lurigancho 1986Por Gustavo Espinoza M. (*)

Hace veintisiete años, la noche del 18 al 19 de junio de 1986, se produjo en los Centros Penitenciarios de Lurigancho y El Frontón, la matanza más horrenda de presos que se conoce en la historia social del Perú. Un número nunca precisado de personas privadas de su libertad, pero que se calcula en 350, fue asesinado luego de un “Motín carcelario” debelado bárbaramente por disposición del gobierno del Presidente García.

Fue uno de los dramas más espeluznante ocurridos durante la primera gestión gubernativa del ex mandatario, y dejó una huella imperecedera en la conciencia de millones de peruanos.

Tuvo lugar cuando se producía en el país una Conferencia de la Internacional Socialista, circunstancia que fue usada por el régimen de entonces como un pretexto para justificar la acción. Los voceros del oficialismo dijeron, en efecto, que la insubordinación de los reclusos tenía el propósito de “dañar la imagen del Perú” en el marco de ese evento. Curiosamente, ellos la dañaron aún más con la sangre que regó nuestro suelo, y que aún hoy se levanta como dedo acusador contra quienes así actuaron.

Aunque se esmeren en negar sus culpas y traten soslayar responsabilidades; ni Alan García ni los ministros de su tiempo, tendrán la posibilidad de eludir las consecuencias de este hecho siniestro que jamás prescribirá porque tiene todas las condiciones jurídicas y políticas para ser considerado un delito de lesa humanidad.

Recordemos brevemente lo ocurrido en lo que aún hasta hoy se conoce con el nombre de “La matanza de los Penales”:

Alrededor de 200 presos recluidos en el Penal San Juan Bautista -ex Frontón- se insubordinaron el 18 de junio y tomaron como rehén a un trabajador penitenciario al que, sin embargo, pronto le devolvieron su libertad. Tenían en su poder dos fusiles y algunas armas blancas, además de palabras dichas y escritas, que proclamaban su voluntad de exigir mejores tratos para ellos y sus familiares en los días de visita. En simultáneo, 124 presos que abarrotaban el Pabellón Industrial del CRAS de San Pedro -Ex Lurigancho- hicieron lo propio, aunque sin armas. Más precariamente un grupo de reclusas del Penal de Santa Bárbara en el puerto del Callao, imitaron su ejemplo, aunque aquí, virtualmente, la sangre no llegó al río.

Hay que subrayar, sin embargo, que en los tres casos, las autoridades penitenciarias a cargo de la conducción de los indicados centros, asumieron el tema con calma y responsabilidad y desplegaron diversas iniciativas orientadas a resolver las tensiones de un modo racional y sensato. Así lo acreditan los documentos que se cursaron y que formaron parte -luego- de las investigaciones que se procesaran.

No fue esa la actitud del gobierno. Este, primero, dispuso la inmediata Suspensión de las Garantías Constitucionales y luego declaró oficialmente a los Penales como “zona militar restringida”, es decir, territorios sometidos a la exclusiva jurisdicción castrense, lo que implicó el automático cese de las autoridades hasta entonces en funciones. De manera paralela, efectivos de las Fuerzas Especiales de la Policía, el Ejército y La Marina de Guerra, actuaron haciendo uso de sus armas de guerra.

En la isla del Frontón, ante las costas del Callao, derribaron a bombazos el Pabellón Azul, donde se habían parapetado los reclusos. Muchos de ellos murieron aplastados por el derrumbe de las pesadas paredes del edificio, pero muchos otros cayeron abatidos por las balas disparadas a distancia por la Infantería de Marina actuante. La responsabilidad directa de estos hechos —y de eso no cabe ninguna duda— fue del entonces Vice Ministro del Interior Agustín Mantilla y del vicealmirante Luis Giampietri. Ambos operaron a su antojo en el lugar de los acontecimientos, en cumplimiento de un dictado preciso del mismo Alan García, quien estaba en permanente comunicación con ellos.

En el CRAS de Lurigancho sucedieron los hechos de manera formalmente distinta. Los presos que tomaron a su cargo las instalaciones del Pabellón Industrial, convinieron en rendirse luego de lanzar diversas arengas. No tenían armas ni posibilidades de resistir el embate de las fuerzas combinadas que les acosaban. Esa rendición, sin embargo, nunca fue aceptada. Los reclusos salieron uno a uno del Pabellón en dirección a la Pampa, donde fueron recibidos por los uniformados. Estos, los pusieron —también uno a uno— de rodillas, y les descerrajaron un balazo en la nuca. Así murieron 124 detenidos. Es de anotar que en el debate parlamentario, algunos diputados apristas justificaron el hecho asegurando que “así mató Stalin a sus adversarios en 1934”. Probablemente eso, tranquilizó sus conciencias.

