av pedro de osma

Av. Pedro de Osma, Barranco (Lima)

Esta es la relación autobiográfica de las dramáticas circunstancias que llevaron a mi salida de comunidades sodálites. Por más increíbles que parezcan los detalles de lo que aquí relato, doy fe de que los hechos sucedieron así, tal como han quedado vívidamente registrados en mi memoria. Pues estas cosas nunca se olvidan.

Era la madrugada del lunes 21 de diciembre de 1992. Me encontraba en una habitación separada de la casa en la comunidad sodálite Nuestra Señora del Pilar ‒ubicada en una calle que da a un malecón, cerca del final de la Av. Pedro de Osma, en Barranco (Lima)‒. Había recibido la orden del superior de la comunidad, Alfredo Garland, de quedarme allí hasta nuevo aviso. Sólo me estaba permitido salir en caso de que necesitara ir al baño. Sólo me estaba permitido leer la Biblia y los escritos de autores espirituales que se me suministrara, para hacer un retiro que me hiciera reflexionar sobre mis graves faltas. Me estaba prohibido hablar con nadie que no fuera el P. José Antonio Eguren, que vivía en la misma comunidad. Asimismo, me llevarían allí los alimentos y no podría desayunar, almorzar ni cenar junto con toda la comunidad. Estaba solo y me había invadido la desesperación, pues unas cuanta horas antes había quedado destruida en mí la figura de la comunidad como una familia en la cual me sentía gusto y ocupaba un lugar, para convertirse en una cárcel sin esperanzas, donde ya casi no podía confiar en nadie. Y se trataba sobre todo de una cárcel interior, pues las comunidades sodálites no son recintos que estén vigilados y de dónde uno no pueda irse cuando quiera. Los muros estaban construidos en el alma, e irse sin más generaba la sensación de estar cometiendo un suicidio espiritual. Y eran estos muros los que había que sortear para alcanzar una libertad nunca soñada ni imaginada en la languidez cotidiana y rutinaria de la vida de una comunidad sodálite.

¿Cómo se había llegado a una situación así? ¿Cómo había caído en una situación desesperada, en la misma comunidad en Barranco donde se había iniciado mi recorrido a través de comunidades sodálites ‒pasando por Magdalena del Mar, San Bartolo y Miraflores‒, once años atrás, cuando en diciembre de 1981 mi madre me dejó allí en su automóvil y se marchó anegada en llanto? Pues he de reconocer que ella nunca estuvo de acuerdo con la decisión que había tomado, pero respetó mi voluntad. Para mí había sido el inicio de una nueva vida, de un largo camino que debía llevarme al estado de laico consagrado, con promesas formales de obediencia y celibato, para así poder servir a Cristo y a la Iglesia bajo la guía de Santa María, y, de esta manera, poder transformar el mundo. Para ella había significado tener que abandonar a un hijo a un futuro incierto.

Once años más tarde el mundo ciertamente había cambiado, pero el Sodalicio no había tenido nada que ver con este proceso. Más aún, aunque seguían repitiendo a los cuatro vientos que iban a convertir el mundo de salvaje en humano, y de humano en divino, el tren de la historia había seguido su marcha, indiferente a sus intenciones y proclamas y sin variar para nada de rumbo. El Sodalicio sí había cambiado. Había pasado de ser un grupo reducido de jóvenes inconformistas de estilo bohemio e ideas radicales y críticas de la sociedad, con raíces católicas tradicionalistas y fascistas, a ser una institución más del status quo eclesial, que buscaba tener el visto bueno de los obispos conservadores y mantener buenas relaciones con la clase pudiente limeña. El Sodalicio había encontrado su lugar en la sociedad, y se guardaba muy bien de criticar a aquellos sectores de la Iglesia y de la burguesía limeña que apoyaban a la institución con donaciones, influencias y relaciones.

