Por Leonardo Boff

Adital

No imaginemos que los santos y santas están libres de las vicisitudes del común de la humanidad, que conoce momentos de alegría y frustración, tentaciones peligrosas y superaciones valerosas. No fue diferente en San Francisco, presentado como «el hermano siempre alegre», cortés, que vivía una fusión mística con todas las criaturas, a las que consideraba hermanos y hermanas. Pero, al mismo tiempo, era una persona de grandes pasiones e ira profunda cuando veía sus ideales traicionados por sus hermanos. Su mejor biógrafo, Tomás de Celano, describió con cruel realismo que Francisco sufría tentaciones de «violenta lujuria», que sabía sublimar simbólicamente.

Hay, sin embargo, un hecho que la historiografía piadosa del franciscanismo oculta, pero está bien documentado por la crítica histórica, y es conocido con el nombre de «la gran tentación».

Los últimos 5 años de la vida de Francisco (muerto en 1226) estuvieron marcados por angustias profundas, casi desesperación, y enfermedades graves que lo afligían, como la malaria y la ceguera. El problema era objetivo: su ideal de vida era vivir en extrema pobreza extrema, sencillez radical y despojado de todo poder, apoyado sólo en el Evangelio leído sin interpretaciones que suelen desfibrar su sentido revolucionario.

Sucedió que en unos pocos años su estilo de vida cautivó a miles de seguidores, más de cinco mil. ¿Cómo albergarlos? ¿Cómo darles de comer? Muchos eran sacerdotes y teólogos como San Antonio. Su movimiento no tenía una estructura ni legalidad. Era un puro sueño tomado en serio. El mismo Francisco se entiende como un «novellus pazzus», como un «nuevo loco» que Dios quería en la Iglesia riquísima, gobernada por el Papa Inocencio III, el más poderoso de todos los papas de la historia.
 
A partir del verano de 1220 escribió varias versiones de una regla que todas fueron rechazadas por el conjunto de la fraternidad. Eran demasiado utópicas. Frustrado y sintiéndose inútil, decidió renunciar a la dirección del movimiento. Lleno de angustia y sin saber qué más hacer, se refugió en el bosque durante dos años, sólo visitado por su íntimo amigo fray León. Esperaba una iluminación divina que no venía.
Entre tanto, se redactó una regla marcada por la influencia de la curia romana y del Papa que convirtió el movimiento en una orden religiosa: la Orden de los Frailes Menores, con estructura y propósitos definidos. Francisco, con dolor, la aceptó humildemente.

Pero dejó claro que no la discutiría más sino dando ejemplos del primitivo sueño. La ley triunfó sobre la vida, el poder encorsetó el carisma. Pero quedó el espíritu de Francisco: de pobreza, de sencillez y de hermandad universal que nos inspiran hasta el día de hoy. Murió en medio de una gran frustración personal, pero sin perder la alegría. Murió cantando cantilenas de amor provenzales y salmos.

Francisco de Roma seguramente estará enfrentándose a su «gran tentación», no menor que la de Francisco de Asís. Tendrá que reformar la Curia romana, una institución que cuenta con cerca de mil años. Ahí está cristalizado el poder sagrado (sacra protestas) de forma administrativa. A fin de cuentas se trata de administrar una institución con una población como la de China: mil doscientos millones de católicos.

Pero inmediatamente hay que advertir: donde hay poder difícilmente son posibles el amor y la misericordia. Es el imperio de la doctrina, el orden y la ley, que por su naturaleza incluyen o excluyen, aprueban o condenan.

Donde hay poder, sobre todo en una monarquía absoluta como el Estado Vaticano, siempre surge un anti-poder, intrigas, carrerismo y disputa por el poder. Thomas Hobbes en su famoso Leviatán (1651) lo vio claro: «no se puede garantizar el poder, sino buscando poder y más poder».

Francisco de Roma, actual obispo local y Papa, debe interferir en ese poder, marcado por mil astucias y, a veces, por corrupción. Sabemos por los Papas anteriores que se propusieron reforma de la Curia, las resistencias y frustraciones que tuvieron que soportar, e incluso se sospecha de la eliminación física de algún Papa hecha por la gente de la administración eclesiástica.
Francisco de Roma tiene el espíritu de Francisco de Asís: está por la pobreza, la sencillez y el despojamiento del poder.

Pero afortunadamente es jesuita, con otra formación y dotado del famoso "discernimiento de espíritus”, propio de la Orden. Manifiesta una ternura explícita en todo lo que hace, pero también puede mostrar un vigor inusitado, como corresponde a un Papa con la misión de restaurar la Iglesia moralmente arruinada.

Francisco de Asís tenía poco consejeros, soñadores como él, que no sabían cómo ayudarlo. Francisco de Roma se ha rodeado de consejeros elegidos de todos los continentes, personas de edad, es decir, con experiencia en el ejercicio del poder sagrado. Éste debería adquirir ahora otro perfil: más de servicio que de mando, más despojado que adornado de los símbolos del poder palaciego, más con "olor a oveja” que a perfume de las flores del altar.
 
 El portador del poder sagrado debe ser antes pastor que portador de la autoridad eclesiástica; presidir más en la caridad y menos con el derecho canónico, debe ser hermano entre sus hermanos, pero con diferentes responsabilidades.
 
¿Francisco de Roma soportará su «gran tentación» inspirado en su homónimo de Asís? Estimo que sabrá tener mano firme y no le faltará coraje para seguir lo que le dicte su "discernimiento de espíritu” para restaurar efectivamente la credibilidad de la Iglesia y devolver la fascinación por la figura de Jesús al cual la Iglesia debe siempre servir.