José María Jiménez (*)
La persona que se suicida, dice Caín, deposita todos sus secretos en el corazón del sobreviviente, le condena a afrontar multitud de sentimientos negativos y, aún peor, a obsesionarse con pensamientos relacionados con su papel real o posible a la hora de haber precipitado el acto suicida o de haber fracasado en evitarlo.
Las muertes violentas, en particular el suicidio, son las más difíciles de aceptar. Todos los estudios al respecto certifican que son las que tienen más riesgos de presentar complicaciones a largo plazo. En el periodo que sigue a una pérdida traumática, no es infrecuente que los componentes de la familia pierdan la perspectiva y acaben creyendo que sus reacciones son patológicas. Por eso adquiere una especial relevancia trabajar por “normalizar” sus respuestas de ira y de pena, su incapacidad para “dejar de lamentarse”, a la vez que ayudarles a que acepten con respeto las formas a las que recurre cada uno para hacer frente a la situación.
El dolor que experimenta una familia tras la muerte de uno de sus miembros se incrementa hasta niveles casi insoportables cuando ésta se ha producido por decisión del fallecido. Las mentes de los sobrevivientes (del inglés “survivor”) se llenan de fantasmas y sus corazones de sombras y de dudas. Se buscan explicaciones, se pretende encontrar culpables, no se sabe cómo mitigar una angustia que se muestra invasiva, aturdidora.
En la primera fase de shock predomina un fuerte sentimiento de tristeza que coexiste con síntomas físicos, dolores precordiales, hipersensibilidad, sentimientos de irrealidad, trastornos de apetito y sueño… Luego aparecerá una fase de rabia que puede ir dirigida hacia uno mismo por no haber sabido o podido evitarlo, hacia los médicos por no haber sido capaces de impedir la decisión del ser querido, hacia el suicida por haberse dado por vencido y haber rechazado la ayuda que se le prestó o se hubiera estado en disposición de prestarle. No faltará la angustia y el desconcierto por no haber previsto el fatal desenlace, la frustración por no haber tenido oportunidad para saldar las diferencias con el difunto, las fantasías acerca de los motivos que le llevaron a su autodestrucción, la invasión de pensamientos obsesivos y de recuerdos del fallecido.
La culpabilidad pesa como una auténtica losa en la familia del suicida. Se explicaría por la sensación de fracaso que se experimenta por no haber podido evitar la muerte del ser querido.
Unido al sentimiento de culpa, el suicidio produce una frustrante vivencia de fracaso de rol, sobre todo en las madres que, al tener más interiorizado su papel nutricio de cuidadoras encuentran muchas dificultades para entender que sus desvelos, sus cuidados, sus intentos de protección y sus esfuerzos de contención hayan sido ineficaces a la hora de evitar la tragedia.
El miedo es también una emoción muy presente en casi todos los familiares del suicida y tiene que ver con una especie de vivencia que les hace sentirse vulnerables y en riesgo de repetir la conducta suicida o de padecer una enfermedad mental que les empuje a ello. Este sentimiento que afecta sobre todo a los más jóvenes queda reforzado cuando cada uno entra en contacto con los propios sentimientos autodestructivos. Aparece un vago temor al destino o a una cierta predestinación.
La mayoría de las familias viven el suicidio como un verdadero estigma que les llena de vergüenza y que no les es fácil sobrellevar. Luego existe la necesidad de enmascarar una realidad extremadamente dolorosa. Se fabrica así un verdadero tabú respecto a lo que en verdad le ocurrió a la víctima. No deja de ser una forma de protección de algo que no se quiere aceptar porque resulta más amenazante de lo que uno está dispuesto o capacitado para soportar.
El conocimiento de todas estas expresiones es fundamental para manejar correctamente el duelo por un suicida, facilitar la evolución de sus diversas etapas y evitar así la aparición de duelos patológicos.
(*) Catedrático de Filosofía, terapeuta familiar y vicepresidente del Teléfono de la Esperanza