Yo también había cambiado. Había emitido recientemente mi promesa de Profeso Temporal, y, por lo tanto, pasaba a ser miembro de derecho pleno del Sodalicio ‒es decir, de esa élite reservada que tenía acceso completo al texto de los Estatutos de la institución, a diferencia de los demás miembros de menor rango‒. No obstante, nunca me había sentido satisfecho con la obediencia casi ciega que era impuesta desde los más altos niveles ni con el conformismo eclesial y social que había ido invadiendo el espíritu originario del grupo. Si bien era un hombre hecho y derecho a punto de ingresar en la tercera década de la vida, con inquietudes intelectuales y contestatarias que seguían vivas desde mis tiempos de juventud y que no parecían encajar en la disciplina del pensamiento único que se practica en el Sodalicio, en otros puntos no había madurado, pues la falta de contacto con la vida real en ese mundo protegido de las comunidades sodálites, donde no había que preocuparse por el sustento diario y se era ajeno a las preocupaciones terrenales del común de los mortales, habían detenido el desarrollo de algunos aspectos de mi personalidad en la adolescencia. No había aprendido todavía a tomar plenamente las riendas de mi propia vida, pues no concebía la existencia fuera del marco de la obediencia, donde un superior me tenía que decir lo que tenía que hacer o por lo menos aprobar lo que fuera fruto de mi propia iniciativa. Y cualquier iniciativa tenía que plantearse dentro de la misión del Sodalicio y estar subordinada a sus fines. Pues Luis Fernando Figari, entonces Superior General del Sodalicio, había dicho claramente que lo primero antes que nada era ser sodálite, y eso debía estar por encima de la profesión que uno eligiera, el puesto de trabajo que uno ocupara, los talentos de los cuales uno estuviera dotado, los sueños que uno soñara, las aspiraciones personales que uno tuviera, por más legítimas que fueran. No se podía ni siquiera decidir donde quería uno vivir. Al final de cada año se realizaban los cambios de tripulación en las comunidades. Figari decidía que sodálites iban a ser trasladados de una comunidad a otra, sin consultar para nada a los implicados. Actuaba como un ajedrecista que mueve sus fichas sobre el tablero, como un estratega omnipotente en el campo de batalla. Y nosotros debíamos aceptar como la cosa más normal del mundo no tener ni arte ni parte en nuestro destino. Así como no estaba en nuestro poder lo que debíamos hacer cada día, pues todo estaba programado, decidido de antemano, y la vida privada era reducida al mínimo. No es de extrañar que una disciplina así termine por generar casos de doble vida, pues siempre hay un fondo de personalidad que busca hacerse valer, que no puede ser anulado por esa nueva identidad impuesta a través de prácticas similares a las técnicas de control de mental, identidad que en el Sodalicio designan con el término bíblico de “hombre nuevo”. Y ese fondo de personalidad auténtica que permanece y lucha por sobrevivir, si se ve sometido a presión excesiva, puede terminar rompiendo las paredes de su encierro por el lado más débil, a saber, el de la sexualidad.

Confieso que yo también había desarrollado una doble vida. Aunque, en mi caso, ésta no llegó a los extremos de abusar sexualmente de menores de edad, realizar visitas clandestinas a los burdeles o tener una amiga secreta. Lo mío fue mucho menos dramático. Me interesaba la literatura y el cine no como entretenimiento, sino como expresión de aquello que no se podía explicar a través de textos teóricos o filosóficos, como una ventana artística para conocer la savia palpitante de las realidades humanas. En secreto leía sin permiso novela y poesía, en su mayoría de escritores latinoamericanos. Pues en las comunidades era norma que, para leer alguna obra literaria que no estuviera en la lista oficial de libros recomendados, se tenía que contar con permiso del superior. Asimismo, hacía escapadas eventuales a algún cine de arte y ensayo, generalmente el cine Julieta en Miraflores, donde podía ver aquellas películas que consideraba enriquecedoras de la existencia, mientras que en las comunidades sodálites se seguía consumiendo mayormente productos cinematográficos comerciales de Hollywood, en los tiempos libres que había en las noches de los viernes y los sábados, cuando los ánimos estaban demasiados cansados como para ver una película que fuera exigente con el espectador. Y ciertamente, no me entusiasmaba ver las películas de acción con Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger o Jean-Claude van Damme que a veces recomendaba el mismo Figari, o comedias del estilo de “Locademia de policía”. Alguna que otra vez me aventuré a alquilar películas de arte, que veía a escondidas en un reproductor de VHS cuando me quedaba solo en la casa, como, por ejemplo, la magistral “Ladrones de bicicletas” (Vittorio de Sica, 1948), que me emocionó hasta las lágrimas con su desgarrador final.

