La semana última una movida de la Defensoría del Pueblo impidió la realización del sorteo del servicio militar obligatorio-SMO, cuya implementación lleva ya un tiempo alimentando un intenso debate que muestra la tensión entre proyectos institucionales distintos y, de fondo, la apuesta por diversos modelos de sociedad.
Para quienes se ubican en el discurso de la seguridad y la defensa nacional y desde él defienden el reclutamiento obligatorio como modalidad válida para reforzar nuestro ejército, la opacidad de la información y los serios problemas de gestión de recursos juegan en contra para ganar legitimidad en la opinión pública. Ello por no profundizar en el debate sobre la validez del modelo de acuartelamiento y el papel de las Fuerzas Armadas en tiempos de paz y, al menos hasta hace muy poco, de franco crecimiento macro económico.
En una cultura de gestión pública que ha girado al discurso de lo técnico y de la asignación de presupuesto en función de resultados, llama la atención que el sector Defensa aparezca poco permeable a los filtros y la fiscalización, situación que no es cuestionada por ninguna fuerza política en particular, sea de derecha o de izquierda. Los enormes avances de la última década en materia de transparencia de la información pública parecen no haber alcanzado a nuestras Fuerzas Armadas. No se tienen cifras claras respecto a la necesidad de personal, ni controles institucionales fiables sobre el gasto, por no hablar de su efectividad. El que la información del sector Defensa tenga implicancias en la seguridad nacional no quiere decir que ella no deba someterse a control público, sino que requiere otros mecanismos para conocerse y evaluarse.
La opacidad de la información sobre las necesidades logísticas y de personal del Ejército Peruano es uno de los más serios lastres en la gestión de esta institución pública, y, naturalmente, alimenta la desconfianza no sólo de las entidades que velan por los derechos ciudadanos –desde el Estado, la Defensoría del Pueblo y desde la sociedad civil varias organizaciones no gubernamentales– sino de las familias peruanas, especialmente las familias pobres, que no encuentran en la oferta formativa militar ni en el discurso de servicio a la Patria, algo compatible con una opción de vida y laboral satisfactoria para los suyos.
Si bien en el debate sobre el SMO han prevalecido los principios esgrimidos por la Defensoría del Pueblo, en el sentido de garantizar los derechos y libertades de los jóvenes pasibles de llamamiento, aún hay mucha tela que cortar. Como apuntes para avanzar en esta tarea, consideremos tres aspectos. El primero, que cualquier mecanismo de captación de personal para el servicio debe darse en la perspectiva de un nuevo consenso nacional sobre el rol de las Fuerzas Armadas, garantizando la estricta observación de sus limitaciones constitucionales en escenarios de conflictos sociales internos, así como sus recursos frente a los focos armados asociados al narcotráfico, y su nueva situación en el escenario post fallo de La Haya.
El segundo, que deben aplicarse a las instituciones armadas –aunque con mecanismos diferenciados– los mismos principios para asignación presupuestal y control que se exige a todo el aparato público, lo que requiere una voluntad de reforma estatal. El tercer aspecto, quizá el más complejo, plantea romper con el conservadurismo en que empatan amplios sectores de nuestra sociedad con lo más reaccionario de las Fuerzas Armadas, consistente en alimentar el mito de que los militares encarnan los valores asociados al servicio al país y la defensa de lo nacional, o peor aún, que en última instancia, son los garantes del orden social. Socavar ese mito, y proponer uno de carácter ciudadano y popular debe ser tarea de las organizaciones políticas, especialmente de aquellas que afincan su discurso en la defensa de nuestros recursos naturales y en la apuesta por la justicia social.
Desco, 24-06-2013