Cuando se debatió el tema en la Cámara de Diputados, en una sesión que se inició el martes 16 de septiembre y que se prolongó de manera ininterrumpida durante 25 horas, tuve la ocasión de referirme a lo que constaté personalmente. Dije:

“Se consumó este delito contra presos que estaban sin armas, y que se habían rendido. Presos que no estaban condenados, sino que eran inculpados. Presos que, en su inmensa mayoría, eran primarios. Presos que en su inmensa mayoría eran también obreros, campesinos, jóvenes estudiantes, hombres de nuestro pueblo, gentes comunes y corrientes. Estaban sin armas. Tenían en El Frontón dos fusiles. Tenían cien balas. En Lurigancho no tenían nada. Yo visité allí el Pabellón Industrial. Allí recogí lo que podrían llamar “las armas” de los presos. Este dibujo alegórico referido a los sucesos del 4 de octubre del año anterior en el Pabellón Británico, probablemente era un arma de los presos. Estos banderines endurecidos por la sangre, probablemente eran las armas de los presos. Estos apuntes apurados, hechos por alguien que sufría los rigores de la prisión. Esta rosa dibujada, por quien hoy es un difunto. Estas fueron las armas de los presos. Contra ellos se descargó la más brutal represión”

Si fue brutal la forma cómo se actuó en aquellos aciagos días, no fue mejor la conducta de las autoridades en las siguientes jornadas. No hubo nunca levantamiento legal de los cuerpos. Tampoco, partidas de defunción. Ni protocolos de Autopsia. Ni siquiera los cadáveres fueron entregados a los familiares para un velatorio, y una sepultura elementalmente digna. No. Las autoridades inventaron apuradamente documentos falsos para precipitar entierros clandestinos y tomaron por asalto cementerios ilegales en distintos lugares de la capital para sepultar cuerpos en medio de la penumbra. Actuaron de la misma manera como habían operado las fuerzas de Pinochet en el Chile del 73, o de Videla en la Argentina martirizada por la dictadura.

Hubo quienes pretendieron justificar estos crímenes recusando el supuesto intento nuestro de “enlodar” a la Fuerza Armada. En los “grandes medios” se publicaron editoriales y artículos ponderando “la rapidez” del accionar castrense, el “modo enérgico” con el que actuaron las autoridades, el “patriotismo” de los uniformados. A ellos, incluso, se les pretendió atribuir un comportamiento “decidido” y “heroico” y exaltar “el valor institucional de la Fuerza Armada”.

Me correspondió también a mi señalar: “No es la Fuerza Armada la que se va a enlodar, como se ha dicho. Los que combatieron en Angamos, son héroes; pero los que combatieron en El Frontón, no son héroes. Los que combatieron en el Morro de Arica, son héroes; pero los que combatieron en el CRAS de Lurigancho, no son héroes. Son asesinos”.

Han pasado 27 años de estos trágicos hechos. Algunos de sus actores protagónicos han fallecido; pero Alan García, Agustín Mantilla, Luis Giampietri y otros; siguen en la actividad política y aun detentan privilegios por “altas” funciones  públicas. Por lo pronto, García mantiene la aspiración no negada a una nueva postulación presidencial el 2016.

En el Poder Judicial, en distintas ocasiones se ha buscado reabrir el caso de los Penales; pero siempre se ha chocado por la resistencia de la clase dominante que ha hecho del tema una suerte de tabú, un  asunto “vedado”. Olvidó el dicho inglés que en su momento me permitiera recordarles: la sangre, es más densa que el agua. No se pierde fácilmente.

Se usó siempre una excusa falsa: los muertos, eran “senderistas”. El que lo hubiese sido, no justifica nada. Pero tampoco es cierto.  Centenares, y aún miles de personas encarceladas bajo la falsa acusación de “terroristas”, eran inocentes; y finalmente fueron liberadas ¿Cuántas podrían haber vivido aún hasta hoy de no haber parecido tan trágica y absurdamente el 19 de junio de 1986 en este episodio sangriento? (fin)

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera. / http://nuestrabandera.lamula.pe