Debido a ciertas obsesiones sexuales que me asaltaban muy esporádicamente, también recurrí en ocasiones a revistas pornográficas. Sin embargo, se trataba más bien de algo a lo que me sentía arrastrado de manera irresistible, y que luego confesaba arrepentido como un pecado, pues entonces como ahora considero las representaciones pornográficas como una manera degradante de presentar el sexo, todo lo contrario del auténtico erotismo, que permite reconocer la chispa de la dignidad humana en su aproximación a la sexualidad. Entonces creía que era sólo cuestión de tiempo para que esas obsesiones momentáneas desaparecieran, pues mi deseo de alcanzar la santidad era sincero y supuestamente la disciplina sodálite, con su fuerte incidencia en la vida espiritual, terminaría por arrancar de raíz lo que yo consideraba obra del demonio. No sospechaba entonces que el mismo estilo de vida consagrada sodálite, así como una concepción errada de la sexualidad, podían estar en las raíces del problema, pues esas obsesiones se fueron mitigando recién cuando comencé a compartir la vida cotidiana de la gente común y corriente.

Fuera de eso, ya me había acostumbrado a la rutina de las comunidades sodálites. Levantarse temprano, hacer ejercicios, ducharse y vestirse, bajar puntual a la oración de la mañana o Laudes, alguna veces Misa, desayuno en comunidad. Y todo esto tenía que hacerse con minuciosa puntualidad. Quien se demoraba un minuto y llegaba tarde a las Laudes, era castigado. Quien no estaba sentado en el momento de iniciarse el desayuno, era castigado. Y si los encargados de turno de poner la mesa del desayuno cometían algún error, como, por ejemplo, que faltase una taza, un vaso, un plato, un cubierto o alguna vianda, eran castigados. Se aplicaba una norma de tolerancia cero frente a cualquier pequeño error. Y los castigos iban desde no tomar desayuno, pasar una hora en oración en la capilla haciendo penitencia por la falta cometida, o tomar el desayuno sentado en el piso o debajo de la mesa.

Después de un breve momento de descanso, le dedicaba la mañana a las actividades de precepto (oración mental o meditación, lectura bíblica, lectura espiritual, rosario, visita al Santísimo), además de estudiar y preparar mis clases, hasta la hora del almuerzo, en que otra vez nos reuníamos a comer juntos, donde también se aplicaban castigos si algo no estaba en orden. Uno terminaba acostumbrándose a fijarse en el más mínimo detalle a fin de evitar las sanciones. El superior hacía la oración inicial, y luego había que esperar a que fuera él el primero en echar el diente, pues si por inadvertencia o error uno comía o bebía antes que el que presidía la mesa, se corría el riesgo de ser castigado con no almorzar.

Después del almuerzo había tiempo para descansar o echarse una siesta, a no ser que a uno le tocara quedarse despierto para atender las llamadas telefónicas o abrir la puerta en caso de alguien tocara el timbre. Después continuaban las actividades en la tarde, con la misma rutina. Quienes habían estado fuera de la casa durante la mañana, ya sea por estudios o por trabajo, hacían sus actividades espirituales en la tarde. Yo salía a dar clases en el Instituto Superior Pedagógico Catequético o en la Universidad Marcelino Champagnat. Por ese motivo, a veces no podía estar para la cena a las siete y media de la noche, donde regían las mismas reglas.

A veces durante el almuerzo o la cena se leía algún texto de algún autor espiritual o del mismo Luis Fernando Figari, que debíamos luego comentar, sin espíritu crítico por supuesto. Por lo general, el ambiente era cordial, alegre y suelto durante las comidas, así como también lo era en las reuniones comunitarias al final del día, después de la oración de Completas a las diez y media la noche, donde se comentaba en un ambiente familiar lo que se había hecho durante el día u otros acontecimientos de importancia para el Sodalicio y la Iglesia. Estas reuniones finalizaban cuando el superior se iba a dormir. A nadie le estaba permitido acostarse antes, a no ser que tuviera permiso expreso del superior, ya sea porque estaba enfermo o porque había participado en actividades extraordinarias que le habían generado un agotamiento extremo. En general, estos permisos se concedían muy rara vez.

Antes de esta tertulia nocturna, entre la cena y las Completas, siempre quedaba algún tiempo en la noche ya sea para estudiar, o para reunirse con algún grupo de agrupados marianos o aspirantes al Sodalicio en el pequeño salón de la casa dispuesto para estos fines. Pues en las comunidades sodálites suele haber uno o más ambientes para reunirse con gente de afuera, separados del resto de la casa por una puerta con un letrero que dice PRIVADO. Esta puerta es un símbolo palpable de esa separación que suele haber entre el núcleo interno de los consagrados y el resto del mundo, pues lo que ocurre dentro de las cosas sodálites, de acuerdo a la disciplina del Sodalicio, debe estar cubierto de toda mirada ajena, y nada puede ser dado a conocer sin permiso expreso de los superiores.

