Adela Cortina (*)
Según informaciones de la prensa, en la contienda entre palestinos e israelíes, éstos han puesto en funcionamiento un escudo antimisiles, capaz de interceptar hasta un 85 % de los cohetes palestinos lanzados desde Gaza. Eso les da una ventaja enorme en lo que se refiere a protección, pero que tiene el gran problema, del coste. Ha supuesto unos 796,4 millones de euros y parece que será necesario invertir otro tanto para su funcionamiento, amén de que cada cartucho cuesta unos 39.000 euros. Los críticos de esta Cúpula de Hierro dicen que su punto más débil es la financiación, porque lo que se gasta en ella se deja de invertir en hospitales, escuelas o viviendas sociales. El coste de oportunidad es tremendo, pero la población da por bueno ese gasto, porque les sirve de protección frente a los ataques palestinos, y acaba pareciéndoles un mal menor.
La Cúpula de Hierro es una gota en el océano inabarcable de esos gastos en industria bélica, increíblemente elevados, que detraen para la defensa o la muerte lo que podría emplearse en educación, en atención a las enfermedades, en empoderar a las gentes para que puedan organizarse una vida feliz. A esa gota se unen las ventanas protegidas por rejas, las puertas blindadas, los guardias de seguridad de domicilios y comercios, las redadas de la policía en barrios inseguros.
La Asociación Nacional del Rifle, por poner un ejemplo bien conocido, tiene una fuerza incuestionable en Estados Unidos. Fundada en 1871 cuenta con cuatro millones de socios, y sus dirigentes aseguran que es la organización por los derechos civiles más antigua del país. La razón de su éxito es ante todo el afán de seguridad: en un país en que las gentes viven a menudo en casas aisladas en el campo o en barrios peligrosos los ciudadanos compran armas para defenderse frente a posibles delincuentes. Ése es un coste económico al que hay que sumar el más importante, el de las matanzas que ya vienen siendo habituales, cuando algún perturbado decide entrar en una escuela y liquidar a niños y maestros.
Un episodio que volvió a repetirse el 14 de diciembre de 2012 en una guardería de Newtown, cuando un muchacho de veinte años asesinó a veintisiete personas, veinte de ellas niños de seis y siete años. El lunes siguiente los títulos del fabricante de armas Smith & Wesson Holding cayeron un 5% y se abrió de nuevo un debate sobre el tema, como en los sucesos de Columbine. Pero las asociaciones partidarias de la tenencia de armas sugirieron rápidamente que la solución consistía en vender todavía más armas: cada escuela debería contar con un vigilante armado. Cuando realmente la solución consiste en cambiar la actitud.
Cuando estas salvajadas se producen en países del mundo rico son noticia diaria y no parezca que nadie esté muy empeñado en poner solución. Pero en el mundo pobre, aunque no sea noticia, tener diamantes, caucho, coitan o marfil les ha costado y cuesta mucha sangre. Y todo esto en “tiempo de paz”, qué decir del tiempo de guerra.
Es verdad que las soluciones han de venir de los organismos públicos, nacionales y supranacionales, pero sólo en parte. Si las gentes no tomamos nota de lo cara que resulta la falta de ética, en dinero y en dolor, si no nos negamos decididamente a pagar ese astronómico precio, el coste de la inmoralidad seguirá siendo imparable. Y aunque suene a tópico, seguirán pagándolo sobre todo los más débiles.
Teniendo en cuenta que llamar “tópico” a una frase no es quitarle importancia sino todo lo contrario, es dársela en grado superlativo, porque se ha convertido en un topos, en un lugar tan corriente que es ya para nosotros un punto de referencia. Por desgracia, que los débiles acaban pagando la mayor parte de las deudas de la humanidad es ya un tópico, totalmente verdadero, que sale a menudo en los medios, precisamente porque si pagan los más débiles es por falta de ética. Para eso, entre otras cosas, sirve la ética, para cambiar las tornas y tratar de potenciar las actitudes que hagan posible un mundo distinto.
(*) Catedrática de ética. Universidad Valencia