos.

Aunque lograron derogar la 18471, nunca alcanzaron realmente a reimplantar en el país el antiguo sistema de “libertad de contratación”. Hoy despiden a su antojo, pero aún los trabajadores tienen la posibilidad de recurrir ante el Fuero Privativo Laboral, una suerte de “poder judicial” sui generis, que administra los casos, a través de un procedimiento abusivo y engañoso, pero que existe.

Este es uno de los temas en cuestión. El proyecto de ley que se discute en el Congreso  no preserva el derecho al trabajo ni protege el empleo. Sólo faculta al Estado a despedir a los trabajadores que, a juicio del Poder. “no reúnen condiciones para el ejercicio de su función”. En otras palabras, ejecuta mecanismos de calificación discriminatorios y abusivos, que ponen en riesgo real a muchos trabajadores.

El otro tema tiene que ver con los efectos laborales alcanzados: el existencia de sindicatos, la libertad de asociación, la negociación colectiva,  el destino de las conquistas sociales alcanzadas  Eso también está en juego por cuanto el proyecto de marras —denominado Ley del Servicio Civil— asoma como una disposición paralela a la del Servicio Militar. Es decir, ve con óptica castrense una función al servicio del Estado, lo que induce a reducir o restringir al máximo los beneficios pactados. En otras palabras, busca imponer “calidad de trabajo” sin tomar en cuenta para nada la calidad de vida  de los trabajadores.

No obstante, parece haberse impuesto finalmente un retorno a la razón en la materia. Los trabajadores suspendieron la huelga y los congresistas resolvieron suspender el debate de la norma para buscar “acuerdos de consenso” que tomen en cuenta los reclamos laborales. Saludable medida, si se complementara con disposiciones que garanticen elementalmente estos derechos conculcados y estas amenazas explícitas que fluyen del texto del proyecto en mención.

Mientras estos temas importan a millones, la derecha peruana vive en Caracas. La prensa reaccionaria hace encuestas preguntando cuántos votarían por Maduro o por Capriles; y  día a dïa  “la tele” entrevista a los parlamentarios anti chavistas, que han acoderado en nuestras costas llorando sus desdichas ante la consternación y el quebranto de la Valenzuela, Raúl Vargas, o Beto Ortiz.

Y a próxima semana estos personajillos de la farándula ridícula, se sentirán en su salsa: vendrá Capriles a soplarles el humo y cantarles zahumerio gusano. No les dirá —para nada— lo que él hizo en el 2002, cuando el Golpe de Estado contra el Presidente Chávez y su régimen constitucional. Tampoco les dirá que el gobierno que ellos “democráticamente eligieron” —el de Pedro Carmona—  disolvió en un solo acto el Congreso de la República, el Poder Judicial, el Tribunal de Garantías y todos los organismos del Estado Venezolano. Tampoco contará sus hazañas personales, cuando pretendió  tomar por asalto la Embajada de Cuba. En estos Items, Capriles callará en todos los idiomas, con le esperanza que aquí, lo reciba “alguien del gobierno”.

Ese “alguien”, tiene un nombre. Se llama Ollanta Humala. Y ellos le exigen que lo reciba y le pida perdón por haber reconocido a  Maduro, haber suscrito la Declaración de UNASUR,  haber ido a Caracas en abril; y sobre todo, haber dicho en más de una ocasión, que respetará la voluntad del pueblo de Venezuela. ¡Horror!.  Eso, ni Capriles, ni sus áulicos de aquí estarán  dispuestos a perdonarle, salvo que “mudo, absorto y de rodillas”, como dice el poeta, admita que el Imperio, es su Dios.

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera. / http://nuestrabandera.lamula.pe