Sea como sea, esta rutina diaria ‒algo más relajada los sábados y domingos‒ no era lo que yo me imaginaba como una vida dedicada a “cambiar el mundo”. El Sodalicio pretendía lograr ese cambio a través de la transformación de los “corazones”, que entendía más que nada como labor proselitista a favor de la institución y, de manera más amplia, a favor del Movimiento de Vida Cristiana. Para conseguir prosélitos no se escatimaba en esfuerzos, llegándose incluso a la manipulación de las conciencias mediante tácticas cuestionables que no retrocedían ante la violencia psicológica. Ello ha hecho que la influencia del Sodalicio haya quedado restringida a aquellos que han tomado contacto directo con la institución, y en algunos casos han quedado huellas que no se borrarán nunca más en la vida. Pero el “mundo” en sí mismo, en toda su amplitud, era totalmente ajeno a los sodálites consagrados. Vivir en comunidad era como vivir en otro planeta.
Ahora bien, en caso de que en estos últimos veinte años hayan habido cambios respecto a lo que he descrito, corresponde a los responsables hablar de lo que saben, pues si bien toda institución debe ser sigilosa con la vida privada de sus miembros, también existe el deber de ser transparente respecto a su ideario, su disciplina y sus estructuras institucionales, lo cual implica permitir que se eche una mirada al estilo de vida que se lleva dentro de las comunidades sodálites.

¿Qué es lo que al final me arrancó de esa existencia donde todo parecía ocupar su lugar, pero que en el fondo era sólo una ilusión, pues mi ser más auténtico yacía encadenado a una ideología absolutista que se plasmaba en unas normas y reglamentos que no me atrevía a cuestionar? ¿Qué circunstancias desencadenaron, en un momento dado, una reacción en cadena que terminaría por incendiar todas mis seguridades y arrojarme a un abismo donde tenía que decidir entre la libertad ‒con todas sus incertidumbres‒ y el limbo de una falsa seguridad? ¿Qué fue lo que pasó para que me replanteara toda mi vida pasada, la viera con nuevos ojos y al final tuviera el valor de arriesgarme para dar un salto al vacío, confiando en que Dios me haría caer sobre terreno firme aunque desconocido, donde se abriría una senda que me llevaría arduamente hacia la libertad, que es la llave de la felicidad?

Yo mismo no pude prever todo lo que iba a suceder. Pero Dios tiene sus caminos. Y mientras más torcidos parezcan, más probable es que sean parte de los trazos con los que escribe la historia de nuestras vidas.

Todo ocurrió así. En ese entonces estaba vigente en las comunidades sodálites la absurda norma, proveniente de Luis Fernando Figari, que prohibía escuchar otra música que no fuera de carácter religioso. Incluso la música clásica estaba prohibida, pues, según Figari, podía despertar sentimientos intensos y pasiones en los sodálites consagrados, y eso constituía una peligrosa tentación, pues un sodálite debía regirse siempre por criterios racionales. Curiosamente, los superiores de las comunidades siguieron escuchando la música que les pareciera, aunque, a decir verdad, sus gustos musicales eran muy conservadores y la música que preferían era de tipo melódico tranquilo. Eso sí, la música rock, pop y bailable que se escuchaba en el “mundo” era rechazada de plano. Pues en este aspecto, como en otros, el círculo de las comunidades sodálites se regía por otras reglas muy distintas a las que rigen en el mundo de los simples mortales.

A mí me fue prácticamente imposible cumplir con esa norma. La música fue siempre para mí uno de los nutrientes esenciales de mi vida interior, más aún cuando me había convertido en compositor de canciones y estaba comenzando a plasmar mis inquietudes más personales en ellas, con melodías más complejas y un lenguaje más poético, razón por la cual el mismo Luis Fernando Figari consideraba que mi talento para la música estaba en decadencia, pues lo que él siempre pretendió es que las canciones que se compusieran dentro de la Familia Sodálite reflejaran su ideología, emplearan su lenguaje y sirvieran como apoyo de la labor proselitista. Y, sobre todo, que fueran musicalmente muy elementales, a fin de poder anidar fácilmente en la memoria. Éstos parecen ser algunos de los motivos por lo cuales le gustaban las marchas y por los cuales rechazó varias de mis canciones para que fueran interpretadas por Takillakkta, pues, según me contó Javier Leturia, sodálite y director de este grupo de música popular católica, Figari no entendía lo que yo quería expresar a través de la letra de mis canciones más recientes.
A mi doble vida se añadió el hecho de escuchar música no religiosa a escondidas, en su mayoría clásica, aunque también durante mi última etapa en comunidad hice el descubrimiento personal de un ritmo que muchos consideran la música clásica del siglo XX: el jazz. Toda esta música la escuchaba yo en secreto, pues privarme de ese manantial sonoro que encierra una riqueza espiritual inefable era para mí como un atentado contra el alma, considerando que siempre he tenido una gran sensibilidad musical y que la música de otros siempre me ha servido de inspiración para componer mis propias canciones. Con el tiempo había reunido una colección personal de música clásica, formada al principio por copias en cassette de CDs originales, pero luego había obtenido varios cassettes originales, siendo mi gran tesoro un par de colecciones de Salvat ‒Los Grandes Compositores y Los Grandes Temas de la Música‒, con lo mejor de la música inmortal que la historia nos ha legado.
Ocurrió que un día fui sorprendido in fraganti cometiendo una falta contra la norma de Figari. El superior de la comunidad, Alfredo Garland, tenía en su habitación algunos CDs originales de música clásica, a los cuales les eché el ojo. Me propuse sacarles copia, mediante el procedimiento que consistía introducirme en su habitación cuando nadie me viera, dejar un cassette en su equipo de música con el volumen puesto en cero y dejar que grabara. Después recuperaba el cassette ya grabado y devolvía el CD a su lugar. No era la primera vez que hacía esto. Pero esta vez fui descubierto. Esta falta se consideraba muy grave, aunque no tuviera como consecuencia ningún daño para nadie, pues la obediencia debía ser guardada a toda costa, sin mediar objeciones de conciencia, de manera absoluta y perentoria. Las medidas que se tomaron fueron drásticas. A partir de ese momento entraba en un régimen de retiro espiritual, donde sólo me sería permitido leer la Biblia y a unos cuantos autores espirituales, además de que debía tener un horario más estricto de la cuenta para dedicarlo enteramente a la oración (meditación, visitas al Santísimo, rosario, lecturas espirituales), con mayor intensidad y frecuencia que en la rutina normal. El objetivo era lograr que tomara conciencia de la gravedad de mi falta y tomara la firme resolución de obedecer las disposiciones de los superiores de forma más radical y completa. Quedaba excluido de las reuniones de los viernes, sábados y domingo en la noche, donde se veía televisión o una película. Aún así, tenía libertad para moverme dentro de la casa y podía participar de las comidas y otros momentos comunitarios junto con los demás miembros de la comunidad.

Reconozco que todas estas medidas fueron aplicadas con buenas intenciones por parte del superior y apoyadas de la misma manera por el resto de la comunidad, pues se trataba de un procedimiento considerado normal para esos casos. Quien ha vivido en comunidades sodálites sabe que la mente de las personas ha sido modelada de tal manera, que todas estas cosas se dan por supuestas. A nadie se le pasa por la cabeza levantar objeciones. Y si alguien las tiene, se las calla, pues, en ese sentido, los sodálites de comunidad suelen estar cortados con una misma tijera. Y yo mismo las acepté como la cosa más normal del mundo, sabiendo que pasado el retiro, que iba a durar una semana, la vida podía continuar como siempre. Pues en el fondo de mi ser, tenía la intención de seguir escuchando música no religiosa. Era como si mi verdadero ser, escondido bajo una personalidad que me había sido impuesta, buscara las vías para aflorar y hacer valer su libertad. Pero separarme del Sodalicio era una idea que ni siquiera asomaba por mi mente, pues tenía la idea, impresa como un sello en el alma, de que eso constituía una especie de suicidio espiritual, que estaría condenado a una existencia atormentada y a ser infeliz en esta vida, y pondría en riesgo mi salvación eterna.

La noche del domingo 20 de diciembre, último día del retiro, después de la cena y de la oración de Completas, los miembros de la comunidad subieron a la habitación de recreo, que estaba situada en la azotea de la casa. Yo me quedé en la planta alta, junto a la escalera, sentado en un sillón leyendo la Biblia. Según la norma, me estaba prohibido irme a dormir antes de que el superior de la comunidad lo hiciera. Ya era cerca de la medianoche y nadie bajaba por la escalera. Cansado después de una semana que había sido tensa y agobiante, entré a mi habitación y me recosté en la cama, sin intención de dormirme. La habitación estaba acondicionada para tres personas, con armarios haciendo de divisiones entre cada cama, a fin de garantizar un mínimo de privacidad. Por norma, los dormitorios de las casas sodálites debían albergar por lo menos a tres sodálites, nunca a dos, pues el mismo Luis Fernando Figari había indicado que de esa manera quería evitar conductas impropias. ¿De dónde había sacado esas ideas? No sabía si era por algo que hubiera leído, por experiencia propia o por simple sentido común.

No sé en qué momento me quedé dormido. Lo único que recuerdo es que poco después de la medianoche irrumpió en la habitación el superior de la comunidad, Alfredo Garland, seguido de José Antonio Eguren, mientras los otros miembros de la comunidad miraban lo que pasaba desde la puerta. Fui despertado violentamente con llamadas de atención y amonestaciones verbales de tono agresivo. No sabía lo que estaba pasando. Se me ordenó que tomara lo necesario para trasladarme a una pequeña habitación que estaba separada de la casa y a la cual se accedía a través de la terraza que daba a la escalera de servicio, en la cual yo debía vivir aislado del resto de la comunidad hasta nuevo aviso, con permiso sólo para ir al baño y sin que me fuera permitido hablar con nadie, a no ser con el P. Eguren. Lo drástico de la medida se debía en parte a que ese día era el cumpleaños de Garland, y como era costumbre en esas ocasiones, la comunidad se había quedado despierta hasta la medianoche para darle las felicitaciones correspondientes. El hecho de que yo me hubiera quedado dormido, olvidándome de esa magna ocasión, se interpretaba como una grave afrenta contra la dignidad de aquella persona a la que le debíamos obediencia absoluta. Lo que me hicieron a mí, en cambio, no representaba ningún agravio contra nadie, sino más bien se consideraba un acto de justicia que reparaba la grieta dentro de la constelación jerárquica institucional que yo había ocasionado.

La forma en que fui tratado en esta ocasión rebalsó el vaso y algo se quebró dentro de mí. Me quedó claro que ya no podía considerar esa casa como mi hogar, ni a sus miembros como mi familia. En pocos minutos, entre el ir y venir entre mi antigua habitación compartida y aquella solitaria frente a la escalera de servicio, terminé fraguando un desesperado plan de contingencia que debía efectuar sin reparos ni demora: la huida. ¿Pero adónde? Regresar a casa de mis padres no era para mí una posibilidad factible. Durante todos estos años me había enfrentado a mi madre, y si bien las relaciones con ella se mantenían cordiales, siempre había una tensión contenida cada vez que me comunicaba con ella. Yo seguía siendo la oveja negra, pues mi decisión de unirme al Sodalicio había sido motivo de durísimos y violentos enfrentamientos verbales y de profundo dolor, tanto para ella como para mí, aunque por diversas razones. De alguna manera yo había allanado el camino para que mi hermano menor, Erwin, también pudiera unirse al Sodalicio ‒del cual sigue siendo miembro hasta ahora‒, y sin pasar por lo que yo tuve que pasar. Con el transcurso del tiempo he comprendido que nos hubiéramos podido ahorrar todos estos sufrimientos, pues su preocupación era la de una madre que veía cómo su hijo era captado por un grupo fanático que presentaba características sectarias. Y yo buscaba encontrarme a mí mismo y seguir mi propio camino, con afanes propios de la adolescencia y la juventud. Sin embargo, creyendo haber encontrado la libertad, terminé metido en una cárcel donde los barrotes estaban puestos en lo mas íntimo de uno mismo, y eran mucho mas difíciles de arrancar.

De modo que huir para refugiarme en casa de mi madre significaba para mí admitir mi fracaso. Y tirar quince años de mi vida por la borda. En ese momento yo seguía moviéndome mentalmente dentro de la órbita del Sodalicio, y me aterraba la idea de convertirme en un traidor. No había llegado a comprender del todo que Dios escribe sus historias con líneas torcidas y que todo, incluso lo más absurdo que pueda acaecernos, al final tiene sentido dentro de un destino que escapa a nuestro comprensión. En ese entonces el Plan de Dios ‒concepto central dentro de la ideología sodálite‒ en lo que a mí me tocaba personalmente se realizaba dentro de los límites de la institución, de la cual yo no quería desligarme, pues prácticamente la mitad de mi vida se había desarrollado a su sombra, y yo no concebía una vida sin una vinculación estrecha con el Sodalicio. En el fondo también era una cuestión de lealtad, que mantuve hasta el año 2008. Para esa fecha yo ya había madurado en contacto con la vida real, y había descubierto el sinsentido de una actitud que debía ser en el fondo lealtad a mí mismo y a una Iglesia que se me presentaba con mucho mayor riqueza y diversidad que una institución empobrecida por una ideología religiosa rígida y castrante, y una disciplina que creaba zombis militantes y aburguesados, aunque hubiera honrosas excepciones.

La única opción que me quedaba era acudir donde un amigo cercano, a quien le pudiera abrir mi corazón, ante quien pudiera desahogarme y con quien conversar para encontrar una solución razonable en este callejón sin salida en que me encontraba. Ese amigo, el único en quien podía confiar a ojos ciegas, junto con quien había recorrido el camino del Sodalicio desde aquel lejano año de 1978, era Miguel Salazar. En ese momento era superior de la comunidad Nuestra Señora de Guadalupe en San Bartolo, una de las casas de formación que el Sodalicio mantiene en ese balneario a unos 40 kilómetros al sur de Lima. Evidentemente, no podía pedirle al día siguiente a Alfredo Garland que se me permitiera ir a San Bartolo, pues en comunidades sodálites a nadie le es otorgada la potestad de decidir por sí mismo adónde puede ir. Tenía que huir esa misma madrugada. Lo cual presentaba algunos problemas logísticos.

A San Bartolo se acede a través de la Carretera Panamericana. Hay líneas de autobuses interprovinciales que recorren esa vía. El paradero más cercano y accesible para mí quedaba en el Trébol de Atocongo, que está a unos 5 kilómetros en línea recta de la comunidad de Barranco. Sin embargo, la zona de Santiago de Surco que hubiera debido atravesar, además de peligrosa, me era desconocida. Debía llegar a Atocongo por calles más seguras, teniendo en cuenta que el recorrido lo iba a hacer a pie, lo cual significaba efectuar un rodeo pasando por Miraflores, haciendo finalmente que la distancia a recorrer fuera de unos 11 kilómetros. A eso se sumaba el hecho de que entonces estaba vigente en Lima el toque de queda entre medianoche y seis de la mañana, medida preventiva mantenida por el gobierno de Fujimori para evitar en lo posible actos terroristas. Eso significaba que durante ese tiempo las calles debían quedar vacías y el ejército asumía la responsabilidad de vigilarlas, con libertad para disparar si veía algo sospechoso.

De modo que antes de quedar totalmente aislado en la habitación del fondo, me aseguré de contar con lo necesario para la huida: zapatillas adecuadas, una chaqueta abrigadora, mis lentes, un cortaplumas, dinero suficiente en la billetera para pagar el boleto y una linterna fluorescente, que me serviría para indicar mi presencia en caso de toparme con algún contingente militar que estuviera patrullando las calles, y a así evitar ser objeto de disparos. Asimismo, me proveí de unas cuantas hojas de papel y un lapicero, para dejar un mensaje. Todo esto fue decidido y hecho en el lapso de unos cuantos minutos.

Por fin, cuando me quedé solo, lloré. Y escribí el mensaje que iba a dejar. No recuerdo lo que allí puse. Esto era algo habitual entre quienes se iban “por la puerta trasera”, como los llamaban a quienes aprovechaban la primera oportunidad que se les presentara, generalmente en horas de la noche, para irse de la comunidad. Era el procedimiento más rápido para desvincularse del Sodalicio, pues la vía de “la puerta delantera”, es decir, manifestar que se tenían dudas sobre que uno fuera llamado a la vocación sodálite en comunidad, tenía como consecuencia el ser sometido durante meses a un régimen especial para que se pudiera hacer un adecuado “discernimiento”, a fin de ver cuál era el Plan de Dios, pues una decisión de tal calibre debía ser tomada luego de haber reflexionado y consultado a Dios en oración, dado que lo que estaba en juego era la salvación eterna. Quienes se iban furtivamente veían cómo de un día para otro perdían sus antiguas amistades, eran objeto de desprestigio por parte de los miembros del Sodalicio y del Movimiento de Vida Cristiana y eran considerados como traidores y prácticamente como carnaza para el infierno. Por otra parte, quienes seguían la vía correcta tenían que pasar por un calvario de meses de incertidumbre, donde no faltaba la presión psicológica y dónde la autorización para irse por las buenas demoraba en ser otorgada, mientras que se vivía en una comunidad donde los demás lo miraban ya a uno como un fantasma, como un desterrado que estaba esperando el momento del guillotinazo final. Que yo tenga memoria, nunca han habido despedidas festivas ante la salida de un miembro de una comunidad sodálite, deseándole la mejor de las suertes. Más bien, el aire que se respiraba era similar al de un funeral.

Esa noche no pude dormir, mirando continuamente el reloj. Poco antes de las cuatro de la madrugada, ya debidamente preparado, salí de la habitación y bajé la escalera de servicio hacia el patio que daba a la cocina. Este patio estaba conectado con la cochera a través de un pasillo, en medio del cual se abría la entrada a una pequeña despensa, de la cual tomé una lata de leche condensada Nestlé para el camino. En medio de la oscuridad, llegué a la puerta de cochera, abrí la portezuela que daba a la calle y salí. Me hallaba justo debajo de la ventana que daba a la habitación del superior de la casa. El único obstáculo que todavía me faltaba superar era el portón que daba a la calle, una verja de unos tres metros de altura. Haciendo el menor ruido posible, temiendo en todo momento ser escuchado, trepé la verja y salté al otro lado, mirando en todo momento la ventana del cuarto donde dormía su majestad. Una vez en la calle, que por un lado daba a un malecón sobre el acantilado, me dirigí por el otro lado hacia la Av. Pedro de Osma, con la linterna fluorescente encendida. Sabía que no debía caminar muy rápido, pues, en caso de encontrarme con una patrulla del ejército, debía estar atento a seguir toda las órdenes a fin de evitar se abaleado. Aún tomando estas precauciones, tenía miedo. Afortunadamente, el toque de queda en esa época era mucho más relajado que aquellos que se habían vivido durante la dictadura militar en la década de los ’70 o durante el primer gobierno de Alan García en los años ’80. En todo el recorrido por calles vacías y tranquilas no me topé con ningún soldado. La noche, aunque húmeda, no estaba muy fría, pues ya estaba entrando el verano. Había un silencio sepulcral interrumpido sólo por el sonido de mis pasos.
De este modo, recorrí toda la Av. Pedro de Osma ‒bordeada de viejos y frondosos árboles, testigos silenciosos de esta fuga nocturna‒, siguiendo después por la Av. Miguel Grau hasta llegar a la Quebrada de Armendáriz, por donde bajaba una autovía hacia las playas, crucé el puente, seguí por la Av. Reducto hasta la Av. Alfredo Benavides ‒que atraviesa el distrito de Miraflores‒ y subí por ella hasta llegar al Óvalo de Higuereta, luego continué por la Av. Tomás Marsano hasta llegar al Trébol de Atocongo. Eran más de las seis de la mañana, el día comenzaba a clarear y ya se veían los primeros viandantes en las calles. Y yo estaba allí, cansado y sudoroso, desesperado como un alma en pena, esperando junto con otra gente el primer autobús en dirección a Mala, que paraba también en San Bartolo. Finalmente el autobús llegó, subí y me arrellané en uno de los asientos, medio adormilado no sólo por el cansancio y la mala noche, sino también por el olor a rebaño que solía acumularse en las cabinas de estos vehículos sin ventilación ni ventanillas abiertas. Si bien el recorrido hasta San Bartolo duraba menos de una hora, el viaje que había iniciado demoraría más de medio año en tocar puerto. Pues los siguientes siete meses que pasaría en el balneario del sur quedarían en mi memoria como los más duros de mi vida, como un tiempo en que abrigaría el deseo de estar muerto para luego terminar perdiéndole todo temor a la muerte y finalmente lanzarme a recorrer la vida por caminos de barro, sudor y pueblo, donde palpita la verdadera sangre de este mundo. Pero eso ya es otra historia.

Publicado el 2 de julio de 2013 por laslineastorcidas laslineastorcidas